Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– ¡Viejo borracho! -intentó de nuevo la voz, pero ahora la convicción se había esfumado de ella.

El silencio continuó: los ojos estaban fijos en Brodsky. Al cabo de lo que pareció un tiempo excesivo, Brodsky dijo:

– Si quiere llamarme eso, perfecto. Veremos. Veremos quién soy. En los días, semanas, meses venideros. Veremos si no soy más que eso.

Había hablado sin prisa, con una fuerza serena que no mermaba en lo más mínimo su inicial impacto. Los presentes siguieron mirándole con fijeza, con expresión boquiabierta. Luego Brodsky dijo con dulzura:

– Alguien a quien querías ha muerto. Éste es, pues, un inapreciable momento.

Sentí cómo los bajos de su gabardina me rozaban la parte posterior de la cabeza, y adiviné que estaba tendiendo una mano hacia la viuda.

– Es un momento inapreciable. Ven. Acaricíate ahora la herida. Seguirá en ti el resto de tus días, pero acaricíatela ahora, mientras está abierta y sangrante… Ven.

Brodsky se bajó de la tumba con la mano extendida hacia la viuda. Ella la tomó con expresión como ensoñadora; Brodsky le pasó luego la otra mano por la espalda y empezó a conducirla suavemente hacia el borde de la fosa.

– Ven -le oí decir con voz suave y serena-. Ven.

Avanzaron despacio, pisando las hojas caídas, y llegaron hasta la fosa abierta. Ella se puso a mirar el ataúd, y volvió a estallar en sollozos. Brodsky, entonces, se separó con delicadeza de ella y retrocedió unos pasos. Para entonces había ya muchos otros deudos llorando, y comprendí que las cosas, muy pronto, volverían a ser como antes de mi llegada. De momento, en cualquier caso, ya nadie prestaba la menor atención a mi persona, y decidí aprovechar la oportunidad para escabullirme.

Me levanté sin ruido, y me había ya alejado unas cuantas tumbas cuando oí que alguien caminaba detrás de mí, muy cerca, e instantes después una voz dijo:

– La verdad, señor Ryder, es que ya debería estar en la sala de conciertos. Nunca se sabe los ajustes que puede ser preciso hacer en el último momento.

Al volverme reconocí a Pedersen, el anciano concejal que había conocido la primera noche en el cine. Caí en la cuenta, además, de que había sido él quien había hablado con suavidad junto a mi hombro minutos antes.

– Ah, señor Pedersen -dije, cuando me alcanzó y se puso a caminar a mi lado-. Me alegro de que me haya recordado lo de la sala de conciertos. Con los sentimientos tan a flor de piel de esa gente, debo confesar que empezaba a perder la noción del tiempo.

– Ciertamente, y también yo -dijo Pedersen soltando una pequeña carcajada-. Yo también tengo una reunión a la que asistir. No puede compararse en importancia, claro está, pero también tiene que ver con el acto de esta noche.

Llegamos al sendero herboso que surcaba la zona central del cementerio, e hicimos una pausa.

– Quizá pueda ayudarme, señor Pedersen -dije, mirando a mi alrededor-. Viene a buscarme un coche para llevarme a la sala de conciertos. Puede que me esté esperando ya, pero el caso es que no sé muy bien cómo volver a la carretera.

– Le llevaré allí con mucho gusto, señor Ryder. Sígame, por favor.

Reanudamos la marcha, alejándonos de la colina por donde había bajado con Brodsky. El sol se estaba ocultando sobre el valle, y las sombras proyectadas por las tumbas se habían alargado considerablemente. Mientras caminábamos hubo un par de veces en que me pareció que Pedersen estaba a punto de decir algo, pero pareció cambiar de opinión en el último momento. Al final, dije como sin darle importancia:

– Alguna de esa gente del entierro… Parecía extremadamente preocupada por… Me refiero a que parecía muy afectada por esas fotos mías en el periódico.

– Bueno, verá, señor -dijo Pedersen con un suspiro-. Se trata del monumento Sattler. Max Sattler sigue ejerciendo el mismo ascendiente de siempre sobre las emociones de la gente.

– Supongo que también usted tendrá sus opiniones al respecto. Quiero decir, sobre mis fotografías ante el monumento Sattler.

Pedersen sonrió, incómodo, y rehuyó mi mirada.

– ¿Cómo explicarlo? -dijo por fin-. Es tan difícil de entender para alguien de fuera… Incluso para un experto como usted. No está muy claro por qué Max Sattler -por qué tal episodio de la historia de la ciudad- ha llegado a significar tanto para nuestra gente. Sobre el papel, difícilmente llega a revestir cierta importancia. Y sí, todo sucedió hace casi un siglo. Pero ya ve, señor Ryder, como sin duda habrá descubierto ya, Sattler se ha ganado un lugar en la imaginación de nuestros ciudadanos. Su papel, si usted quiere, ha llegado a ser mítico. A veces es temido, a veces es aborrecido. Y otras veces se le rinde culto. ¿Cómo podría explicarlo? Deje que se lo explique de este modo: hay un hombre que conozco, un buen amigo, que ahora ya tiene muchos años, pero del que no puede decirse que haya tenido una vida mala. Es muy respetado aquí, sigue desempeñando un papel activo en la vida cívica de la ciudad. No ha tenido una mala vida, no señor. Pero este hombre, de cuando en cuando, mira hacia el pasado y se pregunta si no dejó quizá que algunas cosas se le escaparan entre las manos. Se pregunta cómo habrían podido ser las cosas si no hubiera sido, bueno, digamos un poco menos tímido. Un poco menos tímido y un poco más apasionado.

Pedersen soltó una débil risa. El sendero describía ahora una curva y pude ver más adelante la oscura verja de hierro del cementerio.

– En fin, a veces se ponía a pensar en el pasado -continuó Pedersen-. En ciertos momentos cruciales de su juventud, antes de asentarse definitivamente en sus modos de vida. Y recordaba, pongamos por caso, el momento en que una mujer había tratado de seducirle. Claro que él no consintió, era demasiado como Dios manda. O quizá fue cobardía. Quizá sólo era demasiado joven, quién sabe… Se pregunta qué habría pasado si entonces hubiera tomado otro camino, si hubiera tenido un poco más de confianza en… el amor y la pasión. Usted sabe cómo es eso, señor Ryder. Usted sabe cómo sueñan a veces los viejos, cómo se preguntan qué habría pasado si en algún momento crucial de sus vidas hubieran elegido otro camino. Bien, pues con las ciudades, con las comunidades, puede suceder algo semejante. De cuando en cuando miran hacia atrás, miran su historia y se preguntan: «¿Qué habría pasado si…? ¿Qué sería hoy de nosotros si hubiéramos…» Ah, ¿si hubiéramos qué, señor Ryder…? ¿Permitido a Max Sattler llevarnos a donde él quería? ¿Seríamos hoy completamente diferentes? ¿Seríamos hoy una ciudad como Amberes? ¿Como Stuttgart? Yo, sinceramente, no lo creo, señor Ryder. ¿Sabe?, hay ciertas cosas en esta ciudad, ciertas cosas que se hallan tan profundamente arraigadas… Cosas que no van a cambiar, que no cambiarán en cinco, seis, siete generaciones. Sattler, en términos prácticos, no fue sino algo fuera de contexto. Un hombre con locos sueños. No habría podido cambiar nada esencial. Y lo mismo sucede con ese amigo mío del que le hablo. Es como es. Ninguna experiencia, por crucial que hubiera sido, le habría hecho cambiar. Ya hemos llegado, señor Ryder. Baje esas escaleras y llegará a la carretera.

– Señor Pedersen, ha sido usted sumamente amable. Pero déjeme asegurarle una cosa: cuando veo la posibilidad de que haya podido cometer un error de juicio, no soy de los que se niegan a admitirlo y escurren el bulto. En cualquier caso, señor, es algo que una persona de mi posición ha de estar dispuesta a aceptar. Es decir: durante el curso de un día cualquiera me veo obligado a tomar importantes decisiones, y la verdad es que lo máximo que puedo hacer es sopesar los datos de que dispongo en ese momento y obrar en consecuencia. A veces, inevitablemente, cometo equivocaciones. Cómo no. Es algo que tengo asumido desde hace mucho tiempo. Y, como puede ver, cuando eso ocurre, mi sola preocupación estriba en cómo subsanar tal equivocación a la primera oportunidad que se me presente. Así que, por favor, hábleme con toda franqueza. Si opina que fue un error posar ante el monumento Sattler, dígamelo sin rodeos.

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