– Ahí está, Kath. Mira. Junto a la peluquería.
Y, en efecto, era ella, caminando por la otra acera, con su pulcro traje gris, idéntico a los que había llevado siempre.
Empezamos a seguir a Madame a una razonable distancia, primero por la zona peatonal y luego por High Street, ahora casi desierta. Creo que en ese momento los dos recordamos el día en que seguimos por las calles de otra ciudad a la posible de Ruth. Pero esta vez las cosas resultaron mucho más sencillas, porque Madame pronto nos condujo a la calle larga cercana al paseo marítimo.
Como la calle era completamente recta y la luz del atardecer la iluminaba hasta el fondo, vimos que podíamos seguir a Madame desde muy lejos -no necesitábamos que fuera mucho más que un punto- sin correr el menor riesgo de perderla. De hecho, en ningún momento dejamos de oír el eco de sus tacones, del que el rítmico golpear de la bolsa de Tommy contra su pierna parecía una especie de réplica.
Seguimos a Madame durante largo rato, y dejamos atrás la hilera de casas idénticas. Entonces se acabaron las casas de la acera de enfrente y aparecieron en su lugar varias zonas llanas de hierba; y, más allá de ellas, se divisaban los techos de las casetas de la playa, alineadas junto a la orilla. El agua no era visible, pero la intuías por el gran cielo abierto y el alboroto de las gaviotas.
Las casas de nuestra acera continuaban sin cambio alguno, y al cabo de un rato le dije a Tommy:
– Ya no falta mucho. ¿Ves aquel banco de allí? Es donde me senté a esperarla. La casa está un poco más allá.
Hasta que dije esto, Tommy había estado bastante tranquilo. Pero de pronto pareció inquietarse y empezó a andar mucho más rápido, como si quisiera alcanzarla enseguida. Pero no había nadie entre Madame y nosotros, y a medida que Tommy iba acortando la distancia yo tenía que agarrarle del brazo para hacerle ir más despacio. Temía que en cualquier momento Madame se diera la vuelta y nos viera, pero no lo hizo, y pronto llegó a su cancela y recorrió el breve trecho que la separaba de su puerta. Se detuvo en ella y buscó las llaves en el bolso, y un instante después estábamos ante la cancela, mirándola. No se había vuelto, y se me ocurrió la idea de que había sabido todo el tiempo que la estábamos siguiendo y había hecho caso omiso de nosotros deliberadamente. Pensé también que Tommy estaba a punto de gritarle algo, y que sería precisamente algo que no debía. Por eso me adelanté, y lo hice rápidamente y sin vacilación, y desde la cancela.
Fue sólo un cortés «Disculpe», pero Madame giró en redondo como si le hubiera arrojado algo. Y cuando su mirada cayó sobre nosotros, me recorrió un frío intenso, muy parecido al que había sentido años atrás la vez que la acosamos en Hailsham, a la entrada de la casa principal. Tenía los mismos ojos fríos, y su cara era quizá aún más severa que la que yo recordaba. No sé si nos reconoció en ese primer momento, pero sin duda vio y decidió en un solo instante lo que éramos, porque la vi ponerse rígida, como si un par de grandes arañas hubieran empezado a avanzar hacia ella.
Entonces algo cambió en su expresión. No es que se volviera más cálida. Pero desapareció de ella la repugnancia, y nos estudió con atención, encogiendo los ojos ante el sol, ya declinante.
– Madame -dije, apoyándome en la cancela-. No queremos asustarla ni nada parecido. Pero estuvimos en Hailsham. Yo soy Kathy H., no sé si me recuerda. Y éste es Tommy D. No hemos venido a causarle ningún problema.
Retrocedió unos pasos hacia nosotros.
– De Hailsham… -dijo, y una pequeña sonrisa se dibujó en su cara-. Bueno, es toda una sorpresa. Si no pensáis causarme ningún problema, ¿por qué estáis aquí?
Tommy, de pronto, dijo:
– Tenemos que hablar con usted. He traído unas cosas -dijo, levantando la bolsa-. A lo mejor las quiere para su Galería. Tenemos que hablar con usted.
Madame siguió allí de pie, sin apenas moverse bajo el tenue sol, con la cabeza ladeada, como si escuchara algún sonido de la orilla del mar. Luego volvió a sonreír, aunque la sonrisa no parecía ir dirigida a nosotros, sino sólo a sí misma.
– Muy bien, pues. Pasad adentro. Veremos de qué queréis hablarme.
Al entrar reparé en que la puerta principal tenía paneles de cristal coloreado, y cuando Tommy la cerró a nuestra espalda, nos envolvió la penumbra. Estábamos en un pasillo tan estrecho que tenías la sensación de poder tocar las dos paredes con sólo extender un poco los codos. Madame se detuvo y se quedó quieta, con la espalda hacia nosotros, y pareció ponerse de nuevo a escuchar. Miré más allá de ella y alcancé a ver que el pasillo, pese a su estrechez, se dividía en dos: a la izquierda había una escalera que subía; a la derecha, un pasaje aún más estrecho que conducía hacia el interior de la casa.
Siguiendo el ejemplo de Madame, me puse a escuchar. Pero en la casa reinaba el silencio. Luego, quizá de algún lugar del piso de arriba, llegó un débil golpe sordo. Aquel pequeño ruido pareció significar algo para ella, porque se volvió hacia nosotros y señaló el pasaje oscuro y dijo:
– Id ahí dentro y esperadme. Bajaré enseguida.
Empezó a subir las escaleras, y, al ver nuestra indecisión, se inclinó sobre el pasamanos y señaló de nuevo la oscuridad.
Tommy y yo nos dirigimos hacia ella y enseguida nos encontramos en lo que debía de ser el salón de la casa. Era como si un sirviente hubiera dispuesto el lugar para la noche y se hubiera marchado: las cortinas estaban echadas y había unas débiles lámparas de mesa encendidas. Olí el viejo mobiliario, probablemente Victoriano. La chimenea estaba cegada con un tablero, y donde debía haber estado el fuego había una especie de tapiz: una extraña ave -parecida a un búho- que te miraba fijamente. Tommy me tocó el brazo y apuntó con el dedo hacia un cuadro enmarcado que colgaba de un rincón, sobre una pequeña mesa redonda.
– Es Hailsham -susurró.
Nos acercamos a mirarlo. Yo no estaba tan segura de que fuera Hailsham. Era una bonita acuarela, pero la lámpara de mesa de debajo tenía la tulipa arrugada y con restos de telarañas, y en lugar de iluminar el cuadro imprimía una especie de brillo sobre su cristal velado, de forma que apenas podías apreciar lo que éste representaba.
– Es lo que rodeaba la parte de atrás del estanque de los patos -dijo Tommy.
– ¿A qué te refieres? -le respondí en un susurro-. Ahí no hay ningún estanque. Es sólo un trozo de campo.
– No, el estanque estaría detrás de ti. -Tommy parecía increíblemente irritado-. Tienes que acordarte. Si rodeas la parte de atrás del estanque, con el estanque a tu espalda, y miras hacia el Campo de Deportes Norte…
Volvimos a guardar silencio, porque llegaba ruido de voces desde alguna parte de la casa. Parecía la voz de un hombre, y quizá venía de arriba. Entonces oímos una voz, que sin ninguna duda era la de Madame bajando las escaleras, que decía:
– Sí, tienes razón. Toda la razón.
Esperamos a que Madame entrara en el salón, pero sus pasos no se detuvieron y siguieron hacia el fondo de la casa. Me vino repentinamente a la cabeza que se disponía a preparar té y bollitos, que traería al salón en un carrito, pero luego pensé que era una tontería, que seguramente hasta había olvidado que la esperábamos, y que en cuanto se acordara vendría a decirnos que nos marcháramos. Entonces una bronca voz de varón dijo algo arriba, pero nos llegó tan amortiguada que deduje que vendría del segundo piso. Los pasos de Madame volvieron al pasillo, y le oímos decir:
– Ya te he dicho lo que tienes que hacer. Hazlo como te he dicho.
Tommy y yo esperamos unos minutos más. Entonces la pared de la parte de atrás del salón empezó a moverse, y casi inmediatamente vi que no era en realidad una pared sino unas puertas correderas que separaban la parte frontal, donde estábamos, de lo que de otro modo sería una gran estancia alargada y diáfana. Madame había descorrido las puertas sólo a medias, y ahora estaba allí en el hueco, mirándonos con fijeza. Traté de ver lo que había a su espalda, pero era todo oscuridad. Pensé que quizá esperaba a que le explicáramos por qué estábamos allí, pero al final dijo:
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