– Señor Brodsky -dije, interrumpiéndole-. Hay un cirujano aquí. Va a tener que someterle a una operación. Puede que le duela.
– Ayúdeme, Ryder. Ayúdeme a ponerme en contacto con ella. Su coche. Sí, en su coche. Lléveme. Lléveme a verla. Estará en ese apartamento… Lo odio. Cómo lo odio. Solía quedarme en la calle, enfrente. Lléveme a verla, Ryder. Lléveme ahora mismo.
– Señor Brodsky, creo que no se da usted cuenta de su estado. No hay tiempo que perder. De hecho le he prometido al cirujano que buscaría en el maletero. Volveré en un momento.
– Está tan asustada… Pero aún no es demasiado tarde. Podríamos tener un animal. No, ahora eso no importa; lo del animal ahora no importa. Que vaya a la sala de conciertos. Eso es todo lo que pido. Que vaya a la sala de conciertos. Eso es todo lo que pido…
Dejé a Brodsky y fui hasta el coche. Abrí el maletero, y vi que estaba lleno de cosas amontonadas y revueltas. Había una silla rota, unas botas de goma, unas cuantas cajas alargadas de plástico… Luego vi una linterna, y cuando la encendí para buscar mejor descubrí en un rincón una pequeña sierra para metales. Parecía un poco grasienta, pero al pasar un dedo por la hoja comprobé que tenía los dientes afilados. Cerré el maletero y fui hasta el grupo, que seguía hablando alrededor de la cocina de camping. Al acercarme oí que el cirujano estaba diciendo:
– La obstetricia es una especialidad anodina hoy día. No es como cuando estudiaba la carrera…
– Disculpe -dije-, he encontrado esto.
– Ah -dijo el cirujano, volviéndose-. Gracias. ¿Ha hablado ya con el señor Brodsky? Muy bien.
De pronto sentí una intensa rabia por haberme dejado implicar en todo aquel asunto, y, quizá un tanto irritado, dije:
– ¿Es que en esta ciudad no hay medios suficientes para hacer frente a eventualidades como ésta?
– Hemos llamado hace ya una hora -dijo Geoffrey Saunders-. Desde aquella cabina. Desgraciadamente, esta noche no hay muchas ambulancias disponibles a causa de la gran velada que está a punto de celebrarse en el auditórium.
Miré hacia donde señalaba Saunders y vi que, efectivamente, a cierta distancia de la carretera, casi donde empezaba la espesura, había una cabina telefónica. Al verla recordé de pronto el urgente asunto que me había traído hasta allí, y se me ocurrió telefonear a Sophie, ya que de ese modo podría no sólo avisarla de lo que sucedía sino asimismo preguntarle cómo llegar hasta su apartamento.
– Si me disculpan un momento… -dije, encaminándome hacia la cabina-. Tengo que hacer una llamada urgente.
Caminé hasta los árboles y entré en la cabina. Mientras me hurgaba en los bolsillos en busca de unas monedas, vi que el cirujano se acercaba despacio hacia Brodsky, con la sierra oculta a su espalda. Geoffrey Saunders y los otros se habían quedado atrás, y se movían en círculos con aire inquieto, mirando dentro de sus jarras metálicas o en dirección a sus zapatos. El cirujano, entonces, se volvió y les dijo algo, y dos de ellos, Geoffrey Saunders y un joven con cazadora de cuero marrón, le siguieron de mala gana. Luego, al llegar a donde estaba Brodsky, se quedaron mirándolo con expresión sombría.
Dejé de mirarles y marqué el número de Sophie. La señal sonó varias veces, y al cabo Sophie descolgó el teléfono con voz soñolienta y un tanto alarmada. Aspiré profundamente.
– Escucha -dije-. No pareces darte cuenta de la presión que estoy soportando en estos momentos. ¿Te crees que es fácil para mí? Ya no me queda casi tiempo y ni siquiera dispongo de un segundo para inspeccionar la sala de conciertos. Y en cambio aquí me tienes, ocupado en todas esas cosas que la gente espera de mí. ¿Crees que ésta es para mí una noche fácil? ¿Te das cuenta de la noche que es? Mis padres van a estar en el auditórium. ¡Exactamente! ¡Por fin vienen! ¡Esta noche! ¡Puede que hasta estén ya allí! Y mira lo que está pasando. ¿Me dejan las manos libres para que me prepare? No, me abruman con una cosa tras otra. Con ese maldito turno de preguntas y respuestas, por ejemplo. Han llevado incluso un marcador electrónico. ¿No es increíble? ¿Qué esperan de mí? Esa gente da por descontadas muchas cosas. ¿Qué esperan de mí, precisamente esta noche? Pero es lo mismo que en todas partes. Lo esperan todo de mí. Y puede que luego hasta la tomen conmigo, no me extrañaría nada. Cuando no estén contentos con mis respuestas, la tomarán conmigo. Y ¿qué va a ser de mí entonces? Puede que no pueda ni llegar al piano. O que mis padres se marchen en cuanto la gente se vuelva contra mí…
– Oye, tranquilízate -dijo Sophie-. Todo va a ir bien. No van a tomarla contigo. Siempre dices que la van a tomar contigo, y hasta el momento nadie, ni una sola persona en todos estos años, la ha tomado contigo.
– Pero ¿es que no entiendes lo que te estoy diciendo? Ésta no es una noche cualquiera. Vienen mis padres. Si la gente se vuelve contra mí, será…, será…
– Nadie va a volverse contra ti -me interrumpió de nuevo Sophie-. Siempre dices lo mismo. Llamas desde todos los rincones del mundo para decírmelo. Cuando te pones así, siempre haces lo mismo. Que van a volverse contra ti, que van a «descubrirte». ¿Y qué sucede realmente? Que horas después vuelves a llamarme para decirme que estás tan tranquilo y satisfecho. Y te pregunto qué tal ha ido todo, y tú pareces hasta sorprendido de que te lo pregunte. «Oh, perfectamente», me dices. Siempre es lo mismo, y luego te pones a hablar de otras cosas como si lo anterior no mereciera ni el más mínimo comentario…
– Un momento. ¿A qué te refieres? ¿A qué llamadas telefónicas te refieres? ¿Te das cuenta de las molestias que me tomo para hacértelas? A veces estoy terriblemente ocupado, y sin embargo encuentro un hueco en mi apretada agenda para llamarte, para asegurarme de que estás bien. Y las más de las veces eres tú la que aprovechas la llamada para contarme tus problemas. ¿Qué es lo que pretendes al decir que te digo todas esas cosas…?
– De nada sirve hablar de ello ahora… Lo que quiero decir es que todo va a salir bien esta noche.
– Para ti es muy fácil decir eso. Eres como todos los demás. Lo das todo por hecho. Piensas que lo único que tengo que hacer es salir al escenario, y que lo demás se da por añadidura… -De pronto me acordé de Gustav tendido en el colchón de aquel camerino desnudo, y callé al instante.
– ¿Qué pasa? -preguntó Sophie.
Seguí unos cuantos segundos poniendo en orden mis pensamientos, y al final dije:
– Escucha, hay algo que debo decirte. Son malas noticias. Lo siento.
Sophie guardó silencio.
– Tu padre -dije-. Se ha puesto enfermo. Está en la sala de conciertos. Tienes que venir inmediatamente.
Hice otra pausa, pero Sophie siguió en silencio.
– Está aguantando bien -continué al cabo de un momento-. Pero tienes que venir inmediatamente. Boris también. De hecho te llamaba para eso. Tengo un coche. Voy de camino a recogeros.
La línea siguió muda durante una eternidad. Y al cabo Sophie dijo:
– Siento lo de anoche. Me refiero a lo de la Karwinsky Gallery. -Calló. Pensé que iba a guardar silencio otro largo rato, pero continuó enseguida-: Estuve patética. No tienes por qué fingir. Sé que estuve patética. No sé lo que me pasa, pero no consigo desenvolverme normalmente en situaciones como ésa. Voy a tener que asumirlo. Nunca seré capaz de viajar contigo de ciudad en ciudad, de acompañarte en esas giras. No puedo hacerlo. Lo siento.
– Pero ¿qué importa eso? -dije con delicadeza-. La galería de anoche… Ya la he olvidado por completo. ¿A quién le importa la impresión que hayas podido causar a gente de ese tipo? Eran horribles; todos ellos. Y tú fuiste, con mucho, la mujer más bella de todas las presentes.
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