– No puede saberlo, ¿verdad, Tommy? No puede saber lo que es esto.
Durante un momento las dos miramos a Tommy, pero él siguió con la mirada fija en el barco. Y luego dijo:
– Había un tipo en mi centro. Siempre preocupado porque no lograría pasar de la segunda. Solía decir que lo sentía en los huesos. Pero todo salió bien. Acaba de superar la tercera, y está estupendamente. -Se llevó una mano a los ojos para protegérselos-. No fui un buen cuidador. Ni siquiera aprendí a conducir. Creo que por eso me llegó tan pronto el aviso para mi primera donación. Sé que no es como debería funcionar la cosa, pero así es como fue en mi caso. Y la verdad es que no me importa. Soy un donante bastante bueno, pero como cuidador era pésimo.
Nadie dijo nada durante un rato. Luego Ruth dijo, con voz más calma:
– Creo que fui una cuidadora bastante buena. Pero cinco años fueron suficientes para mí. Era un poco como tú, Tommy. Me vi más en mi piel cuando me convertí en donante. Me sentía bien. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que se suponía que teníamos que hacer?
No estaba segura de si esperaba o no que le respondiera. No lo había dicho en ningún tono de protagonismo, y era perfectamente posible que se tratara de una afirmación surgida del puro hábito, era de ese tipo de cosas que los donantes suelen decirse continuamente unos a otros. Cuando me volví de nuevo hacia ellos, Tommy seguía cubriéndose los ojos con la mano.
– Qué pena que no podamos acercarnos más al barco -dijo-. Quizá otro día, cuando esto esté más seco, podamos venir de nuevo a verlo.
– Estoy contenta de haberlo visto -dijo Ruth, con voz suave-. Es hermoso. Pero creo que ahora quiero que nos vayamos. Hace un viento muy frío.
– Al menos ya lo hemos visto -dijo Tommy.
Charlamos con mucha más libertad mientras volvíamos hacia el coche que en el trayecto de ida desde Kingsfield. Ruth y Tommy cambiaban impresiones sobre sus respectivos centros -la comida, las toallas, ese tipo de cosas-, y yo participé en todo momento en la conversación, pues no dejaban de hacerme preguntas sobre otros centros (si esto o lo otro era normal, etcétera). Ruth caminaba ahora con paso mucho más firme, y cuando llegamos a la valla y levanté la alambrada, ella apenas vaciló para pasar al otro lado.
Montamos en el coche; Tommy iba de nuevo en la trasera, y durante un rato todo pareció ir perfectamente bien entre nosotros. Tal vez -mirando hoy hacia atrás- se percibía en el aire como un barrunto de que alguien estaba callando algo, pero también es posible que hoy lo piense sólo por lo que sucedió después.
El modo en que empezó fue como una repetición de lo que nos había pasado antes. Salimos a la larga carretera desierta, y Ruth hizo un comentario sobre un cartel publicitario que acabábamos de pasar. Ni siquiera recuerdo el cartel; era una de esas enormes imágenes colocadas al borde de la carretera. Hizo el comentario casi para sí misma, y sin querer darle más importancia. Dijo algo como: «Oh, Dios mío, mirad eso. Parece como si trataran de descubrirnos algo nuevo».
Pero Tommy dijo desde el asiento trasero:
– Pues a mí me gusta. También ha salido en los periódicos. Creo que tiene algo.
Quizá yo había estado deseando tener de nuevo esa sensación: la de que Tommy y yo volviéramos a sentirnos muy unidos. Porque aunque el paseo hasta el barco no había estado mal, empezaba a sentir que, aparte de nuestro primer abrazo, y del momento en el coche de horas antes, Tommy y yo no teníamos demasiado que ver el uno con el otro. Sea como fuere, me oí decir:
– La verdad es que a mí también me gusta. Exige bastante más esfuerzo de lo que uno cree, hacer esos carteles.
– Cierto -dijo Tommy-. Alguien me dijo que lleva semanas y semanas organizarlo todo. Incluso meses. A veces trabajan toda la noche, día tras día, hasta que les sale bien.
– Es muy fácil -dije- criticar cuando pasas por delante de ellos en las carreteras.
– Es lo más fácil del mundo -dijo Tommy.
Ruth no dijo nada, y siguió mirando la carretera desierta que se extendía ante nosotros.
– Ya que estamos en el tema de los carteles -dije después de unos instantes-, os diré que hay uno que he visto cuando veníamos. Tiene que estar ya muy cerca. Esta vez estará en nuestro lado. Tiene que aparecer en cualquier momento.
– ¿De qué es? -preguntó Tommy.
– Ya lo verás. Aparecerá enseguida.
Miré a Ruth. No había ira en sus ojos, sólo una especie de recelo. También una suerte de esperanza, pensé, en que cuando el cartel apareciera fuera absolutamente inocuo (algo que nos recordara a Hailsham, algo de ese tipo). Podía ver todo esto en su semblante, en el modo en que no llegaba a reflejar ninguna expresión determinada, sino que fluctuaba de una a otra. Y todo ello sin dejar de mirar hacia el asfalto que tenía enfrente.
Aminoré la marcha y frené, y el coche se detuvo dando pequeños brincos sobre la áspera hierba del arcén.
– ¿Por qué paramos, Kath? -preguntó Tommy.
– Porque desde aquí lo ves mejor. Si nos acercamos más, tendremos que levantar mucho la vista.
Oí cómo Tommy se movía en el asiento trasero, tratando de lograr un ángulo de visión mejor. Ruth no se movió, y no estoy segura de que ni siquiera estuviera mirando el cartel.
– De acuerdo, no es lo mismo exactamente -dije al cabo de un momento-, pero me lo recordaba. Oficina de planta diáfana, gente elegante y risueña…
Ruth siguió en silencio, pero Tommy dijo desde su asiento:
– Ya caigo. Te refieres al sitio que fuimos a ver aquella vez.
– No sólo a ése -dije yo-. Se parece también muchísimo al anuncio aquel. Al que encontramos en el suelo. ¿Te acuerdas, Ruth?
– No estoy segura -dijo Ruth en voz baja.
– Venga, Ruth. Claro que te acuerdas. Estaba en una revista que nos encontramos en un sendero. Cerca de un charco. A ti te impresionó mucho. No hagas como que no te acuerdas.
– Creo que sí me acuerdo -dijo Ruth casi en un susurro.
Pasó un camión que provocó un leve bamboleo en nuestro coche y que nos ocultó fugazmente la valla publicitaria. Ruth agachó la cabeza, como si esperara que el camión fuera capaz de borrar la imagen del anuncio para siempre, y cuando pudimos verla de nuevo con claridad, no volvió a levantar la mirada.
– Es curioso -dije- recordar todo eso ahora. ¿Te acuerdas de lo que solías decir entonces? ¿Que algún día trabajarías en una oficina como ésa?
– Ah, sí, y por eso hicimos aquel viaje aquella vez -dijo Tommy, como si acabara de acordarse en ese momento-. Cuando fuimos a Norfolk. Fuimos a buscar a tu posible. Que trabajaba en una oficina.
– ¿No piensas a veces que tendrías que haber estudiado a fondo si era factible? -le dije a Ruth-. Muy bien, habrías sido la primera. La primera de la que cualquiera de nosotros habría oído decir que conseguía hacer algo semejante. Pero tú podrías haberlo conseguido. ¿No te has preguntado nunca qué habría pasado si lo hubieras intentado?
– ¿Cómo iba a intentarlo? -La voz de Ruth era apenas audible-. No era más que un sueño. Eso es todo.
– Pero si al menos hubieras estudiado más a fondo el asunto… ¿Cómo sabes que no era posible? Puede que te hubieran dejado.
– Sí, Ruth -dijo Tommy-. Quizá tendrías que haberlo intentado. Después de pasarte el día hablando de ello. Creo que Kath lleva un poco de razón.
– No es cierto que hablara tanto de ello, Tommy. Al menos yo no me acuerdo de haberme pasado el día hablando de ello.
– Tommy tiene razón. Tendrías que haberlo intentado. Luego podrías ver un cartel como éste y recordar que fue eso lo que un día quisiste hacer, y que al menos indagaste a fondo para ver si era factible.
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