– Es fantástico cómo te mantienes siempre con la moral alta, Kathy.
Así que no estaba en absoluto preparada para lo que sucedería días después en el cementerio. Ruth, en el verano, había descubierto una vieja y preciosa iglesia a menos de un kilómetro de las Cottages, y detrás de ella un intrincado terreno lleno de viejas lápidas que se erguían en la hierba. Todo estaba lleno de maleza, pero se respiraba paz y Ruth iba allí a leer a menudo, en un banco cercano a las verjas traseras, bajo un gran sauce. Al principio no me entusiasmaba gran cosa esta nueva costumbre suya, pues recordaba que el verano anterior todos nos sentábamos juntos en la hierba, justo enfrente de las Cottages. Pero el caso es que si en uno de mis paseos tomaba esa dirección, y reparaba en que era muy probable que Ruth estuviera allí leyendo, acababa entrando por la puerta baja de madera y enfilando el sendero sembrado de malas hierbas y bordeado de lápidas. Aquella tarde hacía calor y todo estaba en calma, y bajaba por el sendero en una especie de ensoñación, leyendo los nombres de las lápidas, cuando vi que en el banco, bajo el sauce, no estaba sólo Ruth sino también Tommy.
Tommy no estaba sentado, sino con un pie apoyado en el herrumbroso brazo del banco, y hacía una especie de ejercicio de estiramiento mientras charlaban. No parecían mantener una conversación particularmente importante, y no dudé en acercarme a ellos. Quizá debería haber detectado algo en el modo en que me saludaron, pero puedo asegurar que ese algo en absoluto había sido obvio. Yo tenía un chisme que me moría de ganas de contarles -algo relacionado con uno de los recién llegados-, de modo que durante un rato no hice más que parlotear mientras ellos asentían con la cabeza y me hacían alguna pregunta que otra. Tardé bastante en darme cuenta de que algo no iba bien, e incluso cuando después de caer en ello hice una pausa y pregunté: «¿Os he interrumpido en algo?», lo hice en un tono más jocoso que preocupado.
Entonces Ruth dijo:
– Tommy me ha estado contando su gran teoría. Dice que ya te la había contado a ti. Hace siglos. Pero ahora, muy gentilmente, me está haciendo partícipe a mí también.
Tommy me dirigió una mirada, y estaba a punto de decir algo, pero Ruth dijo en un susurro fingido:
– ¡La gran teoría de Tommy sobre la Galería!
Entonces los dos me miraron, como si ahora la pelota estuviera en mi tejado y dependiera de mí lo que sucediera a continuación.
– No es una mala teoría -dije-. No sé, pero puede que sea cierta. ¿Qué piensas tú, Ruth?
– En realidad se la he tenido que sacar a este Chico Tierno. No es que te murieras de ganas de contársela a Ruth, ¿eh, querido parlanchín? Sólo se ha dignado hacerlo cuando le he apretado bien las clavijas para que me explicara lo que había detrás de todo ese arte.
– No lo estoy haciendo sólo por eso -dijo Tommy en tono hosco. Seguía con el pie sobre el brazo oxidado del banco, y continuaba con su ejercicio de estiramiento-. Lo único que he dicho ha sido que si mi teoría sobre la Galería era cierta, entonces siempre podría intentar aportar mis animales…
– Tommy, cariño, no te pongas en ridículo delante de nuestra amiga. Delante de mí, vale, pero no delante de nuestra querida Kathy.
– No entiendo por qué te parece tan graciosa -dijo Tommy-. Es una teoría tan buena como cualquier otra.
– No es la teoría lo que a la gente le parecería chistoso, querido parlanchín. Puede que hasta les pareciera correcta. Pero la idea de que tú podrías sacar provecho de ella enseñándole a Madame tus pequeños animales…
Ruth sonrió y sacudió la cabeza.
Tommy no dijo nada y siguió con su ejercicio de estiramiento. Yo deseaba salir en su defensa, y trataba de dar con las palabras capaces de hacerle sentirse mejor sin poner a Ruth aún más furiosa. Pero fue entonces cuando Ruth dijo lo que dijo. Fue ya lo bastante horrible entonces, pero aquel día, en el camposanto de la iglesia, no me hacía la menor idea de hasta dónde habrían de llegar sus repercusiones. Lo que dijo fue:
– No soy sólo yo, cariño. Kathy, aquí presente, piensa que tus animales son una absoluta patochada.
Mi primer impulso fue negarlo, y echarme a reír. Pero el modo en que Ruth había hablado denotaba una gran firmeza, y los tres nos conocíamos lo bastante para saber que en sus palabras tenía que haber algo de verdad. Así que al final me quedé callada, mientras mi mente se remontaba frenéticamente atrás en busca del momento en que se basaba para decir lo que decía, hasta detenerse con frío horror en aquella noche en mi cuarto, con las tazas de té sobre el regazo. Y Ruth añadió:
– Mientras la gente piense que haces esas pequeñas criaturas como una especie de broma, perfecto. Pero no digas nunca que las haces en serio. Por favor.
Tommy había dejado sus estiramientos y me miraba con aire inquisitivo. De pronto volvió a ser como un niño, carente por completo de fachada; pero pude ver también cómo detrás de sus ojos iba tomando cuerpo algo oscuro e inquietante.
– Mira, Tommy, tienes que entenderlo -siguió Ruth-. El que Kathy y yo nos partamos de risa con tus cosas no tiene la menor importancia. Porque se trata sólo de nosotros tres. Así que, por favor, no metamos a nadie más en esto.
He pensado una y otra vez en aquellos instantes. Tendría que haber encontrado algo que decir. Podría haberlo negado, sencillamente, aunque lo más probable es que Tommy no me hubiera creído. Y me habría sido enormemente difícil explicar las cosas sinceramente, y con todos sus matices. Pero podría haber hecho algo. Podría haberme enfrentado con Ruth, haberle dicho que estaba tergiversando las cosas, que aun admitiendo el hecho de haberme reído, jamás lo había hecho en el sentido que ella quería darle. Podría incluso haberme acercado a Tommy y haberle dado un abrazo, allí mismo, delante de Ruth. Es algo que se me ocurrió años más tarde, y probablemente no hubiera sido una opción viable en aquel tiempo, dada la persona que yo era, y dada la forma en que los tres nos comportábamos entre nosotros. Pero habría podido salvar la situación, una situación en la que las palabras nunca habrían hecho sino empeorar las cosas.
Sin embargo, no dije ni hice nada. En parte, supongo, porque me quedé absolutamente anonadada ante el hecho de que Ruth hubiera empleado tan malas artes. Recuerdo que, al verme ante tamaño aprieto, me invadió un enorme cansancio, una especie de letargia. Era como tener que resolver un problema de matemáticas cuando tienes la mente exhausta, y sabes que existe una solución remota pero no puedes reunir la energía suficiente para tratar de dar con ella. Algo en mí tiró la toalla. Una voz me decía: «Muy bien, déjale que piense lo peor. Que lo piense. Deja que lo piense…». Y supongo que lo miré con resignación, con un semblante que lo que le decía era: «Sí, es verdad, ¿qué esperabas?». Y ahora recuerdo, como si la estuviera viendo, la cara de Tommy, la ira que reculaba ya y era reemplazada por una expresión casi de asombro, como si yo fuera una mariposa de una especie rara que se hubiera posado en un poste de la valla.
No es que temiera echarme a llorar o perder la compostura o algo parecido. Pero decidí dar media vuelta e irme. Incluso aquel día, más tarde, me di cuenta de que había sido un gran error. Y todo lo que puedo decir es que, en aquel momento, lo que más temía en el mundo era que cualquiera de los dos se fuera y yo tuviera que quedarme a solas con el otro. No sé por qué, pero no me parecía una opción viable el que se fuera de allí bruscamente más de uno de nosotros, y quise asegurarme de que ese uno fuera yo. Así que me volví y desanduve el camino a través de las tumbas, hacia la puerta baja de madera, y por espacio de varios minutos sentí como si en realidad hubiera sido yo quien había salido triunfante, y que ahora que se habían quedado solos, uno en compañía del otro, debían padecer un destino que ambos merecían de sobra.
Читать дальше