Kazuo Ishiguro - Nunca Me Abandones

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A primera vista, los jovencitos que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, o tienen clases de arte donde sus profesoras se dedican a estimular su creativi-dad. Es un mundo hermйtico, donde los pupilos no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene a llevarse las obras mбs interesantes de los adolescentes, quizб para una galerнa de arte, o un museo. Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham y tambiйn fueron un triбngulo amoroso. Y ahora, Kathy K. se permite recordar cуmo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad. El lector de esta esplйndida novela, utopнa gуtica, irб descubriendo que en Hailsham todo es una re-presentaciуn donde los jуvenes actores no saben que lo son, y tampoco saben que no son mбs que el secreto terrible de la buena salud de una sociedad.

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Puede parecer extraño, pero en el trayecto de vuelta al centro de Ruth no hablamos en absoluto de nada de lo que nos había sucedido en el viaje. En parte porque Ruth estaba exhausta, la última conversación en el arcén parecía haber esquilmado sus fuerzas. Pero creo también que las dos teníamos la sensación de que las conversaciones serias que acabábamos de mantener ya eran suficientes para una sola jornada, y que si intentábamos continuarlas las cosas volverían a torcerse. No estoy segura de cómo se sentía Ruth en nuestro viaje de vuelta al centro, pero en lo que a mí respecta, una vez que las intensas emociones se hubieron asentado, una vez que la noche empezaba a caer sobre los campos y las luces se habían encendido a ambos lados del asfalto, me sentí bien. Era como si algo que se hubiera estado cerniendo sobre mí durante largo tiempo se hubiera ahora esfumado, y aunque las cosas distaban mucho de estar bien, era como si ahora al menos hubiera una puerta abierta hacia algún lugar mejor. No estoy diciendo que estuviera eufórica ni nada parecido. Todo lo que había entre nosotros tres parecía estar en un punto verdaderamente delicado, y me sentía tensa (aunque en absoluto era una tensión negativa).

Ni siquiera hablamos de Tommy más allá de comentar el buen aspecto que tenía, y de preguntarnos cuántos kilos habría engordado. También pasamos largos tramos del trayecto contemplando la carretera juntas, sin decir nada.

Hasta unos días después no fui a visitarla para tratar de evaluar cómo podía habernos afectado aquel viaje. Toda la cautela, todo el recelo entre Ruth y yo se habían esfumado, y fue como si volviéramos a recordar todo lo que habíamos significado la una para la otra en otro tiempo. Y ése fue el comienzo, el comienzo de aquella época nueva -con el verano en puertas, y con la salud de Ruth al menos estable- en que yo llegaba al atardecer con galletas y agua mineral, y nos sentábamos juntas ante la ventana, mirando cómo iba descendiendo el sol sobre los tejados, hablando de Hailsham, de las Cottages, de cualquier cosa que se nos pasaba por la cabeza. Cuando pienso hoy en Ruth siento tristeza por su partida, como es lógico; pero también siento una genuina gratitud por ese período que tuvimos al final.

Hubo, sin embargo, algo de lo que jamás hablamos como es debido: de lo que nos había dicho a Tommy y a mí en el arcén aquel día. Ruth aludía a ello sólo muy de cuando en cuando. Y decía algo como lo siguiente:

– ¿Has seguido pensando en lo de ser la cuidadora de Tommy? Sabes que si quieres puedes arreglarlo.

Y pronto tal idea -la de convertirme en cuidadora de Tommy- sustituyó a todo lo demás. Le decía que sí, que seguía pensando en ello, que de todas formas no era tan sencillo, ni siquiera para mí, arreglar algo de tal naturaleza. Luego solíamos dejar el tema. Pero tengo la certeza de que la idea jamás se alejaba mucho de la mente de mi amiga, y por eso, incluso la noche misma en que la vi por última vez, y pese a que no podía hablar, supe lo que quería decirme.

Fue tres días después de su segunda donación, cuando por fin, a altas horas de la madrugada, me dejaron entrar a verla. Estaba en una habitación individual, y parecía que habían hecho todo lo que era posible hacer por ella. Para mí era ya obvio, por la forma de actuar de los médicos, el coordinador, las enfermeras, que no tenían confianza alguna en que fuera a conseguirlo. La miré en aquella cama de hospital, bajo la luz mortecina, y reconocí la expresión de su cara (que tantas veces había visto en otros donantes). Era como si anhelara que sus ojos vieran directamente hacia dentro, para poder patrullar y conciliar del mejor modo posible las distintas zonas de dolor de sus entrañas, al igual, quizá, que un cuidador inquieto correría de un rincón a otro del país para atender en el lecho del dolor a tres o cuatro de sus donantes. En sentido estricto, conservaba la conciencia pero estaba en otra parte, y a mí, allí de pie, junto a su cama metálica, no me era posible llegar a ella. De todas formas, acercaba una silla y me sentaba y le cogía una mano entre las mías, y se la apretaba cada vez que una oleada de dolor la hacía retorcerse.

Estaba a su lado todo el tiempo que me permitían: tres horas, tal vez más. Y, como digo, la mayor parte del tiempo Ruth estaba muy lejana, muy dentro de sí misma. Pero una vez la vi retorcerse de un modo horriblemente antinatural, e hice ademán de levantarme e ir a llamar a las enfermeras para que le administrasen más analgésicos, y entonces, por espacio de apenas unos segundos, Ruth me miró de frente y supo exactamente quién era. En una de las pocas islas de lucidez que los donantes a veces tienen en medio de sus atroces batallas, siguió mirándome, y aunque no habló supe lo que su mirada me decía. Así que le dije:

– Está bien, voy a hacerlo, Ruth. Voy a ser la cuidadora de Tommy en cuanto pueda.

Lo dije en voz muy baja, porque no creía que pudiera oír mis palabras aunque se las dijera a voz en grito. Pero tenía la esperanza de que, si nuestras miradas seguían unidas durante unos cuantos segundos, ella sabría leer mi expresión como yo había sabido leer la suya. Luego el momento pasó, y ella volvió a su lejanía. Nunca podré saberlo con certeza, pero creo que me entendió. Y aunque no lo hubiera hecho, lo que ahora pienso es que probablemente Ruth supo todo el tiempo, antes incluso de que lo supiera yo, que llegaría a ser la cuidadora de Tommy, y que «lo intentaríamos», tal como ella nos había instado aquel día en el coche.

20

Me convertí en cuidadora de Tommy al año casi exacto del viaje que hicimos juntos para ver el barco. No había pasado mucho tiempo desde la tercera donación de Tommy, y aunque se estaba recuperando bien, seguía necesitando mucho descanso, y, según pudimos comprobar luego, no fue un mal modo de empezar esta nueva fase juntos. No tardé en acostumbrarme a Kingsfield, e incluso empezó a gustarme.

La mayoría de los donantes de Kingsfield consiguen una habitación para ellos solos después de la tercera donación, y a Tommy se le asignó una de las habitaciones individuales más grandes del centro. Hubo quien dio por sentado que era yo la que se la había conseguido, pero no era cierto; fue sencillamente suerte, y, de todas formas, tampoco era una habitación tan maravillosa. Creo que en los tiempos en que Kingsfield fue un centro de vacaciones la estancia asignada había sido un cuarto de baño, porque la única ventana que tenía era de cristal esmerilado y estaba muy alta, casi a la altura del techo. Sólo podías mirar al exterior subiéndote a una silla y abriéndola, y aun así sólo conseguías ver una zona de tupidos arbustos. La habitación tenía forma de L, de modo que, además de la cama, la silla y el armario, cabía también un pequeño pupitre con tapa (que constituía todo un extra, como explicaré más adelante).

No quiero dar una idea falsa del período que pasé en Kingsfield. Muchas cosas fueron apacibles, casi idílicas. Solía llegar todos los días después del almuerzo, y al entrar veía a Tommy tendido en la cama estrecha, siempre completamente vestido, porque no quería parecer «un paciente». Me sentaba en la silla y le leía cosas de los libros de bolsillo que le había llevado, obras como la Odisea o Las mil y una noches. O si no solíamos charlar, a veces sobre los viejos tiempos, a veces sobre otras cosas. A menudo, al caer la tarde, se quedaba dormido, mientras yo ponía al día mis informes en el pupitre de al lado. Era realmente asombroso cómo los años parecían esfumarse, y cómo nos sentíamos tan cómodos el uno con el otro.

Como es lógico, no todo era como antes. Tommy y yo, por ejemplo, habíamos empezado a tener relaciones sexuales. No sé lo mucho o poco que Tommy habría pensado en nosotros respecto al sexo antes de que hubiéramos empezado. Él, al fin y al cabo, aún estaba recuperándose, y el sexo no era quizá lo primero que tenía en mente. Yo no quería forzarle en tal sentido, pero por otra parte pensaba que, si lo dejaba pasar demasiado tiempo, cuando quisiéramos empezar cada vez se nos haría más difícil convertirlo en una parte natural de nosotros mismos. Y otro de mis pensamientos decisivos, supongo, fue que si nuestros planes seguían los deseos de Ruth y nos decidíamos a solicitar un aplazamiento, resultaría un grave inconveniente el hecho de no haber tenido nunca relaciones sexuales. No es que pensara que ésa iba a ser una de las preguntas que nos harían necesariamente llegado el caso. Pero me preocupaba que pudiera resultar muy evidente nuestra falta de intimidad física.

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