Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Al mirar hacia donde me indicaba, no pude evitar fijar la vista con espanto en su pernera izquierda: estaba atada con un nudo justo por debajo del muslo.

– Señor Brodsky -dije, forzándome a mirar de nuevo hacia arriba-. No puede sentirse tan bien como dice. ¿Va a tener la energía necesaria para dirigir la orquesta esta noche?

– Sí, sí. Me siento perfectamente. La dirigiré y será…, será fantástico. Todo saldrá como siempre he sabido que saldría. Y

ella verá…, lo comprobará con sus propios ojos y oídos. Verá que todos estos años…, que no he sido el necio que parecía. Que durante todos estos años todo ha estado en mi interior, esperando. Esta noche va a ver quién soy, Ryder. Será fantástico.

– ¿Se refiere a la señorita Collins? ¿Va a venir?

– Va a venir. Va a venir. Oh, sí, sí. Él ha hecho todo lo que ha podido para impedirlo, la ha asustado, pero ella va a venir, oh, sí… He visto su juego, el de ese tipo. Sí, Ryder, he ido al apartamento de ella, he tenido que caminar mucho, ha sido muy duro, pero al final ha aparecido ese hombre, ese buen hombre de ahí… -miró a su alrededor e hizo un gesto vago en dirección a alguien-, con una furgoneta. Hemos ido a su apartamento, he llamado a la puerta, una y otra vez… Y alguien, un vecino, ha creído que era como antes. Ya sabe, solía hacerlo, llamar y llamar a su puerta de noche, y los vecinos avisaban a la policía. Pero le he dicho, no, no sea imbécil, ya no estoy borracho. He tenido un accidente, y estoy sobrio. Tengo la cabeza perfectamente. Se lo he dicho a gritos, a ese vecino, a ese viejo gordo. Ahora estoy perfectamente lúcido y veo lo que ese tipo ha estado haciendo todo este tiempo. Eso es lo que le he gritado al viejo gordo. Y entonces ella se ha acercado a la puerta, sí, ella, ha ido hasta la puerta, y me ha oído hablar con el vecino, y la he visto a través del cristal, sin saber qué hacer, y he dejado de hablar con el vecino y me he puesto a hablarle a ella. Me ha escuchado, y al principio no quería abrirme la puerta, pero le he dicho, escucha, he tenido un accidente, y entonces me ha abierto la puerta. ¿Dónde diablos está ese sastre? ¿Adonde se ha ido? Tenía que tenerme el traje listo.

Brodsky miró a su alrededor, y una voz de la última fila del grupo dijo:

– No tardará, señor Brodsky. Bueno, ya está aquí.

Apareció un hombre menudo con una cinta métrica, y empezó a tomarle las medidas.

– Vamos, vamos… -masculló Brodsky con impaciencia. Luego, dirigiéndose a mí, dijo-: No tengo traje de etiqueta. Me tenían uno preparado; me lo llevaron a casa, dicen. Quién sabe… He tenido ese accidente, y no tengo ni idea de dónde puede estar. Tienen que proporcionarme otro. Un traje de etiqueta y una camisa de frac; esta noche quiero lo mejor. Va a ver lo que he guardado en mi interior todos estos años…

– Señor Brodsky -dije-. Me estaba contando lo de la señorita Collins. ¿Cree haberla convencido para que venga al auditórium esta noche?

– Oh, sí, va a venir. Lo ha prometido. No va a romper su promesa por segunda vez. No ha venido al cementerio. He esperado y esperado, pero no ha venido. Pero no ha sido culpa suya. Ha sido él, el director del hotel: la ha asustado. Pero yo le he dicho que ya es tarde para andar con miedos. Hemos tenido miedo toda la vida y ya es hora de que empecemos a ser valientes. Al principio no me escuchaba. No paraba de decirme: «¿Qué has hecho?» No estaba como normalmente suele estar, estaba casi llorando, con las manos en la cara, casi llorando, sin importarle que los vecinos pudieran estar escuchando… A esas horas de la noche y diciéndome, Leo, Leo…, sí, me llama así ahora, Leo, ¿qué te has hecho en la pierna? Esa sangre… No es nada, le he dicho, no importa. Un accidente, pero pasaba por allí un médico, ya no importa, le he dicho, lo que de verdad importa es que vengas esta noche a la sala de conciertos. No hagas caso de lo que te diga ese miserable del hotel, ese…, ese botones. Queda muy poco tiempo… Esta noche va a ver de lo que soy capaz. Todos estos años…, no soy el necio que ella pensaba que era. Y ella decía que no podía venir, que no estaba preparada, y que además, me ha dicho, volverían a abrírsele todas esas heridas. Y yo le he dicho que no hiciera caso a ese botones, a ese portero de hotel, que ya es demasiado tarde para eso. Y ella me señalaba la pierna y decía, pero ¿qué te ha pasado?, estás sangrando, y yo le he dicho que no importaba, y entonces le he gritado. No importa, le he gritado. ¿Es que no te das cuenta? ¡Tengo que conseguir que vengas! ¡Tienes que venir! ¡Tienes que verlo por ti misma, tienes que venir! Entonces he visto que se ha dado cuenta de lo en serio que hablaba. He visto sus ojos; he visto cómo cambiaban las cosas en el fondo de sus ojos, cómo el miedo se esfumaba, cómo algo cobraba vida, y he sabido que al fin había vencido, que ese limpiarretretes de hotel había perdido la partida. Y le he dicho, ya con mucha suavidad, le he dicho: «¿Así que vienes?» Y ella ha asentido con la cabeza, con calma, y he sabido que podía confiar en ella. Ni una sombra de duda, Ryder. Ha asentido y he sabido que podía confiar en ella, y me he dado media vuelta y me he marchado. Y he venido aquí…, este buen hombre, ¿dónde está?, me ha traído en su furgoneta. Pero habría venido andando, no estoy tan mal como podría pensarse.

– Pero, señor Brodsky -dije-. ¿Está seguro de encontrarse lo bastante bien como para subir al escenario? Acaba de sufrir un terrible accidente…

No lo pretendía, claro está, pero mi mención de su estado desencadenó un nuevo griterío. El cirujano se abrió paso hasta donde estábamos Brodsky y yo y, alzando la voz por encima de los otros, se golpeó la palma de la mano con el puño para dar más fuerza a sus palabras.

– ¡Señor Brodsky, insisto! ¡Debe descansar, aunque sólo sea unos minutos!

– Estoy bien, estoy bien. ¡Déjeme en paz! -gritó Brodsky, y echó a andar por el pasillo. Luego, volviéndose hacia mí, que me había quedado donde estaba, dijo-: Si ve a ese botones, Ryder, dígale que estoy aquí. Dígaselo. Se pensaba que no iba a llegar, se pensaba que soy una caca de perro… Dígale que estoy aquí. Y verá cómo le sienta.

Dicho lo cual, Brodsky prosiguió su marcha por el pasillo seguido por el tropel vociferante.

Eché a andar en la dirección contraria, atento al menor rastro de Hoffinan. Ahora había menos miembros de la orquesta en el pasillo, y la mayoría de las puertas estaban cerradas. En un momento dado, pensaba en volver sobre mis pasos y mirar más detenidamente a través de las puertas que permanecían aún abiertas cuando, un poco más adelante, divisé al fin la figura de Hoffman.

Estaba de espaldas, y avanzaba por el pasillo despacio, con la cabeza baja. Aunque me hallaba demasiado lejos para poder oírle, no había duda de que seguía ensayando su pequeña alocución. Apreté el paso para alcanzarle, y de pronto vi que su cuerpo se proyectaba hacia adelante como un resorte. Pensé que iba a caer de bruces, pero enseguida me di cuenta de que estaba practicando una vez más la extraña operación que le había visto ejecutar ante el espejo del camerino de Brodsky. Inclinado hacia adelante, levantó el brazo en ángulo, con el codo en punta, y empezó a darse puñetazos en la frente. Seguía haciéndolo cuando llegué hasta él por la espalda y solté una tosecilla. Hoffman se irguió de un respingo, y se volvió.

– Ah, señor Ryder. Por favor, no se preocupe. Estoy seguro de que el señor Brodsky llegará en cualquier momento.

– En efecto, señor Hoffman. Y, de hecho, si estaba usted ensayando su discurso de petición de disculpas por la incomparecencia del señor Brodsky, me complace informarle de que ya no será necesario. El señor Brodsky está ya aquí. -Hice un gesto en la dirección opuesta del pasillo-. Acaba de llegar.

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