Kazuo Ishiguro - Los inconsolables

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Ryder, un famoso pianista, llega a una ciudad de provincias en algún lugar de Europa central. Sus habitantes adoran la música y creen haber descubierto que quienes antes satisfacían esta pasión eran impostores. Ryder es recibido como el salvador y en un concierto apoteósico, para el que todos se están preparando, deberá reconducirlos por el camino del arte y la verdad. Pero el pianista descubrirá muy pronto que de un salvador siempre se espera mucho más de lo que puede dar y que los habitantes de aquella ciudad esconden oscuras culpas, antiguas heridas jamás cerradas, y también demandas insaciables. "Los inconsolables" es una obra inclasificable, enigmática, de un discurrir fascinante, colmada de pequeñas narraciones que se adentran en el laberinto de la narración principal, en una escritura onírica y naturalista a un tiempo, y cuentan una historia de guerras del pasado, exilios y crueldades, relaciones imposibles entre padres e hijos, maridos y mujeres, ciudades y artistas. Una obra que ha hecho evocar "El hombre sin atributos" de Musil.

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– Señor Ryder, qué honor… -dijo casi sin aliento al ver que me volvía-. Soy el hermano de la viuda. Mi hermana se alegraría tanto si fuera usted tan amable de unirse a nosotros…

Miré hacia donde nos indicaba y vi que estábamos bastante cerca de la comitiva del entierro. En efecto, la brisa nos traía claramente los desolados sollozos.

– Por aquí, por favor -dijo el hombre.

– Pero…, en un momento tan íntimo…

– No, no, por favor. Mi hermana…, todos nos sentiremos tan honrados… Por favor, por aquí.

Un tanto a regañadientes, me dispuse a seguirle. El terreno iba haciéndose más blando a medida que avanzábamos a través de las lápidas. Al principio me fue imposible ver a la viuda entre las filas de espaldas encorvadas y oscuras, pero al acercarnos al grupo alcancé a verla a la cabeza del mismo, inclinada sobre la fosa abierta. Daba muestras de una aflicción tan honda que parecía muy capaz de arrojarse sobre el ataúd. Tal vez en previsión de tal eventualidad, un caballero de avanzada edad y pelo blanco la retenía con fuerza por brazo y hombro. A su espalda, los presentes lloraban al parecer movidos por un dolor genuino, pero por encima del llanto general seguían siendo claramente perceptibles los angustiados gemidos de la viuda: lentos, exhaustos aunque sorprendentemente estentóreos, como los que cabría esperar de alguien sometido a una tortura continuada. Al oírlos sentí un deseo súbito de darme la vuelta y alejarme, pero el hombre achaparrado me estaba haciendo gestos para que me acercara a la fosa. Cuando vio que no me movía, me susurró en tono nada discreto:

– Señor Ryder, por favor.

Algunos de los deudos se volvieron para mirarnos.

– Señor Ryder, por aquí.

El hombre achaparrado me cogió del brazo y empezamos a abrirnos paso entre los presentes, algunos de los cuales se volvían para mirarme. Oí, como mínimo, dos voces que decían: «Es el señor Ryder…» Cuando llegamos al pie de la fosa, los sollozos habían amainado en gran medida, y pude sentir multitud de ojos clavados en mi espalda. Adopté una actitud de sereno respeto, penosamente consciente de lo informal de mi atuendo: chaqueta verde clara, sin corbata… La camisa, además, era de un alegre estampado de tonos anaranjados y amarillos. Mientras el hombre achaparrado trataba de atraer la atención de la viuda, me abotoné rápidamente la chaqueta.

– Eva -decía el hombre achaparrado con voz suave-. Eva…

El caballero del pelo blanco se volvió para mirarnos, pero la viuda no dio señales de haber oído. Siguió sumida en su angustia, gimiendo ruidosa y rítmicamente junto a la fosa. Su hermano se volvió y me miró con patente embarazo.

– Por favor -le susurré, y empecé a retroceder-. Le daré el pésame más tarde.

– No, no, señor Ryder, por favor. Un momento. -El hombre achaparrado puso una mano sobre el hombro de su hermana, y volvió a decirle, esta vez con impaciencia-: Eva, Eva…

La viuda se irguió, y al final, controlando sus sollozos, se volvió hacia nosotros.

– Eva -dijo su hermano-. El señor Ryder está aquí.

– ¿El señor Ryder?

– Mis más profundas condolencias, señora -dije, inclinando con solemnidad la cabeza.

La viuda continuó mirándome con fijeza.

– ¡Eva! -le siseó su hermano.

La viuda dio un respingo, miró a su hermano y luego a mí.

– El señor Ryder… -dijo al fin, en un tono sorprendentemente sereno-. Es un verdadero honor. Hermann -dijo, señalando la fosa- era un gran admirador suyo.

Dicho esto, volvió a estallar en sollozos.

– ¡Eva!

– Señora -dije con voz suave-, he venido a expresarle mis más sentidas condolencias. Lo siento de verdad. Pero por favor, señora, y señores…, permítanme que les deje en la intimidad de su dolor.

– Señor Ryder -dijo la viuda, que había vuelto a recuperar el dominio de sí misma-. Es un verdadero honor. Estoy segura de que todos los presentes estarán de acuerdo conmigo en que nos sentimos profundamente halagados.

Oí un coro de murmullos de asentimiento a mi espalda.

– Señor Ryder -continuó la viuda-, ¿está disfrutando de su estancia en nuestra ciudad? Espero que al menos haya encontrado una o dos cosas fascinantes.

– Estoy disfrutando mucho. Todos han sido tan amables conmigo… Una comunidad magnífica. Lamento mucho el…, el fallecimiento.

– Quizá le apetezca tomar algo, café o té…

– No, no, de verdad, por favor…

– Quédese al menos a tomar algo. Oh, Dios, ¿es que nadie ha traído un poco de café o té? ¿Nada?

La viuda miró penetrantemente a los presentes.

– Por favor, de verdad, no tenía intención de irrumpir así en…- P°r favor, continúen con…, con lo que están haciendo.

– Pero debe tomar algo. Alguien…, ¿alguien tiene un termo de café?

Los deudos, a mi espalda, se consultaban unos a otros, y cuando miré por encima del hombro vi que la gente buscaba en bolsas y bolsos. El hombre achaparrado hacía una seña en dirección a las últimas filas del grupo, y vi que le estaban pasando algo de mano en mano. Al cogerlo se quedó mirándolo, y vi que se trataba de un trozo de pastel envuelto en papel de celofán.

– ¿Eso es todo lo que tenéis? -gritó el hombre achaparrado-. ¿Qué diablos es eso?

Empezaba a alzarse un gran revuelo entre los presentes. Una voz que destacaba sobre las otras preguntaba airadamente:

– Otto, ¿dónde está el queso?

Al cabo le tendieron al hombre achaparrado un paquete de pastillas de menta. El hombre achaparrado miró con aire iracundo hacia las últimas filas, y se volvió para entregarle a su hermana el pastel y las pastillas de menta.

– Son ustedes muy amables -dije-, pero sólo he venido a…

– Señor Ryder -dijo la viuda, ahora en tono tenso y emocionado-. Al parecer es todo lo que podemos ofrecerle. No sé lo que habría dicho Hermann…, ser deshonrado así precisamente en este día… Pero qué le vamos a hacer, sólo puedo disculparme. Mire, esto es todo, esto es lo que podemos ofrecerle, ésta es toda la hospitalidad que podemos ofrecerle…

Las voces a mi espalda, que se habían aquietado cuando empezó a hablar la viuda, estallaron de nuevo en discusiones varias. Oí que alguien gritaba:

– ¡No, señor! ¡Yo no he dicho nada de eso!

Entonces, el hombre del pelo blanco que antes había asistido a la viuda al pie de la fosa, dio un paso hacia mí e inclinó la cabeza.

– Señor Ryder -dijo-. Perdónenos por la mezquindad con que correspondemos a este gran detalle suyo. Nos coge usted, como puede ver, deplorablemente desprevenidos. Le aseguro, sin embargo, que todos y cada uno de nosotros le quedaremos profundamente agradecidos. Por favor, acepte este refrigerio, por inadecuado que sea…

– Señor Ryder, siéntese aquí, por favor -dijo la viuda, mientras limpiaba con un pañuelo una lápida de mármol contigua a la fosa de su marido-. Por favor.

Era obvio que ya no podía retirarme. Mascullando una disculpa, me acerqué hacia la lápida que la viuda acababa de limpiar, y dije:

– Son ustedes muy amables…

En cuanto me senté sobre el mármol claro de la tumba, los deudos se agruparon a mi alrededor.

– Por favor -dijo de nuevo la viuda.

Estaba de pie ante mí, rasgando el papel de celofán que contenía el pastel. Cuando consiguió abrirlo, me tendió pastel y envoltura. Le di las gracias de nuevo y me puse a comer. Era un pastel de fruta, y tuve que hacer un gran esfuerzo para que no se me desmenuzara entre los dedos. Se trataba, además, de una generosa rebanada, y no de un pequeño trozo fácil de engullir en unos cuantos bocados. Seguí comiendo, y tuve la sensación de que los deudos se me acercaban más y más por momentos, aunque al mirarlos me parecieron inmóviles, con la mirada baja y la expresión respetuosa. Hubo un breve silencio, y al cabo el hombre achaparrado tosió y dijo:

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