Había un gran garabato en la pizarra, y me pregunté vagamente si lo habría hecho Boris. Luego, mientras seguía paseándome entre los pupitres vacíos, mirando los gráficos y los mapas que colgaban de las paredes, el chico dejó escapar un hondo suspiro. Miré hacia él y vi que se había colocado la cartera en el regazo, y que hurgaba en su interior en busca de algo. Al final sacó un libro grande y lo puso sobre el tablero del pupitre.
Me volví y seguí moviéndome por el aula. Cuando le volví a mirar, vi que pasaba las hojas con expresión de arrobamiento, y caí en la cuenta de que de nuevo estaba hojeando el manual del «hombre mañoso». Sentí una gran irritación, y me volví para mirar un póster que advertía sobre los peligros de la proliferación de los disolventes químicos. Y oí que Boris decía a mi espalda:
– Me gusta de veras este libro. Te enseña a hacer de todo.
Había tratado de decirlo como para sí mismo, pero al ver que me hallaba un poco lejos de donde él estaba sentado, había alzado la voz de forma muy forzada. Decidí no responder, y seguí deambulando por el aula.
Al poco Boris volvió a suspirar.
– Mamá se enfada tanto a veces -dijo.
Aparentaba una vez más no dirigirse a mí concretamente, por lo que tampoco respondí. Además, cuando al final me volví hacia él para mirarle, vi que fingía seguir absorto en el libro. Me paseé por el otro extremo del aula y vi, colgada de la pared, una gran hoja de papel con el encabezamiento: «Objetos perdidos.» Seguía una larga lista de avisos, dispuestos en columnas y escritos con letras de lo más variadas, en los que se hacía constar la fecha, el objeto perdido y el nombre del propietario. No sé, pero me pareció divertido, y me puse a estudiar cada caso. Los avisos de la parte superior parecían escritos en serio: la pérdida de una pluma, de una pieza de ajedrez, de una cartera… Pero hacia la mitad de la hoja los avisos fueron haciéndose más y más jocosos. Alguien, por ejemplo, notificaba que había perdido «tres millones de dólares». Otro de los avisos lo firmaba «Gengis Kan», que había perdido «el continente asiático».
– Me gusta de veras este libro -le oí repetir a Boris-. Te enseña a hacer de todo.
Mi paciencia, repentinamente, se agotó: me precipité hacia él y golpeé con la palma el tablero del pupitre.
– ¿Por qué sigues leyendo este libro? -le interrogué-. ¿Qué es lo que te ha dicho tu madre? Que es un regalo maravilloso, supongo. Bueno, pues no lo es. ¿Es eso lo que te ha dicho? ¿Que era un regalo espléndido? ¿Que lo elegí para ti con gran esmero? ¡Míralo! ¡Míralo! -Traté de arrebatarle el libro del regazo, pero Boris se aferró con fuerza a él, y lo protegió con los brazos-. No es más que un viejo manual inservible que alguien iba a tirar… ¿Crees que un libro como éste, que un libraco como éste puede enseñarte algo?
Seguía intentando arrancarle el libro de debajo de los brazos, pero ahora Boris, inclinado sobre el pupitre, lo protegía con el cuerpo. Mantuvo durante todo el tiempo un turbador silencio. Y yo porfié, decidido a quitárselo de una vez por todas.
– Escucha, es un regalo que no sirve para nada. Totalmente inservible. No hay ningún pensamiento en él, ninguna emoción, nada. Ideas manidas, eso es lo que hay en cada página. ¡Y crees que es un regalo maravilloso que yo te he hecho! ¡Dámelo! ¡Dámelo!
Acaso el miedo a que acabara desencuadernándolo hizo que Boris, repentinamente, levantase los brazos y dejase de protegerlo, y al poco me sorprendí asiéndolo por una de las tapas. Boris seguía sin emitir sonido alguno, y empecé a sentir lo absurdo de mi furioso arrebato. Miré el libro, que pendía de mi mano, y lo arrojé hacia el otro extremo del aula. Rebotó sobre un pupitre y fue a caer al suelo en medio de las sombras. Me calmé de inmediato, y respiré profundamente. Cuando volví a mirarlo, Boris estaba sentado, rígido, con la mirada fija en el rincón del aula donde el manual había caído. Luego se levantó y corrió hacia él para recuperarlo. Se hallaba a medio camino, sin embargo, cuando llegó del pasillo la voz de Sophie:
– Boris -llamó, con tono urgente-. Sal un momento.
Boris vaciló un instante, miró una vez más hacia donde había caído el libro, y al final salió del aula.
– Boris -le oí decir a Sophie en el pasillo-, vete a preguntarle al abuelo cómo se siente ahora. Y pregúntale si quiere que le haga algún arreglo al abrigo. Los botones de abajo puede que estén mal. Puede que los faldones se le abran demasiado con el viento, ya sabes, si se queda mucho rato en el puente. Vete y pregúntaselo, pero no te quedes ni le hables mucho. Pregúntaselo, y sal enseguida.
Cuando salí al pasillo, el chico ya había entrado en el camerino de Gustav, y la situación que me encontré se me antojó harto familiar: Sophie de pie, tensa, en el mismo sitio, con la mirada fija en la puerta del camerino; los maleteros un poco más allá, mirando también hacia la puerta con aire preocupado. En el semblante de Sophie, sin embargo, percibí una expresión desolada que no le había visto antes, y de pronto me sentí inundado por una oleada de ternura. Me acerqué a ella y le rodeé los hombros con el brazo.
– Es un momento difícil para todos -dije en tono afectuoso-. Un momento muy difícil.
La atraje hacia mí, pero ella, de pronto, se zafó de mi abrazo y siguió mirando hacia la puerta. Sobresaltado por su rechazo, le dije airadamente:
– Escucha: en momentos como estos, todos tenemos que apoyarnos.
Sophie no respondió, e instantes después Boris salió del camerino de su abuelo.
– El abuelo dice que ese abrigo es justo lo que necesitaba, y que le gusta aún mucho más por ser un regalo de mamá.
Sophie emitió un sonido exasperado.
– Pero ¿no quiere que le haga ningún arreglo? ¿Por qué no me lo dice? El médico está a punto de llegar.
– Dice que…, dice que le encanta el abrigo. Que le parece maravilloso.
– Pregúntale lo de los botones de abajo. Porque si va a pasarse mucho rato encima del puente, con todo ese viento, tendrá que podérselo abrochar como es debido.
Boris pensó en ello unos segundos; luego asintió y volvió a entrar en el camerino.
– Mira -le dije a Sophie-. No pareces darte cuenta de la presión que estoy soportando en estos momentos. ¿Te das cuenta de que voy a tener que salir al escenario dentro de un rato? Tendré que responder a complicadas preguntas sobre el futuro de esta comunidad. Va a haber un marcador electrónico. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Está muy bien que te preocupes de esos botones y demás… Pero ¿te das cuenta de la presión a la que me veo sometido en estos momentos?
Sophie se volvió hacia mí con expresión contristada, y pareció a punto de decirme algo, pero Boris volvió a salir del camerino. Y miró a su madre a la cara, muy serio, sin decir nada.
– Bueno, ¿qué ha dicho? -preguntó Sophie a su hijo.
– Dice que le encanta el abrigo. Dice que le recuerda a un abrigo que mamá tenía cuando era pequeña. Por el color, creo. Dice que tenía el dibujo de un oso… Ese abrigo que mamá tenía de niña.
– ¿Tengo que hacerle algún arreglo? ¿Por qué no me responde llanamente? ¡El médico va a llegar de un momento a otro!
– Parece que no entiendes -le interrumpí-. Hay gente ahí en la sala que depende de mí. Va a haber un marcador electrónico y demás. Quieren que vaya hasta el borde del escenario después de cada pregunta. Es mucha presión. No parece que te…
Oí que Gustav llamaba diciendo algo, y callé. Boris se volvió de inmediato y entró en el camerino, y durante un tiempo interminable Sophie y yo permanecimos allí juntos, esperando a que saliera. Cuando al final lo hizo, el chico no nos miró a ninguno de los dos, sino que pasó de largo y se encaminó hacia el grupo de mozos de hotel.
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