– Muy bien, muy bien… -volví a terciar con vehemencia, pero antes de que pudiera continuar, uno de los hombres dijo:
– El jarrón de la oruga es la única, la única de las piezas de su elección que merece ser expuesta aquí. El problema de Oskar reside en que carece de visión de conjunto de la colección, del equilibrio entre las diversas piezas.
Mi impaciencia crecía.
– Oigan -grité-, ¡basta ya! ¡Dejen de hablar un segundo, basta ya de charla fútil! ¡Dejen de hablar un segundo! ¡Permitan que alguien diga algo, alguien de fuera de este pequeño universo que ustedes parecen tan felices de habitar!
Callé y les miré. Mi firmeza había dado resultado, porque todos ellos -cuatro hombres y tres mujeres- me miraban con estupefacción. Una vez ganada su atención, mi cólera volvía a estar gozosamente bajo control, como un arma que pudiera utilizarse a voluntad. Bajé un poco la voz -había gritado más de lo previsto- y proseguí:
– ¿Tiene algo de extraño, tiene algo de extraño que en esta pequeña ciudad suya tengan ustedes estos problemas, estas crisis, como alguno de ustedes ha dado en llamarlas? ¿Puede sorprender a alguien, a alguien de fuera? ¿Constituye alguna sorpresa? Nosotros, los observadores procedentes de un mundo más amplio, más grande, nos rascamos la cabeza con asombro. ¿Nos preguntamos a nosotros mismos cómo es posible que una ciudad como ésta… -sentí que alguien me tiraba del brazo, pero estaba decidido a seguir hasta el final-… que una ciudad, una comunidad como ésta padezca semejante crisis? ¿Nos quedamos pasmados o perplejos? ¡No! ¡En absoluto! Uno Uega a esta ciudad, ¿y qué es lo que ve de inmediato por todas partes? ¿Qué es lo que ve, ejemplificado, señoras y señores, en gente como ustedes, sí, como ustedes? Porque ustedes tipifican…, y lo lamento si soy injusto, si hay ejemplos aún más crasos y monstruosos bajo las piedras y las losas de esta ciudad…, a mis ojos ustedes, usted, señor, y usted, señora, sí, por mucho que lamente tener que decírselo, sí, ¡ustedes ejemplifican todos los fallos de esta ciudad! -La mano que tiraba de mi manga, advertí, pertenecía a una de las mujeres a quienes me estaba dirigiendo, que alargaba la mano por detrás del hombre que estaba a mi lado. Miré hacia ella fugazmente, y continué-: Para empezar, carecen ustedes de modales. Miren cómo se tratan unos a otros. Miren el modo en que tratan a mi familia. Hasta a mí, una celebridad, su invitado… Mírense, sobremanera preocupados por la labor de coleccionista de arte de Oskar. En otras palabras, demasiado obsesionados, obsesionados por los pequeños desórdenes internos de esto que llaman «su comunidad», demasiado obsesionados por estas pequeñas cosas para ser capaces de mostrarnos siquiera el nivel mínimo de buenos modales…
La mujer que tiraba de mi brazo se desplazó hasta situarse a mi espalda, y me di cuenta de que me estaba diciendo algo para tratar de disuadirme. Hice caso omiso y proseguí:
– ¡Y es aquí…! ¡Tiene que ser aquí precisamente, qué cruel ironía! ¡Sí, es aquí, a este lugar, adonde tienen que venir mis padres! Aquí precisamente, aquí, a recibir esta supuesta hospitalidad de ustedes. Qué ironía, qué crueldad, precisamente a esta ciudad, después de todos estos años… ¡Que tenga que ser una ciudad como ésta, con gente como ustedes! Mis pobres padres, ¡venir desde tan lejos para oírme tocar por primera vez en su vida! ¿Creen que esto va a hacer mi tarea más fácil, tener que dejarles al cuidado de gente como usted, y usted, y usted…?
– Señor Ryder, señor Ryder… -La mujer pegada a mi codo llevaba ya cierto tiempo tirándome con insistencia del brazo, y de pronto vi que no era otra que la señorita Collins. Al percatarme de ello perdí mi inicial empuje, y antes de que pudiera darme cuenta había logrado apartarme del grupo.
– Ah, señorita Collins -dije, algo aturdido-. Buenas noches.
– ¿Sabe, señor Ryder? -dijo la señorita Collins, mientras conseguía alejarme más y más del grupo-. Estoy genuinamente sorprendida, he de admitirlo. Me refiero al nivel de fascinación reinante. Una amiga acaba de decirme que la ciudad entera está cotilleando acerca de ello. ¡Cotilleando, me asegura, de la forma más amable! Pero la verdad es que no entiendo a qué se debe todo este revuelo. ¡Sólo porque hoy he ido a zoo! No consigo entenderlo, la verdad. Accedí a hacerlo porque me convencieron de que convenía al interés general, ¿sabe?…, para que Leo se porte como es debido mañana por la noche. Así que lo único que he hecho ha sido acceder a estar allí, eso es todo. Y supongo, para ser franca, que también quería decirle a Leo unas cuantas palabras de ánimo, ahora que lleva tanto tiempo sin probar la bebida. Me pareció justo reconocérselo de algún modo. Le aseguro, señor Ryder, que si Leo hubiera aguantado tanto tiempo sin beber en cualquier otro momento de estos últimos veinte años, yo habría hecho exactamente lo mismo que he hecho. Sólo que jamás se dio tal cosa hasta hoy. Así que no ha habido nada tan realmente crucial en mi presencia de hoy en el zoo.
Había dejado de tirarme del brazo, pero seguía sin soltármelo, y ahora nos paseábamos despacio entre los grupos de invitados.
– Estoy seguro de que no lo ha habido, señorita Collins -dije yo-. Y permítame asegurarle que cuando me he acercado antes a ustedes no tenía ni la más mínima intención de sacar a colación el asunto de usted y del señor Brodsky. A diferencia de la gran mayoría de la gente de esta ciudad, me siento muy contento de no fisgonear en su vida privada.
– Es muy decoroso de su parte, señor Ryder. Pero en cualquier caso, como digo, nuestro encuentro de esta tarde no ha tenido nada de importante. La gente se decepcionaría si lo supiera. Todo lo que sucedió fue que Leo se acercó a mí y me dijo: «Tienes un aspecto adorable.» Justo lo que podía esperarse de Leo después de pasarse veinte años borracho. Y eso fue todo, poco más o menos. Le di las gracias, por supuesto, y le dije que tenía mejor aspecto del que le recordaba últimamente. Él miró hacia abajo, hacia sus zapatos, algo que no recuerdo haberle visto hacer jamás cuando era más joven. En aquellos tiempos no hacía nunca gestos tan tímidos. Sí, su fuego se ha apagado, lo veo claramente. Pero algo lo ha reemplazado, algo con cierta solemnidad. Bien, pues allí estaba, mirándose los zapatos, y el señor Von Winterstein y los demás caballeros como pasmarotes un poco más atrás, mirando hacia otro lado, haciendo como que se habían olvidado de nosotros. Le hice un comentario a Leo sobre el tiempo, y él levantó la mirada y dijo que sí, que los árboles estaban espléndidos. Luego empezó a decirme qué animales le gustaban de los que acababa de ver.
Era evidente que no había prestado la menor atención a los animales, porque lo que me dijo fue: «Adoro estos animales. El elefante, el cocodrilo, el chimpancé…» Bien, la jaula de los monos estaba cerca, es cierto, y la habían tenido que ver al acercarse hacia la explanada, pero en ningún caso habían pasado por delante de los elefantes o los cocodrilos, y así se lo dije a Leo. Pero él dejó el asunto de lado como si yo hubiera dicho algo completamente fuera de lugar. Luego pareció presa de algo semejante al pánico. Quizá tuviera que ver con el hecho de que el señor Von Winterstein se estuviera acercando en ese momento. Ya ve, el acuerdo consistía en decirle unas cuantas palabras a Leo, así, literalmente: unas cuantas palabras. El señor Von Winterstein me había asegurado que entraría en escena al cabo de un par de minutos. Ésas habían sido mis condiciones, pero entonces, una vez que empezamos a hablar, el tiempo estipulado me pareció terriblemente insuficiente. Yo misma empecé a temer ver acercarse al señor Von Winterstein. Bueno, el caso es que Leo sabía que teníamos muy poco tiempo porque fue derecho al grano, y me dijo: «Tal vez deberíamos intentarlo de nuevo. Vivir juntos. Aún no es demasiado tarde.» Tendrá que admitir, señor Ryder, que la cosa resultaba un tanto brusca después de todos estos años. Y simplemente le contesté: «Pero ¿qué íbamos a hacer tú y yo juntos? Ahora ya no tenemos nada en común.» Se quedó unos segundos como desconcertado, como si le hubiera mencionado un punto en el que él jamás hubiera reparado. Luego señaló la jaula que teníamos enfrente, y dijo: «Podríamos tener un animal. Podríamos cuidarlo juntos, quererlo juntos. Tal vez fuera eso lo que no tuvimos antes.» Yo no sabía qué decir, así que seguimos allí de pie, quietos, y vi que el señor Von Winterstein empezaba a acercarse, pero debió de percibir algo, algo en la forma de estar de Leo y mía, porque cambió de opinión y se alejó de nuevo y se puso a hablar con el señor Von Braun. Luego Leo levantó un dedo en el aire, un gesto muy suyo desde siempre, levantó un dedo y dijo: «Tenía un perro, como sabes, pero se me murió ayer. Un perro no es lo apropiado. Tendremos un animal que viva mucho tiempo. Veinte, veinticinco años. Así, si lo cuidamos bien, moriremos antes que él, no tendremos que llorarle. No hemos tenido hijos, así que hagamos lo que te digo.» Y yo le respondí: «No has pensado bien en el asunto. Nuestro amado animal puede que nos sobreviviera a los dos, pero lo que no es probable es que los dos muramos al mismo tiempo. Así que quizá no tuvieras que llorar a ese animal, pero si, pongamos por caso, yo muero antes que tú, tendrás que llorarme a mí.» A lo que él respondió enseguida: «Eso es mejor que no tener a nadie que te llore cuando te vayas.» «Pero yo no tengo ningún miedo a que pueda sucederme eso», dije yo. Le recordé que he ayudado a mucha gente en esta ciudad a lo largo de los años, y que cuando muriera no iba a faltarme quien me llorara. Y él dijo: «Nunca se sabe. Las cosas pueden irme bien de ahora en adelante. Puede que también yo tenga quien me llore cuando muera. Quizá cientos de personas.» Y añadió: «¿Pero qué más me daría, si a ninguna de ellas le importaría de verdad? Las cambiaría a todas por alguien a quien yo amara y que me amara…» He de admitir, señor Ryder, que tal conversación me estaba poniendo un poco triste, y que no se me ocurría nada más que decirle. Y entonces Leo dijo: «Si hubiéramos tenido hijos, ¿cuántos años tendrían ahora? Hoy serían una maravilla.» ¡Como si el llegar a ser maravillosos les hubiera llevado años! Y luego volvió a decir: «No hemos tenido hijos. Así que, en lugar de ello, hagamos esto ahora.» Cuando le oí repetirlo, bueno, supongo que me quedé un poco confusa y miré por encima de su hombro hacia el señor Von Winterstein, y el señor Von Winterstein se apresuró a venir hacia nosotros haciendo algún comentario jocoso, y eso fue todo. Ahí acabó nuestra conversación.
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