Sólo Dios sabe cómo funcionan estas cosas. A veces es una broma en particular, a veces un rumor. Viaja de centro en centro, y se propaga por todo el país en cuestión de días, y de pronto todo donante habla de ello. Bien, en esta ocasión se refería a un barco. La primera vez que oí hablar de ello fue a un par de donantes míos en el norte de Gales. Luego, unos días después, también Ruth me habló de ello. Me sentía aliviada de que hubiéramos dado con algo de que hablar, y le animé a que continuara.
– El cuidador del chico de la planta siguiente -dijo- acaba de venir de verlo. Dice que no está lejos de la carretera, así que cualquiera puede llegar hasta él sin demasiados problemas. Es un barco plantado ahí mismo, varado en medio de las marismas.
– ¿Cómo ha llegado ahí? -pregunté.
– ¿Cómo voy a saberlo? Quizá querían deshacerse de él, sea quien sea su propietario. O puede que en algún momento, cuando todo estaba inundado, se deslizara hasta aquí y luego quedara encallado. Quién sabe. Parece que es un viejo barco de pesca. Con una pequeña cabina en la que podrían caber, apretados, un par de pescadores en días de tormenta.
Las veces siguientes que fui a verla, siempre se las arreglaba para volver a tocar el tema del barco. Y una tarde, cuando empezó a contarme cómo a uno de los donantes internados en el centro lo había llevado su cuidador a ver el barco, le dije:
– Mira, no está lo que se dice cerca, ¿sabes? Se tarda como una hora en coche, puede que una hora y media.
– No estaba sugiriendo nada. Sé que tienes otros donantes de los que ocuparte.
– Pero a ti te gustaría verlo. Te encantaría ver ese barco, ¿verdad, Ruth?
– Supongo que sí. Supongo que me gustaría. Te pasas día tras día aquí metida. Sí, sería estupendo ver algo así.
– ¿Y no piensas -dije con voz suave, sin un ápice de sarcasmo- que, ya que tendríamos que hacer todo ese viaje, deberíamos pensar en la posibilidad de visitar a Tommy? ¿No está su centro en la misma carretera donde se supone que está el barco?
La cara de Ruth no dejó traslucir nada al principio.
– Supongo que sí, que podríamos pensarlo -dijo. Luego se echó a reír, y añadió-: De verdad, Kathy, no es ésa la única razón por la que no hago más que hablar del barco. Quiero ver el barco, por el barco mismo. Últimamente me he pasado el tiempo entrando y saliendo de hospitales, y ahora estoy aquí encerrada. Las cosas como ésta importan mucho más que en otro tiempo. Pero de acuerdo, lo sabía. Sabía que Tommy estaba en ese centro de Kingsfield.
– ¿Estás segura de que quieres verle?
– Sí -dijo Ruth, sin la menor vacilación, mirándome de frente-. Sí, quiero verle. -Luego, en voz baja, dijo-: No he visto a ese chico desde hace muchísimo tiempo. Desde que estuvimos en las Cottages.
Al fin, pues, hablamos de Tommy. No entramos a fondo en el asunto y no me enteré de mucho más de lo que ya sabía. Pero creo que las dos nos sentimos mejor al haber hablado finalmente de Tommy. Ruth me contó que, cuando dejó las Cottages el otoño siguiente a mi partida, Tommy y ella hacían la vida más o menos por su cuenta.
– Como de todas formas íbamos a tener el adiestramiento en sitios diferentes -dijo-, no merecía la pena que hubiera una ruptura en toda regla. Así que seguimos juntos hasta que me marché.
Y, al llegar a este punto, ya no dijimos mucho más sobre el asunto.
En cuanto al viaje para ver el barco, la primera vez que hablamos de ello ni accedí ni me negué a llevarla. Pero en las dos semanas siguientes Ruth siguió insistiendo e insistiendo, y al final envié un mensaje al cuidador de Tommy a través de un contacto, diciendo que a menos que Tommy nos comunicara lo contrario, nos presentaríamos en Kingsfield un día determinado de la semana siguiente, por la tarde.
En aquellos días yo apenas conocía Kingsfield, así que Ruth y yo tuvimos que consultar el mapa varias veces, lo cual nos hizo llegar varios minutos tarde. No está bien equipado, en lo que a centros de recuperación se refiere, y si no fuera por las resonancias que hoy día despierta en mí no sería un sitio que estuviera deseando volver a visitar. Es un centro situado en un lugar apartado y de difícil acceso, y, pese a ello, cuando llegas a él no sientes una paz ni una quietud especiales. Sigues oyendo el tráfico de las grandes carreteras de más allá de las vallas, y tienes la sensación de que nunca han conseguido acondicionar el lugar como es debido. A muchas de las habitaciones de los donantes no se puede acceder con silla de ruedas, o hace mucho calor o hay demasiadas corrientes en ellas. No hay suficientes cuartos de baño, y los que hay no se pueden mantener limpios fácilmente, y en invierno son heladores y normalmente están demasiado lejos de los cuartos de los donantes. Kingsfield, en suma, deja mucho que desear y no puede ni compararse con el centro de Ruth en Dover, con sus relucientes azulejos y sus dobles ventanas que se cierran herméticamente con sólo girar la manilla.
Más tarde, cuando Kingsfield era ya el lugar familiar e inestimable en que llegaría a convertirse, en uno de los edificios de la administración vi un día una fotografía en blanco y negro enmarcada de Kingsfield antes de su remodelación, cuando aún era un campamento para familias en vacaciones. La fotografía probablemente se había tomado a finales de la década de los años cincuenta o principios de la de los sesenta, y muestra una gran piscina rectangular con un montón de gente feliz -padres, niños- chapoteando y pasándolo en grande. Alrededor de la piscina todo es cemento, pero la gente ha instalado hamacas y tumbonas, y grandes sombrillas para protegerse del sol. Cuando vi esto por primera vez, me resultó difícil darme cuenta de que se trataba de lo que los donantes hoy llaman «la Plaza», el sitio donde te paras cuando llegas en coche al centro. Por supuesto, el hueco de la piscina ya no existe, pero aún se distingue la línea del perímetro, y a un extremo de ese cuadrilátero han dejado en pie -como ejemplo de esa aura de cosa inacabada del lugar- la estructura de metal del trampolín más alto. Sólo cuando vi la fotografía entendí lo que era aquella estructura y por qué estaba allí, y hoy, cada vez que la veo, no puedo evitar imaginarme a un bañista lanzándose desde lo alto del trampolín y estrellándose contra el cemento.
Tal vez no habría reconocido fácilmente la Plaza en la fotografía de no haber sido por los edificios blancos de dos plantas y aspecto de bunker situados en los tres lados visibles de la zona de la piscina. Las familias debían de alojarse en ellos en las vacaciones, y aunque supongo que el interior habrá cambiado mucho, el exterior sigue siendo bastante parecido. Pienso que, en cierto modo, la Plaza actual no es tan diferente de lo que entonces fue la piscina. Es el núcleo social del centro, el lugar adonde los donantes salen a tomar un poco el aire y a charlar un rato. Alrededor de la Plaza hay unos cuantos bancos de madera tipo picnic, pero los donantes -sobre todo cuando el sol es muy fuerte, o llueve- prefieren reunirse bajo el tejado plano y saliente de la sala de recreo situada al fondo, detrás del viejo armazón del trampolín.
La tarde en que Ruth y yo fuimos a Kingsfield, el cielo estaba nublado y hacia frío, y cuando llegamos la Plaza estaba desierta (sólo se divisaban unas seis o siete figuras desvaídas bajo el tejado saliente). Cuando detuve el coche, junto a la vieja piscina -cuya existencia desconocía entonces, obviamente-, una de las figuras se separó del grupo y vino hacia nosotras. Era Tommy. Llevaba una chaqueta de chándal verde y descolorida, y parecía haber engordado unos cinco kilos desde la última vez que lo había visto.
A mi lado, Ruth, durante un instante, pareció presa del pánico.
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