Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Está muy cerca de aquí -dijo el periodista señalando hacia lo alto de la colina.

Tras la dificultosa caminata a través de la alta hierba, me alegró ver que había un camino de tierra que conducía hacia la cima.

– Bien -dije-. No tengo mucho tiempo, así que será mejor que nos demos prisa.

– Claro, claro, señor Ryder -dijo el periodista.

El periodista se situó en cabeza y ascendimos por la escarpada y zigzagueante senda. Conseguí seguirle a uno o dos pasos de distancia. Pedro, quizá a causa de la bolsa, quedó enseguida muy a la zaga. Mientras subíamos me sorprendí pensando en Fiona, en cómo le había fallado la noche pasada, y me chocó darme cuenta de que pese a toda la seguridad de la que hasta el momento había hecho gala en aquel viaje, pese a todo lo que hasta el momento había conseguido, mi manera de abordar ciertos asuntos -enjuiciada desde mi nivel de exigencia, al menos- dejaba mucho que desear. Dejando a un lado los trastornos que le había causado a Fiona, resultaba sumamente enojoso el hecho de que, siendo tan inminente la llegada de mis padres, hubiera dejado escapar la oportunidad de discutir sus numerosas y complejas necesidades con las personas a cuyo cuidado iban a ser confiados. A medida que la respiración se me hacía más y más dificultosa, me iba invadiendo un sentimiento de irritación contra Sophie por la confusión que había traído a mis asuntos. Sin duda no era demasiado pedir que en momentos como aquel, tan cruciales en mi vida, tuviera a bien reservarse su caos para sí misma. Las palabras que de pronto habría querido decirle acudieron en tropel a mi cabeza, y si no me hubiera faltado el resuello habría quizá empezado a mascullarlas en voz alta.

Tras doblar tres o cuatro recodos del camino, nos detuvimos para descansar. Alcé la vista y comprobé que disfrutábamos de una amplia vista de la campiña circundante. Los campos se perdían en la distancia sin solución de continuidad. Sólo a lo lejos, en el horizonte, se divisaba algo parecido a un grupo de granjas. -Una vista espléndida -dijo el periodista, jadeando y apartándose el pelo de la cara con los dedos-. Es tan estimulante subir hasta aquí arriba. El aire fresco nos vendrá bien para el resto del día. Bien, por agradable que sea esto, será mejor que no perdamos tiempo.

Lanzó una risa festiva, y reanudó la marcha. Le seguí de cerca, como antes, y Pedro continuó muy rezagado. Entonces, en un momento dado, cuando estábamos subiendo un trecho particularmente empinado, Pedro gritó algo a nuestra espalda. Pensé que nos estaba pidiendo que aminoráramos la marcha, pero el periodista siguió a su ritmo y se limitó a gritarle por encima del hombro:

– ¡Qué has dicho!

Oí cómo Pedro se esforzaba lo indecible por ganar unos pasos. Luego le oí gritar:

– Decía que parece que tenemos ya camelado al mierda éste. Creo que acabará haciendo lo que le digamos.

– Bueno -le respondió a gritos el periodista-, hasta ahora ha cooperado, pero uno nunca puede estar seguro con estos tipos. Así que sigue adulándole. Ha subido hasta aquí y parece muy contento. Pero no creo que el muy bobo sepa siquiera la importancia del edificio.

– ¿Qué le decimos si pregunta? -gritó Pedro-. Porque seguro que pregunta.

– Cambia de tema. Pídele que cambie de pose. Seguro que cualquier cosa que le digas sobre su aspecto le distraerá del asunto. Si sigue preguntando, al final tendremos que decírselo, pero para entonces le habremos sacado un montón de fotos y el mierda éste ya no podrá hacer nada.

– Me muero de ganas de que termine todo esto -dijo Pedro, respirando aún más dificultosamente-. Dios, me pone la carne de gallina cómo se frota las manos continuamente.

– Casi hemos llegado. Lo hemos hecho a la perfección; no lo estropeemos en el último momento.

– Disculpe -dije, interrumpiéndole-, pero necesito descansar un poco.

– Por supuesto, señor Ryder. Qué falta de delicadeza por mi parte -dijo el periodista, deteniéndose-. Yo soy un corredor de maratón -prosiguió-, así que tengo ventaja. Pero debo decir, señor, que usted parece extraordinariamente en forma. Y para un hombre de su edad… Sé su edad por las notas que tengo aquí, jamás la habría adivinado de otra forma… Bueno, ya ve cómo ha dejado bien atrás al pobre Pedro.

Cuando éste nos alcanzó, el periodista le espetó a gritos:

– Venga, so tortuga… El señor Ryder se ríe de ti.

– No es justo -dijo Pedro, sonriendo-. Tener tanto talento…, y encima estar tan bien dotado para el atletismo. Otros no tenemos tanta suerte.

Permanecimos allí contemplando las vistas, recuperando el aliento. Al cabo el periodista dijo:

– Estamos ya muy cerca. Sigamos. No hay que olvidar que al señor Ryder le espera un día muy ocupado.

El último tramo del camino era el más arduo de recorrer. Se hacía aún más empinado, y a menudo el suelo se convertía en una pura sucesión de embarrados charcos. El periodista, en cabeza, seguía subiendo a buen ritmo, sin desmayo, aunque ahora me daba cuenta de que avanzaba un tanto encorvado por el esfuerzo. Mientras le seguía con paso tambaleante, volvieron de pronto a mi cabeza las cosas que deseaba decirle a Sophie. «¿Te das cuenta?», me sorprendí murmurando, con los dientes apretados, al ritmo de mis pasos. «¿Te das cuenta?» La frase, por una razón u otra, no llegó a alcanzar desarrollo alguno, pero a cada paso, bien mentalmente o bien en un susurro, fui repitiéndola una y otra vez hasta que las palabras mismas empezaron a atizar mi irritación incipiente.

El camino, finalmente, se hizo más llano y alcancé a ver un edificio blanco en la cima de la colina. El periodista y yo avanzamos hacia él dando traspiés, e instantes después, ya sin resuello, estábamos apoyados contra uno de sus muros. Al poco se nos unió Pedro, jadeando como un poseso. Se derrumbó de costado contra el muro, se dejó caer sobre las rodillas, y por un momento temí que fuera a padecer algún ataque. Pero, incluso resollando y pugnando por recuperar el aliento, se puso a abrir la cremallera de la bolsa. Sacó una cámara, y luego un objetivo. Entonces, al parecer vencido por el esfuerzo, apoyó un brazo contra el muro, hundió la cabeza en el pliegue del codo y atrajo el aire a sus pulmones.

Cuando por fin recuperé el aliento, me aparté unos pasos del edificio para poder verlo en su totalidad. Una ráfaga de viento casi me pegó de nuevo contra el muro, pero al final conseguí situarme en un punto desde el que pude contemplar el alto cilindro de ladrillo blanco, sin ventanas a excepción de una estrecha abertura vertical cerca del ápice. Era como si el torreón de un castillo medieval hubiera sido trasplantado a la cima de aquella colina.

– Cuando esté listo, señor Ryder.

El periodista y Pedro se habían situado a unos diez metros del edificio. Pedro, claramente recuperado, había plantado su trípode y miraba por el visor de la cámara.

– Pegado al muro, si no le importa, señor Ryder -dijo el periodista.

Me acerqué al edificio.

– Señores -dije, alzando la voz para hacerme oír por encima del ruido del viento-. Antes de empezar, me gustaría que me explicaran la naturaleza exacta del escenario que hemos elegido.

– Señor Ryder, por favor -me gritó Pedro, agitando la mano en el aire-. Manténgase junto al muro. Con un brazo apoyado en él, por ejemplo. Así -me mostró, levantando un codo doblado al viento.

Me acerqué más al muro e hice lo que me pedía. Pedro, a continuación, sacó unas cuantas fotografías, ora haciendo ligeros cambios en el emplazamiento del trípode, ora cambiando de lente. Mientras tanto, el periodista permanecía a su lado, mirando por encima de su hombro y conferenciando con él en voz baja.

– Señores -dije al cabo de un rato-, seguro que no está fuera de lugar que les pregunte…

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