Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Vi que Sophie y Boris contemplaban la escena con creciente impaciencia.

– Disculpe -susurré, y eché a andar hacia adelante. A nuestra espalda, el grupo volvió a reír ahogadamente, pero decidí no mirar atrás.

Por fin amainó el bullicio, y poco después vimos a los mozos de hotel congregados al fondo del pasillo, junto a la puerta del último camerino. Sophie apretó el paso, pero cuando ya nos había adelantado cierto trecho se detuvo. Los maleteros, por su parte, al percatarse de nuestra llegada, se apartaron hacia los lados para dejarnos paso, y uno de ellos -un hombre nervudo con bigote al que recordaba del Café de Hungría- se acercó a nosotros. Parecía indeciso, y al principio se dirigió sólo a mí:

– Está aguantando bien, señor. Está aguantando bien. -Luego se volvió a Sophie, y bajando la mirada, dijo en voz baja-: Está aguantando bien, señorita Sophie.

Sophie, al principio, no respondió; se limitó a pasar junto a los mozos en dirección a la puerta entreabierta del camerino. Pero luego dijo de pronto, como para justificar su presencia allí:

– Le he traído algo. Aquí lo tengo. -Levantó el paquete-. Le he traído esto.

Alguien llamó a la puerta del camerino, y al punto aparecieron en el umbral dos maleteros. Sophie no dijo nada, y por espacio de unos segundos nadie pareció estar muy seguro de lo que decir o hacer a continuación. Entonces Boris se abrió paso hasta la puerta y alzó al aire el maletín negro.

– Por favor, caballeros -dijo-. Háganse a un lado, por favor. A un lado, por favor.

Les indicaba que se apartaran de la puerta. Los dos hombres que acababan de salir permanecieron en el umbral con expresión perpleja, mientras Boris les hacía señas con impaciencia.

– ¡Caballeros! ¡Háganse a un lado, por favor!

Cuando hubo logrado despejar un razonable espacio frente al camerino, Boris se volvió y miró a su madre. Sophie avanzó unos pasos hacia la puerta, pero se detuvo de nuevo. Fijó la mirada en ella -los dos mozos la habían dejado medio abierta- con expresión de cierto recelo. De nuevo nadie parecía saber qué hacer, y de nuevo fue Boris quien rompió el silencio.

– Mamá, espera aquí -dijo.

Y acto seguido se volvió y desapareció en el interior del camerino.

Vi que Sophie se tranquilizaba. Avanzó unos pasos hacia la puerta y -casi como al desgaire- se inclinó un poco hacia adelante para comprobar si podía vislumbrar algo del interior del camerino. Al ver que Boris había dejado la puerta casi cerrada por completo, se enderezó y se quedó allí de pie, esperando, como en la cola de un autobús, con el paquete entre los brazos.

Boris salió al cabo de unos minutos. Con su gran cartera-maletín de médico aún en la mano, cerró con cuidado la puerta a su espalda.

– El abuelo dice que está muy contento de que hayamos venido -dijo en tono suave, mirando a su madre-. Está muy contento.

Siguió mirando con fijeza la cara de su madre, y al principio me extrañó sobremanera la forma en que lo hacía. Pero luego caí en la cuenta de que aguardaba a que Sophie le diera un mensaje, que él transmitiría al instante volviendo a entrar en el camerino. Y, en efecto, Sophie se quedó unos segundos pensativa y al cabo dijo:

– Dile que le he traído una cosa. Un regalo. Que se lo voy a llevar yo misma enseguida. Que… Que me estoy preparando.

Cuando Boris desapareció de nuevo en el interior del camerino, Sophie se colocó el paquete encima de un brazo y con el otro comenzó a alisar las arrugas del suave papel castaño. Tal vez tuviera que ver con la palmaria inutilidad de aquel gesto, pero el caso es que me acordé de pronto de los asuntos que me quedaban por atender. Me acordé, por ejemplo, de que aún tenía que inspeccionar las instalaciones del auditórium, y de que mis posibilidades de poder hacerlo con algún viso de provecho disminuían por momentos.

– Volveré enseguida -le dije a Sophie-. Hay algo de lo que debo ocuparme.

Ella siguió alisando las arrugas del paquete y no me respondió. Me disponía a repetírselo con más fuerza cuando, pensándolo mejor, decidí no atraer la atención sobre mi persona de forma innecesaria, y salí apresurada y discretamente en busca de Hoffman.

32

Había recorrido un trecho del pasillo cuando, un poco más adelante, vi un gran revuelo. Como una docena de personas se estaban gritando y empujando en medio de grandes gesticulaciones, y mi primer pensamiento fue que, a causa de la tensión creciente, había estallado una reyerta entre los empleados del servicio de cocinas. Pero luego advertí que el ruidoso tropel se iba acercando hacia mí despacio y que el grupo lo integraba una curiosa mezcla de personas. Unas vestían traje de etiqueta, y otras -con anoraks, gabardinas y pantalones vaqueros- parecían recién llegadas de la calle. Pude ver entre ellos, asimismo, a algunos miembros de la orquesta.

Uno de quienes más gritaban era un hombre cuya cara me resultaba familiar, y estaba tratando de identificar dónde lo había conocido cuando le oí protestar a voz en cuello:

– ¡Señor Brodsky, insisto!

Y entonces reconocí al cirujano de pelo gris que había conocido poco antes en el bosque, y caí en la cuenta de que, en efecto, en el centro del grupo, avanzando por el pasillo despacio pero con expresión de terca determinación, estaba el señor Brodsky. Tenía un aire cadavérico. E increíblemente pálida y arrugada la piel de cara y cuello.

– ¡Pero dice que está bien! ¿Por qué no le deja decidir por sí mismo? -le replicó a gritos un hombre de mediana edad con esmoquin. Un coro de voces respaldó de inmediato esta proposición, que fue rebatida a su vez por un coro adverso.

Entretanto, Brodsky seguía avanzando lentamente por el pasillo, haciendo caso omiso de la conmoción creada en torno a su persona. Al principio daba la impresión de que era llevado en volandas por el grupo, pero cuando estuvo más cerca vi que caminaba él solo con la ayuda de una muleta. Algo había en aquella muleta que me hizo mirarla con más detenimiento, y entonces vi que en realidad se trataba de una tabla de planchar plegada que el señor Brodsky llevaba verticalmente bajo la axila.

Mientras yo contemplaba la escena, la gente fue reparando poco a poco en mi presencia, y callándose en señal de respeto, de modo que, a medida que se acercaba, el grupo se iba haciendo más silencioso. El cirujano, sin embargo, seguía lanzando grandes gritos:

– ¡Señor Brodsky! Su cuerpo acaba de sufrir un gran shock. ¡Debo insistir en que se siente y descanse!

Brodsky miraba hacia abajo, tratando de concentrarse en cada paso, y al principio no pareció reparar en mi presencia. Luego, advirtiendo cierto cambio de talante a su alrededor, alzó la mirada.

– Ah, Ryder -dijo-. Aquí me tiene.

– Señor Brodsky. ¿Cómo se siente?

– Estoy bien -dijo, muy tranquilo.

El grupo se había apartado un poco, y Brodsky pudo recorrer con mayor facilidad el trecho que nos separaba. Cuando alabé cómo había llegado a dominar el arte de caminar con muleta en tan poco tiempo, miró la tabla de planchar como si acabara de recordar que la llevaba.

– Ha dado la casualidad de que el hombre que me ha traído -dijo-, llevaba esto, esta cosa, en la trasera de su furgoneta. No está tan mal. Es resistente, y me permite andar perfectamente. Pero ya ve, tiene un problema, Ryder. Tiende a abrirse. Mire.

La sacudió un poco con el brazo y, efectivamente, la tabla empezó a abrirse. Un tope impedía que siguiera abriéndose, pero comprendí que el continuo desplegarse hasta aquel punto tenía que resultarle harto enojoso.

– Necesito un cordel para sujetarla -dijo Brodsky, un tanto triste-. Un trozo de cuerda o algo. Pero no hay tiempo para ocuparse de eso.

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