Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Mientras escuchaba a Fiona, como es natural, comprendí que debía sentir remordimientos por lo de la noche pasada. Sin embargo, pese a su vivido relato de lo acontecido en su apartamento, pese a sentir una profunda lástima por ella, no lograba registrar más que un muy vago recuerdo de que tal visita hubiera figurado en mi agenda. Además, sus palabras me hicieron tomar conciencia, con algo parecido a una conmoción, de la poca atención que había prestado a la inminente llegada a la ciudad de mis padres. Como Fiona había dicho, ninguno de los dos gozaba de buena salud y no era en absoluto aconsejable dejar que se las arreglaran por sí mismos. Y, mientras contemplaba al pasar el denso tráfico y los cristalinos edificios, me invadió un intenso sentimiento de protección hacia mis ancianos padres. La solución ideal, en efecto, era que una asociación local de mujeres se hiciera cargo de su cuidado y bienestar, y resultaba imperdonable por mi parte el no haber aprovechado la oportunidad de reunirme y hablar con aquellas mujeres. El pánico empezó a invadirme: ¿qué podía hacer con mis padres? No lograba comprender cómo había prestado tan poca atención a aquella dimensión tan importante de mi visita, y durante unos segundos mi mente trabajó a velocidad de vértigo. De pronto vi a mi madre y a mi padre, los dos menudos, de pelo blanco, encorvados por la edad, de pie en el exterior de la estación de tren, rodeados de un equipaje que no podían transportar por sí mismos. Podía verlos mirando la ciudad desconocida que se alzaba a su alrededor, y ver cómo por fin mi padre, dejando que su orgullo prevaleciera sobre su buen juicio, cogía dos, tres maletas mientras mi madre trataba en vano de disuadirle cogiéndole por el brazo y diciéndole: «No, no, tú no puedes llevarlas. Pesan demasiado.» Mi padre, entonces, con semblante resuelto, se sacudía a mi madre de encima y decía: «¿Y quién va a llevarlas si no? ¿Cómo vamos a llegar al hotel? ¿Quién va a ayudarnos en este lugar si no hacemos las cosas nosotros mismos?» Entretanto, los coches y camiones circulaban por la calzada con ruido atronador, y los viajeros pasaban junto a ellos en una y otra dirección. Mi madre, triste y resignada, observaba cómo mi padre avanzaba tambaleante con su pesada carga: dos, cuatro, cinco pasos…, para finalmente, vencido por el esfuerzo, detenerse y dejar las maletas en el suelo, con los hombros encorvados y casi sin resuello. Mi madre, entonces, esperaba unos segundos e iba hasta él y le ponía delicadamente una mano en el brazo, y le decía: «No te preocupes. Encontraremos a alguien que nos ayude.» Mi padre, ya resignado, y acaso satisfecho por haber demostrado al menos su ánimo decidido, miraba en silencio hacia la multitud que bullía ante sus ojos -con la esperanza de que alguien hubiera ido a recibirles, a hacerse cargo de su equipaje, a brindarles una conversación de bienvenida y a llevarles al hotel en un cómodo automóvil.

Mientras Fiona me hablaba fueron desfilando por mi mente estas imágenes, de modo que por espacio de unos instantes apenas pude hacerme cargo de su infortunada situación. Pero enseguida volví a ser consciente de lo que me estaba diciendo:

– Estarán hablando de que de ahora en adelante deberán tener más cuidado. Puedo incluso oírlas: «Ahora gozamos de mucho más prestigio, y va a haber gente de todo pelaje tratando de entrar en el grupo con artimañas de todo tipo. Tendremos que tener mucho cuidado, especialmente ahora que nos enfrentamos a tan altas responsabilidades. Esa pequeña zorra tiene que servirnos de lección.» Y cosas por el estilo. Sabe Dios la vida que tendré que llevar de ahora en adelante en esa urbanización. Y mis hijos, los pobres, que tienen que crecer en ella…

– Mire -dije interrumpiéndole-. No se puede hacer ni idea de lo mucho que lamento lo de anoche. Pero el caso es que la pasada noche sucedió algo absolutamente impredecible, que no le contaré para no aburrirla. Me contrarió lo indecible fallarle, pero no me fue posible ni encontrar un teléfono. Espero que no haya tenido muchos problemas por mi culpa.

– He tenido muchos problemas. Las cosas no son fáciles, ¿sabes?, para una madre con dos chiquillos…

– Escuche, siento de veras lo que ha pasado. Deje que le haga una sugerencia. En este momento tengo que hacer una gestión con estos periodistas de ahí delante, pero no me llevará mucho. Me libraré de ellos en cuanto pueda, cogeré un taxi e iré a su apartamento. Estaré allí en, digamos, media hora, cuarenta y cinco minutos como máximo. Y lo que haremos será lo siguiente. Nos pasearemos juntos por la urbanización, de modo que la gente, todas sus vecinas, la tal Inge, la tal Trude…, puedan ver con sus propios ojos que es verdad que somos viejos amigos. Luego visitaremos a las más influyentes, como esa Inge. Podrá presentarme a ellas, me disculparé por lo de anoche, explicaré que en el último momento me demoraron de forma que no pude zafarme… Así nos las iremos ganando una por una, y repararé el daño que le causé ayer noche. De hecho, si lo hacemos bien, puede que su posición en el grupo hasta mejore sustancialmente. ¿Qué me dice?

Fiona siguió con la mirada fija en las calles que desfilaban tras los cristales. Y finalmente dijo:

– Mi primer impulso sería decir que te olvidaras del asunto. No me ha traído nada bueno decir que eras un viejo amigo mío. Y, después de todo, a lo mejor no necesito formar parte del círculo de Inge. Sólo que antes me sentía tan sola en la urbanización… Pero ahora que he visto cómo son, no estoy segura de que no vaya a ser más feliz sin otra compañía que la de mis hijos. Por las noches podré leer un buen libro o ver la televisión. Pero, por otra parte, no puedo pensar sólo en mí misma, tengo que pensar también en mis hijos. Tienen que crecer en la urbanización, tienen que ser aceptados. Por su bien, debería aceptar esa sugerencia tuya. Si ponemos en práctica tu plan puede que, como dices, mi situación mejore aún más que si la fiesta hubiera sido un completo éxito. Pero tienes que prometerme, jurarme por lo que más quieras, que no volverás a dejarme en la estacada. Porque si decidimos hacer lo que dices, en cuanto termine mi turno y vuelva a casa tendré que llamar por teléfono para concertar las visitas. No podemos aparecer de improviso en las casas de la gente, no es ese tipo de vecindario. Así que imagínate qué horror si organizo todas esas citas y tú no apareces. No me quedaría otro remedio que hacer yo misma esas visitas una a una, explicando de nuevo a todo el mundo tu no comparecencia. Así que debes prometerme que no volverás a fallarme.

– Tiene mi palabra -dije-. Como digo, hago la pequeña gestión que tengo que hacer y cojo un taxi para ir a su casa. No se preocupe, Fiona, todo se arreglará.

Estaba diciéndole esto cuando sentí que alguien me tocaba el brazo. Me volví y vi a Pedro de pie, de nuevo con la pesada bolsa al hombro.

– Por favor, señor Ryder -dijo, y señaló la salida al otro extremo del pasillo.

El periodista esperaba de pie junto a ella, listo para apearse.

– Ésta es nuestra parada, señor Ryder -dijo en voz alta, haciéndome una seña con la mano-. Si no le importa, señor…

El tranvía aminoró la marcha y se detuvo. Me levanté, me deslicé entre apreturas hasta el pasillo y seguí a Pedro hacia la salida.

13

El tranvía se alejó traqueteando y nos dejó a los tres bajo el cielo abierto, rodeados de campos azotados por el viento. Sentí la refrescante brisa en la cara, y me quedé mirando cómo el tranvía se alejaba a través de los campos y se perdía en el horizonte.

– Por aquí, por favor, señor Ryder…

El periodista y Pedro me esperaban unos pasos más allá. Llegué hasta ellos y los tres echamos a andar a través de la hierba. De cuando en cuando violentas ráfagas de viento tiraban de nuestras ropas y ondulaban la hierba de los campos. Finalmente llegamos al pie de una colina, e hicimos una pausa para recuperar el aliento.

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