Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Caballeros, por favor -dijo, invitándoles con un gesto a que lo siguieran-. El abuelo quiere que ahora entren todos ustedes. Quiere que pasen todos a verle.

Boris abrió la marcha y los maleteros, tras una breve vacilación, le siguieron muy resueltos. Pasaron a nuestro lado, y algunos dirigieron a Sophie algunas torpes palabras de disculpa.

Cuando hubo entrado el último, aproveché para echar una mirada al camerino, pero no pude ver a Gustav porque el grupo se había quedado hecho una pina justo en el interior de la puerta. Entonces nos llegó el sonido de tres o cuatro voces que hablaban a un tiempo, y me disponía a acercarme unos pasos más cuando Sophie me adelantó con brusquedad y entró en el camerino. Oí un gran ajetreo, y las voces callaron.

Me asomé al umbral. Los maleteros habían hecho un pasillo para dejar pasar a Sophie, y a través de él vi a Gustav tendido en el colchón, con el abrigo marrón echado sobre la parte superior de su cuerpo, encima de la manta que recordaba haber visto antes. No tenía almohada, y era evidente que carecía de fuerzas para levantar la cabeza. Pero tenía los ojos alzados hacia su hija y una sonrisa muda en la mirada.

Sophie se había parado a unos dos o tres pasos del lecho de su padre. Me daba la espalda, y no podía ver su expresión, pero parecía mirarle con fijeza. Luego, tras unos segundos de silencio, Sophie dijo:

– ¿Te acuerdas de aquel día en que viniste a la escuela? ¿Cuando me trajiste la bolsa con mis cosas de natación? Me la había dejado en casa y me pasé toda la mañana preocupada, preguntándome qué hacer, y entonces llegaste tú con la bolsa de deportes azul, la de la bandolera de cuerda, y entraste en la clase y… ¿Te acuerdas, papá?

– Este abrigo me dará calor -dijo Gustav-. Era lo que necesitaba.

– Sólo tenías media hora libre, y viniste corriendo desde el hotel. Y entraste en la clase con la bolsa azul.

– Siempre me he sentido orgulloso de ti.

– Había estado tan preocupada toda la mañana, preguntándome qué hacer.

– Es un abrigo excelente. Mira el cuello. Y esto de aquí es de cuero auténtico.

– Disculpe -dijo una voz a mi lado.

Me volví y vi que un joven con gafas y un maletín de médico en la mano trataba de abrirse paso hacia el interior del camerino. Detrás de él iba un mozo de hotel que recordaba haber visto en el Café de Hungría. Ambos entraron, y el joven médico, acercándose apresuradamente hacia Gustav, se arrodilló a su lado y empezó a reconocerle.

Sophie miró al médico en silencio. Luego, como admitiendo que ahora era otra persona quien debía acaparar la atención de su padre, retrocedió unos pasos. Boris se acercó a ella, y por espacio de unos segundos se quedaron allí quietos, casi tocándose. Pero Sophie no pareció reparar en la presencia de su hijo, y siguió mirando fijamente hacia la espalda encorvada del médico.

Fue entonces cuando volví a recordar las numerosas cosas que debía hacer antes de mi actuación, y pensé que, dado que ya estaba allí el médico, era un buen momento para escabullirme. Retrocedí sin hacer ruido y salí al pasillo, y me disponía a salir en busca de Hoffman cuando oí un movimiento a mi espalda y sentí que un brazo me agarraba con aspereza.

– ¿Es que piensas irte? -me preguntó Sophie en un susurro airado.

– Perdona, pero ya veo que no entiendes. Tengo muchas cosas que hacer. Va a haber un marcador electrónico y demás. Hay muchísima gente dependiendo de mí en este momento… -dije, tratando de liberarme de la presa de su mano.

– Pero Boris… Te necesita. Los dos te necesitamos.

– ¡Escucha: no tienes ni la menor idea! Mis padres, ¿entiendes? ¡Mis padres van a llegar en cualquier momento! ¡Tengo que hacer miles de cosas! ¡No tienes ni idea, ni la menor idea! -Por fin logré zafarme-. Vuelvo enseguida -le dije en tono conciliador por encima del hombro mientras me alejaba por el pasillo-. Volveré en cuanto pueda.

34

Caminaba a toda prisa por el pasillo cuando vi varias figuras de pie junto a la pared, haciendo cola. Miré hacia ellas con más detenimiento y vi unos hombres con monos de cocina que, según me pareció, esperaban su turno para subir a un pequeño armario negro pegado a la pared. Sentí curiosidad y aflojé el paso, y al final me volví y me dirigí hacia ellos.

El armario -pude ver- era alto y estrecho como un armario de escobas, y se hallaba adosado a la pared como a medio metro del suelo. Se subía hasta él por unos cuantos escalones, y por la actitud de quienes esperaban en la cola razoné que se trataba de un urinario o de una fuente. Pero al acercarme vi que el hombre que ocupaba el peldaño de arriba se había inclinado hacia el interior del armario y, con medio cuerpo dentro y el trasero sobresaliéndole del hueco, parecía hurgar afanosamente en lo que había dentro. Los que esperaban en la cola, entretanto, gesticulaban y alzaban la voz para que el hombre terminara de hacer lo que estaba haciendo. Luego, cuando el hombre sacó el cuerpo del armario y miró cautelosamente hacia atrás en busca del escalón primero, alguien de la cola soltó una exclamación y me señaló con el dedo. Las cabezas se volvieron, y al instante siguiente deshicieron la cola y vinieron hacia mí todos juntos. El hombre que había estado en el armario bajó los escalones precipitadamente y, una vez abajo, me invitó a subir al armario.

– Gracias -dije yo-, pero había otros esperando.

Hubo un vocerío de protestas, y sentí que varias manos me empujaban escalones arriba.

La estrecha puerta del armario se había cerrado, y cuando la abrí -se abría hacia fuera, y hube de echarme hacia atrás y mantener precariamente el equilibrio sobre el escalón de arriba- me quedé perplejo: estaba contemplando la vasta sala de conciertos desde una gran altura. El armario no tenía fondo, y, de haberlo deseado, habría podido cometer la temeridad de asomarme, estirar un poco el cuerpo y tocar el techo del auditórium. La vista era, ciertamente, espectacular, pero todo aquel artificio del armario que miraba al auditórium se me antojó una insensatez peligrosa. El armario, de hecho, se inclinaba ligeramente hacia adelante, obligando al mirón osado a resbalar un poco hacia el abismo. Sólo se facilitaba una delgada cuerda que, atada a la cintura, evitaría que el mirón osado cayera encima de los espectadores del patio de butacas. No lograba encontrar justificación alguna para aquel armario (salvo que formara parte de algún sistema para colgar de lo alto del recinto banderas u otros elementos de gala).

Fui introduciendo con prudencia los pies en el armario, y luego, asiéndome con fuerza a las jambas de la puerta, eché una mirada a la vista que se extendía bajo mis pies.

Unas tres cuartas partes del aforo se hallaban ya ocupadas, pero las luces seguían encendidas y la gente charlaba y se saludaba a lo largo y ancho de la sala. Algunos agitaban la mano para enviar saludos a puntos distantes del auditórium, otros se agolpaban en los pasillos, conversando y riendo. Y, entretanto, los invitados seguían afluyendo por las dos entradas principales. En el foso de la orquesta, los relucientes atriles dispuestos en hileras reflejaban la intensa luz ambiental, y en el escenario -el telón estaba abierto- se veía un solitario piano de cola con la tapa levantada. Mientras miraba el piano en el que habría de ofrecer la más importante de las actuaciones de la velada, vino a mi mente el pensamiento de que lo que estaba haciendo en aquel momento era lo más cercano a una inspección de las condiciones de aquella sala de conciertos que llegaría a realizar nunca, y de nuevo sentí la frustración respecto al modo en que había organizado mi tiempo desde mi llegada a la ciudad.

Entonces, mientras seguía mirando, vi que Stephan Hoffman salía al escenario desde bastidores. No había habido anuncio alguno, y las luces no se habían atenuado lo más mínimo. Las maneras de Stephan, además, carecían del menor sentido de la ceremonia. Se acercó al piano con paso vivo y aire preocupado, sin mirar al auditorio. No era extraño, pues, que los asistentes no mostraran sino una vaga y fugaz curiosidad ante su presencia en el escenario, y que siguieran charlando y saludándose y riendo. Cuando acometió los primeros y «explosivos» acordes de Glass Passions , ciertamente, los asistentes mostraron cierta sorpresa, pero la mayoría de ellos, incluso entonces, se limitó a pensar que aquel joven no estaba sino probando el piano o comprobando el sistema de amplificación. Luego, tras los compases primeros de la pieza, algo pareció centrar la atención de Stephan, porque su interpretación perdió toda intensidad (como si alguien hubiera arrancado de pronto un enchufe de su toma de corriente)… Su mirada estaba siguiendo algo que se desplazaba entre los asistentes, y en un momento dado llegó a tener la cabeza volteada en dirección opuesta al piano. Entonces caí en la cuenta de que miraba hacia un par de figuras que abandonaban la sala de conciertos, y asomándome un poco más alcancé a ver cómo Hoffman y su esposa llegaban a un extremo de la sala y salían de mi campo de visión.

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