Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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Llevaba el elegante traje de noche negro que le había visto la noche del banquete, y el mismo chai en los hombros. Miraba al hombre calvo con indulgencia, con la cabeza ligeramente ladeada y un dedo pegado a la barbilla. Seguí mirándola unos instantes, pero nada había en su apariencia que autorizara a poner en duda su perfecta serenidad y calma.

Mi atención volvió a centrarse en el ruidoso grupo de antes, y vi que en él se estaban pasando de mano en mano unas cartas. Sólo entonces caí en la cuenta de que el núcleo del grupo lo integraban los borrachos que había conocido en el cine la primera noche de mi estancia en la ciudad, y que acababa de volver a ver en el pasillo hacía un rato.

La partida de cartas se fue haciendo más y más tumultuosa, y al poco todos gritaban y lanzaban vítores y risotadas. El público circundante les dirigía miradas reprobadoras, pero poco después el grueso de los espectadores, gradualmente, fue también poniéndose a charlar, aunque en tono mucho más discreto.

El hombre calvo no parecía darse cuenta de nada, y continuó recitando con vehemencia, uno tras otro, sus poemas. Luego, unos veinte minutos después de su salida al escenario, hizo una pausa y, juntando varias hojas, dijo:

– Y ahora entramos en mi segundo período. Como algunos de ustedes ya saben, mi segundo período fue propiciado por un incidente clave. Un incidente que hizo que ya no me fuera posible utilizar las herramientas creativas que hasta entonces venía utilizando. A saber: el descubrimiento de que mi mujer me había sido infiel.

Bajó la cabeza como si el recuerdo de lo que acababa de confesar aún siguiera mortificándolo. Fue entonces cuando alguien del grupo bullicioso gritó:

– ¡Pues lo que está claro es que utilizaba unas herramientas equivocadas!

Sus compañeros se echaron a reír, y una segunda voz gritó:

– El mal operario siempre echa la culpa a su herramienta.

– Y su mujer también, al parecer -gritó la primera voz.

Tal intercambio de gritos, claramente dirigidos al mayor número de presentes posible, provocó toda una oleada de risitas solapadas. Quién sabe hasta qué punto era consciente de ellas el hombre calvo, pero el caso es que calló, y que, sin mirar a los alborotadores, volvió a hurgar en sus papeles. Tal vez tenía pensado añadir algo a modo de introducción de su segundo período, pero abandonó la idea y acometió de nuevo las recitaciones.

El segundo período poético del hombre calvo no se diferenciaba en nada del primero, y la impaciencia del auditorio crecía por momentos. Hasta el punto de que minutos después, cuando uno de los alborotadores gritó algo que no alcancé a entender, gran parte del auditorio se echó a reír abiertamente. El hombre calvo pareció advertir por vez primera que estaba perdiendo el control del público, y, tras alzar la mirada a mitad de un verso, se quedó quieto, parpadeando frente a las luces, como pasmado. Una de las opciones que se le presentaban era abandonar el escenario. Otra, más digna, habría consistido en leer otros tres o cuatro poemas más antes de retirarse. El hombre calvo, sin embargo, optó por otra salida completamente diferente. Se puso a leer a un ritmo atropellado, despavorido, los poemas que le quedaban, tal vez con intención de dar término a su programa cuanto antes. Lo que consiguió fue no sólo volverse un tanto incoherente, sino insuflar nuevos ánimos a sus enemigos, que ahora lo sabían contra las cuerdas. Los cada vez más numerosos comentarios en voz alta -ya no sólo proferidos por el grupo de alborotadores- eran acogidos con estallidos de risa de un extremo a otro de la sala.

Al final, el hombre calvo hizo un último intento por recuperar el control del auditorio. Dejó la carpeta a un lado y, sin decir palabra, se puso a mirar desde el atril con aire suplicante. El público, que hasta el momento se había estado riendo, se calmó -quizá tanto por curiosidad cuanto por remordimiento- y acabó callándose. Y cuando el hombre calvo volvió a hablar, su voz había recuperado cierta autoridad.

– Les prometí una pequeña sorpresa -dijo-. Hela aquí: un nuevo poema. Lo he terminado la semana pasada. Y lo he compuesto especialmente para esta ocasión. Se titula, sencillamente, «Brodsky el conquistador». Y ahora, si me permiten…

Volvió a revolver en sus papeles, pero ahora el público permaneció en silencio. Al cabo se inclinó hacia adelante y empezó a recitar. Tras los primeros versos, alzó rápidamente la mirada y pareció sorprenderse del silencio reinante. Siguió leyendo, y a medida que lo hacía iba ganando seguridad en sí mismo, y poco después movía las manos con arrogancia para subrayar tal o cual verso clave.

Yo había pensado que el poema sería una especie de retrato global de Brodsky, pero pronto se hizo patente que abordaba únicamente las batallas de Brodsky con el alcohol. Las primeras estrofas trazaban comparaciones entre Brodsky y diversos héroes míticos. Había imágenes de Brodsky arrojando lanzas contra los invasores desde la cima de una colina; de Brodsky luchando cuerpo a cuerpo con una serpiente de mar; de Brodsky encadenado a una roca… El público seguía escuchando en actitud respetuosa, incluso solemne. Miré a la señorita Collins, pero no aprecié en ella ningún cambio de talante. Seguía, como antes, mirando al poeta con expresión interesada, aunque distante, y con un dedo a un lado de la barbilla.

Al cabo de varios minutos, el poema cambió de registro. Abandonó el decorado mítico, y se centró en incidentes reales del pasado reciente de Brodsky, incidentes que -según pude inferir- habían llegado a formar parte de la épica local. La mayoría de las referencias, claro está, eran para mí ininteligibles, pero pude apreciar que tenían por objeto reconsiderar y dignificar el papel de Brodsky en cada episodio. Desde un punto de vista literario, esta parte del poema se me antojó harto superior a la primera, pero la introducción de tales elementos concretos y familiares produjo el efecto de arruinar todo ascendiente que el hombre calvo hubiera podido lograr hasta el momento sobre sus oyentes. Una referencia a la «tragedia del autobús-albergue», por ejemplo, no consiguió sino arrancar un murmullo de risitas, que no hizo sino extenderse cuando el poema abordó el incidente en el que Brodsky «superado en número y cansado de batallar», hubo de «rendirse finalmente tras la cabina telefónica». Pero fue cuando el hombre calvo hizo mención de la «deslumbrante muestra de valentía en la excursión escolar» cuando la sala entera prorrumpió en sonoras carcajadas.

A partir de entonces vi con absoluta claridad que ya nada podría salvar al hombre calvo. Las estrofas finales, dedicadas a loar la recién recuperada sobriedad de Brodsky, fueron acogidas, verso a verso, con auténticos vendavales de carcajadas. Cuando volví a mirar a la señorita Collins, vi que el dedo que mantenía en la barbilla se acariciaba con movimientos rápidos la piel, pero por lo demás no había cambiado de actitud. El hombre calvo, ahora prácticamente inaudible en aquel mar de carcajadas y apostillas, llegó al final del poema y, recogiendo sus papeles con expresión indignada, se retiró del escenario con paso digno. Una parte del auditorio, quizá juzgando que las cosas habían ido demasiado lejos, aplaudió con generosidad la intervención del hombre calvo.

Durante los minutos que siguieron el escenario permaneció vacío, y el público pronto volvió a charlar animada y ruidosamente. Al estudiar las caras de la gente, consideré de interés el hecho de que, aunque muchos de los presentes se intercambiaban miradas de regocijo, un gran número de ellos parecía hacer gestos airados en dirección a los alborotadores. Y de pronto un foco iluminó el escenario, y apareció en él el señor Hoffman.

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