Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Brodsky seguía mirándose la pernera.

– Va a ser fantástico, Ryder -dijo con voz suave-. Va a ver… Ella, por fin, va a ver…

33

En las inmediaciones del camerino de Gustav, la situación apenas había cambiado durante mi ausencia. Los mozos de hotel, que quizá se habían alejado un poco más de la puerta, se habían agrupado junto a la pared opuesta del pasillo y conferenciaban en voz baja. Sophie, sin embargo, seguía prácticamente igual a como la había visto al marcharme, con el paquete entre los brazos, mirando a través de la puerta entreabierta. Al ver que me acercaba, uno de los maleteros vino hacia mí y me dijo en un susurro:

– Sigue aguantando bien, señor. Pero Josef se ha ido a buscar al médico. Hemos decidido que no podemos demorarlo más.

Asentí con la cabeza, y luego le pregunté en voz baja, mirando hacia Sophie:

– ¿Ha entrado en algún momento?

– Aún no, señor. Aunque estoy seguro de que la señorita Sophie no tardará en hacerlo.

Ambos nos quedamos mirándola unos segundos.

– ¿Y Boris? -pregunté.

– Oh, él ha entrado varias veces.

– ¿Varias veces?

– Oh, sí. Ahora mismo está dentro.

Volví a asentir, y luego me acerqué a Sophie. No se había percatado de mi vuelta, y al sentir que le tocaba con suavidad el hombro dio un respingo. Luego rió y dijo:

– Está ahí dentro. Papá.

– Sí.

Cambió ligeramente de postura, y se inclinó hacia un lado como tratando de ver mejor a través de la abertura de la puerta.

– ¿No vas a darle el abrigo? -le pregunté.

Sophie miró el abrigo, y dijo:

– Oh, sí. Sí, sí. Estaba a punto de…

Dejó la frase sin terminar y volvió a inclinarse hacia un lado. Luego llamó:

– ¿Boris? ¡Boris! Sal un momento.

Al cabo de unos segundos Boris apareció en el umbral, muy sereno, y cerró la puerta a su espalda.

– ¿Y bien? -preguntó Sophie.

Boris me dirigió una rápida mirada. Luego, volviéndose a su madre, dijo:

– El abuelo dice que lo siente. Dice que te diga que lo siente.

– ¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que ha dicho?

Una sombra de incertidumbre cruzó el semblante del chico. Pero al cabo dijo en tono tranquilizador:

– Entraré otra vez. Va a decirme más.

– Pero ¿eso ha sido todo lo que te ha dicho hasta ahora? ¿Que lo siente?

– No te preocupes. Voy a volver a entrar.

– Espera un momento. -Sophie empezó a rasgar el papel que envolvía el abrigo-. Llévale esto al abuelo. Dáselo. Y mira si le queda bien. Dile que, si no le queda bien, puedo arreglárselo.

Dejó caer el papel roto al suelo, y levantó el abrigo. Era un abrigo marrón oscuro. Boris lo cogió sin protestar y entró en el camerino. Tal vez a causa de lo abultado de la prenda -sus pequeños brazos apenas podían abarcarla-, dejó la puerta a medio abrir a su espalda, y nada más hacerlo nos llegó un murmullo de voces del interior del camerino. Sophie no se movió de su sitio, pero vi que aguzaba el oído para captar lo que decían. A nuestra espalda, los mozos seguían manteniendo una respetuosa distancia, pero pude ver que también ellos miraban con ansiedad hacia la puerta.

Transcurrieron unos minutos, y finalmente salió Boris.

– El abuelo dice que muchas gracias -le dijo a Sophie-. Que está muy contento. Dice que está muy contento.

– ¿Eso es todo?

– Ha dicho que está muy contento. Antes no se sentía muy a gusto, pero ahora que le he dado el abrigo dice que significa mucho para él. -Boris miró hacia atrás, y luego de nuevo a su madre-. Dice que está muy contento con el abrigo.

– ¿Eso es todo lo que ha dicho? ¿No ha dicho nada de…, nada sobre si le queda bien y demás? ¿Si le ha gustado el color?

Yo estaba mirando a Sophie, y por tanto no pude ver con precisión lo que Boris hizo a continuación. Pero no me pareció que hiciera nada especial, aparte de callar unos instantes para buscar una respuesta a las insistentes preguntas de su madre. Pero Sophie, de pronto, dijo a gritos:

– ¿Por qué haces eso?

El chico se quedó mirándola, desconcertado.

– ¿Por qué estás haciendo eso? Sabes a lo que me refiero. ¡Esto! ¡Esto! -Cogió a su hijo por el hombro y comenzó a sacudirlo con violencia-. ¡Igual que su abuelo! -dijo, volviéndose hacia mí-. ¡Le copia! -Luego se volvió a los mozos de hotel, que miraban la escena con sobresalto, y dijo-: ¡De su abuelo! De ahí lo ha sacado. Ya sabéis, eso que hace con el hombro… Tan ufano, tan satisfecho de sí mismo. ¿Lo veis? ¡Exactamente igual que su abuelo! -Miró airadamente a Boris, y continuó sacudiéndolo-. Oh, así que piensas que eres muy importante, ¿eh?, ¿eso piensas?

Boris se zafó de la presa de su madre y retrocedió con paso vacilante.

– ¿Lo has visto? -me preguntó Sophie-. ¿Has visto eso que hace siempre? Igualito que su abuelo.

Boris se alejó de nosotros unos pasos más. Luego, agachándose, recogió la cartera-maletín de médico del suelo y se la llevó al pecho en ademán defensivo. Pensé que iba a echarse a llorar, pero consiguió contenerse en el último momento.

– No te preocupes… -empezó a decir, pero se quedó callado. Se subió la cartera negra a la parte alta del pecho, y dijo-: No te preocupes. Voy a…, voy a… -Dejó la frase a medias y miró a su alrededor. La puerta del camerino contiguo se hallaba apenas a unos pasos a su espalda, y el chico se volvió con rapidez, se metió en el camerino y cerró la puerta de un portazo.

– ¿Estás loca? -le dije a Sophie-. El chico ya está bastante afectado con lo de su abuelo.

Sophie se quedó callada. Después suspiró, y fue hasta la puerta del camerino donde había entrado Boris. Llamó, y luego entró.

Oí que Boris decía algo, pero aunque Sophie había dejado la puerta abierta no pude entender lo que decía.

– Lo siento -oí que respondía Sophie-. No quería hacerte eso…

Boris volvió a hablar, pero tampoco alcancé a entender lo que decía.

– No, no, está bien -dijo Sophie en tono afectuoso-. Has estado maravilloso. -Luego, tras una pausa, añadió-: Ahora voy a ir a hablar con tu abuelo. Tengo que hacerlo.

Boris dijo algo más.

– Sí, de acuerdo -dijo Sophie-. Le diré que entre y que se quede esperando contigo.

El chico, entonces, empezó a decir algo más extenso, pero Sophie no tardó en interrumpirle:

– No, no lo hará. Será amable contigo. No, te lo prometo. Hazme caso. Le diré que entre. Pero ahora tengo que ir a hablar con el abuelo. Antes de que llegue el médico.

Sophie salió del camerino y cerró la puerta. Vino hasta mí, y me dijo con voz muy calma:

– Por favor, entra y espera con él. Está muy disgustado. Yo tengo que ir a hablar con papá. -Luego, antes de que pudiera siquiera moverme, me puso una mano en el brazo y dijo-: Por favor, vuelve a ser cariñoso con él. Como antes. Lo echa tanto en falta.

– Perdona, pero no sé a qué te refieres. Si está disgustado, es porque tú…

– Por favor -dijo Sophie-. Puede que yo tenga la culpa de todo lo que está pasando entre nosotros, pero ya basta. Por favor, entra ahí dentro y siéntate con él.

– Pues claro que me voy a sentar con él… -dije con frialdad-. ¿Por qué no? Será mejor que vayas a hablar con tu padre. Lo más seguro es que lo haya oído todo.

Entré en el camerino donde se había refugiado Boris, y me sorprendió ver que no se parecía en nada a los demás camerinos que había visto en el pasillo. De hecho era mucho más parecido a un aula, con hileras de pequeños pupitres y sillas y, frente a ellas, una gran pizarra. El recinto era espacioso, y estaba pobremente iluminado y lleno de espesas sombras. Boris estaba sentado en uno de los pupitres del fondo, y cuando entré alzó los ojos y me dirigió una rápida mirada. No le dije nada, y me puse a mirar a mi alrededor.

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