Me quedé mirándola fijamente.
– ¿Qué quieres decir?
– Seguro que sabes a qué me refiero. A Tommy no le gustan las chicas que han estado con… Bueno, ya sabes, con éste y con el otro. Es una especie de manía que tiene. Lo siento, Kathy, pero no habría estado bien que no te lo hubiera dicho.
Pensé en ello, y luego dije:
– Siempre es bueno saber este tipo de cosas.
Sentí que Ruth me tocaba el brazo.
– Sabía que te lo tomarías bien. Lo que tienes que entender, sin embargo, es que piensa que eres la mejor de las personas. Lo digo en serio.
Yo quería cambiar de tema, pero tenía la mente en blanco. Supongo que Ruth se aprovechó de ello, porque extendió los brazos y emitió una especie de bostezo, y luego dijo:
– Si algún día aprendo a conducir, os llevaré a algún sitio salvaje. A Dartmoor, por ejemplo. Iremos los tres, y puede que también Laura y Hannah. Me encantará ver todas esas ciénagas.
Pasamos los minutos siguientes hablando sobre lo que haríamos en un viaje como ése si alguna vez podíamos realizarlo. Le pregunté dónde nos hospedaríamos, y Ruth dijo que podíamos pedir prestada una tienda de campaña grande. Le recordé que el viento podía ponerse increíblemente fuerte en parajes como ésos, y que la tienda podía volar en mitad de la noche. En realidad no hablábamos en serio. Pero fue más o menos a esa altura de la conversación cuando recordé aquella vez en Hailsham en que, estando aún en secundaria, fuimos de picnic a la orilla del estanque con la señorita Geraldine. James B. fue a recoger el pastel que todos habíamos hecho horas antes, pero cuando volvía con él hacia el estanque una fuerte ráfaga de viento había levantado al aire la capa de arriba de bizcocho, que había ido a caer sobre las hojas de ruibarbo. Ruth dijo que apenas recordaba vagamente el episodio, y yo, a fin de ayudar a que aflorara a su memoria, dije:
– Y el caso es que James se metió en un buen lío, porque eso demostró que había atravesado la parcela de ruibarbo.
Y fue entonces cuando Ruth me miró y dijo:
– ¿Por qué? ¿Qué había de malo en eso?
Fue la forma de decirlo, tan falsa que hasta cualquiera que hubiera estado escuchando se habría dado cuenta del fingimiento. Suspiré con irritación y dije:
– Ruth, no pretendas que me trague eso. No es posible que lo hayas olvidado. Sabes perfectamente que aquél era un camino prohibido.
Puede que lo dijera con cierta brusquedad. De todas formas, Ruth no dio su brazo a torcer. Siguió fingiendo que no se acordaba de nada, y ello me puso aún más furiosa. Y fue entonces cuando dijo:
– ¿Qué más da, además? ¿Qué tiene que ver la parcela de ruibarbo con lo que estamos hablando? Vuelve de una vez a lo que estabas diciendo.
Creo que, después de aquello, volvimos a hablar de forma más o menos amistosa, y luego, al rato, estábamos bajando a media luz por el sendero en dirección a las Cottages. Pero la sintonía entre nosotras ya no era la misma, y cuando nos dimos las buenas noches delante del Granero Negro, nos separamos sin los toquecitos en brazos y hombros que solíamos darnos siempre.
No mucho después tomé la decisión, y, una vez tomada, nunca flaqueé. Me levanté una mañana y fui a buscar a Keffers y le dije que quería empezar el adiestramiento para convertirme en cuidadora. Fue asombrosamente sencillo. El viejo estaba cruzando el patio, con las botas de agua llenas de barro, refunfuñando para sí mismo con un trozo de cañería en la mano. Fui hasta él y se lo dije, y él me miró, molesto, como si le estuviera pidiendo más leña. Luego masculló que fuera a verle aquella tarde para cumplimentar los papeles de la solicitud. Así de fácil.
Luego la cosa llevó algo más de tiempo, como es lógico, pero la maquinaria se había puesto en marcha, y de pronto me vi mirándolo todo -las Cottages, a mis compañeros- de un modo diferente. Ahora yo era uno de los que se iban, y al poco todo el mundo lo sabía. Quizá Ruth pensó que tendríamos que pasarnos horas y horas hablando de mi futuro; quizá pensó que podría influir decisivamente en el hecho de que yo pudiera o no cambiar mi decisión al respecto. Pero mantuve la distancia con ella, y también con Tommy. Y ya nunca volveríamos a hablar de verdad en las Cottages, y antes siquiera de que pudiera darme cuenta les estaba diciendo adiós.
El trabajo de cuidadora, en líneas generales, me satisfizo. Podría decirse incluso que me hizo dar lo mejor de mí misma. Pero alguna gente no está hecha para ese tipo de ocupación, y para ellos todo se convierte en una verdadera lucha. Puede que empiecen de un modo positivo, pero luego viene todo ese tiempo junto al dolor y la aflicción. Y tarde o temprano un donante no logra consumar la donación, aunque se trate tan sólo, pongamos, de la segunda donación y en absoluto se haya previsto que pudieran surgir complicaciones. Cuando un donante «completa» así, de forma totalmente imprevista, poco importa lo que te digan luego las enfermeras, o esa carta que te reitera que están seguros de que tú has hecho todo lo que estaba en tu mano y que esperan que sigas realizando bien tu trabajo. Durante un tiempo, al menos, te desmoralizas. Algunos de nosotros aprenden muy rápidamente a afrontarlo. Pero otros -como Laura, por ejemplo- jamás lo consiguen.
Luego está la soledad. Creces rodeado de una multitud de personas, y eso es, por tanto, lo que has conocido siempre, y de pronto te conviertes en cuidador. Y te pasas horas y horas solo, conduciendo a través del país, de centro en centro, de hospital en hospital, durmiendo cada día en un sitio, sin nadie con quien hablar de tus preocupaciones, sin nadie con quien reír. Sólo de cuando en cuando te topas con algún condiscípulo del pasado -un cuidador o un donante que reconoces de los viejos tiempos-, pero nunca dispones de mucho tiempo. Siempre estás con prisas, o estás demasiado exhausta para mantener una conversación como es debido. Y pronto las largas horas, el continuo viajar, el sueño interrumpido se han instalado en tu ser y han llegado a formar parte de tu persona. Y todo el mundo puede verlo, en tu manera de estar, en tu mirada, en el modo en que te mueves y hablas.
No pretendo afirmar que soy inmune a todo esto, pero he aprendido a vivir con ello. A algunos cuidadores, sin embargo, la mera actitud les traiciona. Muchos de ellos -lo sabes nada más verlos- no hacen sino cumplir el expediente, a la espera de que un día les digan que pueden parar y convertirse en donantes. Me irrita también la forma en que tantos de ellos «se encogen» en cuanto ponen un pie en un hospital. No saben qué decir a los médicos, son incapaces de hablar en favor de sus donantes. No es extraño que acaben frustrados y culpándose a sí mismos cuando las cosas salen mal. Yo trato de no ser un fastidio para nadie, pero me las he arreglado para hacerme oír cuando lo he juzgado necesario. Y cuando las cosas van mal, por supuesto que me disgusto, pero al menos puedo sentir que he hecho lo que he podido y sigo viendo la verdadera dimensión de las cosas.
Incluso he llegado a lograr que me guste la soledad. Eso no quiere decir que no desee tener un poco más de compañía cuando acabe el año y termine con todo esto. Pero me gusta la sensación de montar en mi pequeño coche, sabiendo que durante las dos horas siguientes estaré en la carretera con la sola compañía del asfalto, de ese gran cielo gris y de mis ensueños de vigilia. Y si me encuentro en una ciudad cualquiera y tengo unos minutos para mí, los disfrutaré deambulando por sus calles y mirando sus escaparates. Aquí, en mi cuarto amueblado, tengo estas cuatro lámparas de mesa, cada una de un color diferente pero las cuatro de diseño idéntico, y con el brazo flexible, de forma que puedes orientarlas hacia donde quieras. Así que quizá me ponga a buscar alguna tienda con una lámpara de ésas en el escaparate, no para comprarla, sino para compararla con las que tengo en casa.
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