Kazuo Ishiguro - Nunca Me Abandones

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A primera vista, los jovencitos que estudian en el internado de Hailsham son como cualquier otro grupo de adolescentes. Practican deportes, o tienen clases de arte donde sus profesoras se dedican a estimular su creativi-dad. Es un mundo hermйtico, donde los pupilos no tienen otro contacto con el mundo exterior que Madame, como llaman a la mujer que viene a llevarse las obras mбs interesantes de los adolescentes, quizб para una galerнa de arte, o un museo. Kathy, Ruth y Tommy fueron pupilos en Hailsham y tambiйn fueron un triбngulo amoroso. Y ahora, Kathy K. se permite recordar cуmo ella y sus amigos, sus amantes, descubrieron poco a poco la verdad. El lector de esta esplйndida novela, utopнa gуtica, irб descubriendo que en Hailsham todo es una re-presentaciуn donde los jуvenes actores no saben que lo son, y tampoco saben que no son mбs que el secreto terrible de la buena salud de una sociedad.

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Pero me he apartado un poco del asunto. La razón de que haya hablado de esto es que el concepto de cosas que «se abren como una cremallera» trascendió del codo de Tommy para convertirse en una broma entre nosotros referida a las donaciones. La idea era que, llegado el momento, con sólo abrirte la cremallera de una parte de ti mismo, se te saldría un riñón u otra víscera cualquiera, que tenderías a quien procediese. No es que la cosa nos pareciese muy graciosa en sí misma; era más bien una forma que teníamos de hacernos perder el apetito. Te abrías la «cremallera» del hígado, por ejemplo, y lo tirabas en el plato de alguien. Ese tipo de broma. Recuerdo que una vez Gary B., que tenía un apetito insaciable, volvía con su tercer plato de pudin, y prácticamente todos los de la mesa «se abrieron la cremallera» de partes de sí mismos y fueron amontonándolas en el bol de Gary, mientras él seguía atiborrándose a conciencia.

A Tommy nunca le gustó gran cosa que lo de las cremalleras se pusiera de moda otra vez, pero para entonces las tomaduras de pelo dirigidas contra su persona eran agua pasada y nadie lo relacionaba ya con esta broma. Era algo que hacíamos para reírnos un poco, para conseguir que alguien dejase de comer lo que tenía en el plato, y también, supongo, como un modo de reconocimiento de lo que nos esperaba en el futuro. Y esto es lo que quería decir antes. En aquel tiempo de nuestra vida ya no nos apartábamos con espanto cuando se mencionaba el asunto de las donaciones, como habíamos hecho un año o dos atrás; pero tampoco pensábamos en ello muy seriamente, ni lo sometíamos a debate. Todo aquello de «abrirse la cremallera» no era sino una manifestación perfectamente comprensible del modo en que el asunto nos afectaba cuando teníamos trece años.

Así que diría que la señorita Lucy tenía razón cuando un par de años después afirmó que «se nos había dicho y no se nos había dicho». Y -lo que es más- ahora que pienso en ello diría también que lo que la señorita Lucy nos dijo aquella tarde condujo a un cambio de actitud real en todos nosotros. Fue a partir de aquel día cuando cesaron las bromas sobre las donaciones, y cuando empezamos a pensar juiciosamente en las cosas. Si algo varió fue precisamente que las donaciones volvieron a ser un tema que todos orillábamos, pero no de la forma en que lo habíamos hecho cuando éramos más pequeños. Ahora ya no era incómodo o embarazoso, sino sencillamente sombrío y serio.

– Es extraño -me dijo Tommy cuando hace unos años lo recordamos todo de nuevo-. Ninguno de nosotros se paró a pensar en cómo se sintió ella, la señorita Lucy. Nunca nos preocupó si se había buscado algún problema al decirnos lo que nos dijo. Éramos tan egoístas entonces…

– No puedes culparnos a nosotros -dije-. Se nos enseñó a pensar en nuestros compañeros, pero jamás en nuestros custodios. No se nos ocurrió nunca la idea de que hubiera diferencias entre ellos.

– Pero teníamos edad suficiente -dijo Tommy-. Con nuestra edad tendría que habérsenos ocurrido. Sin embargo no se nos ocurrió. No pensamos en absoluto en la pobre señorita Lucy. Ni siquiera después, ya sabes, cuando tú la viste.

Supe al instante a qué se refería. Hablaba de aquella mañana de principios de nuestro último verano en Hailsham, cuando me topé con la señorita Lucy en el Aula Veintidós.

Al pensar en ello ahora, me doy cuenta de que Tommy tenía razón. A partir de aquel momento debería haber sido meridianamente claro, incluso para nosotros, cuan atribulada estaba la señorita Lucy. Pero como dijo Tommy, jamás consideramos nada desde su punto de vista, y jamás se nos ocurrió decir o hacer algo para apoyarla.

8

Muchos de nosotros habíamos cumplido ya dieciséis años. Era una mañana de sol radiante y acabábamos de bajar al patio después de una clase en la casa principal cuando de pronto me acordé de algo que me había dejado olvidado en el aula. Así que subí hasta la tercera planta, y allí es donde me sucedió lo de la señorita Lucy.

En aquellos días yo tenía un juego secreto. Cuando me encontraba sola dejaba lo que estuviera haciendo y buscaba una vista -desde la ventana, por ejemplo, o el interior de un aula a través de una puerta-, cualquier vista en la que no hubiera personas. Lo hacía para poder formarme la ilusión, al menos durante unos segundos, de que aquel lugar no estaba atestado de alumnos sino que era una casa tranquila y apacible donde vivía con otras cinco o seis personas. Y para que esta fantasía funcionara, tenía que sumirme en una especie de ensueño, y aislarme de todos los ruidos y todas las voces. Normalmente tenía que armarme de paciencia: si, pongamos por caso, estaba en una ventana y fijaba la mirada en un punto concreto del campo de deportes, puede que tuviese que esperar siglos para que se dieran esos dos segundos en los que no había nadie en el encuadre. En cualquier caso, era eso lo que estaba haciendo aquella mañana después de haber recogido lo que había olvidado en la clase y haber salido al rellano de la tercera planta.

Estaba muy quieta junto a una ventana y miraba la parte del patio en la que había estado apenas unos instantes antes. Mis amigas se habían ido, y el patio se vaciaba por momentos, de forma que estaba esperando a poder poner en práctica mi juego secreto cuando oí a mi espalda algo parecido a un escape de gas o de vapor en violentas ráfagas.

Era un sonido sibilante que se prolongó durante unos diez segundos; luego cesó y volvió a sonar. No me alarmé exactamente, pero dado que al parecer era la única persona en la cercanía, pensé que lo mejor sería ir a averiguar qué pasaba.

Crucé el rellano en dirección al sonido, avancé por el pasillo y dejé atrás el aula en la que acababa de estar, y llegué al Aula Veintidós, la segunda empezando por el fondo. La puerta estaba entreabierta, y en cuanto me acerqué a ella el ruido sibilante volvió a oírse, esta vez con mayor intensidad. No sé lo que esperaba encontrar al empujar la puerta con cautela, pero mi sorpresa fue mayúscula al ver a la señorita Lucy.

El Aula Veintidós se utilizaba raras veces para las clases, porque era demasiado pequeña y nunca había suficiente luz, ni siquiera en un día como aquél. A veces los custodios entraban para corregir nuestros trabajos o para ponerse al día en sus lecturas. Aquella mañana el aula estaba más oscura que de costumbre, porque las persianas estaban echadas casi totalmente. Habían juntado dos mesas, como para que pudiera sentarse un grupo, pero la señorita Lucy estaba sola, sentada a un lado, cerca del fondo. Vi varias hojas de un papel oscuro y satinado diseminadas sobre la mesa de enfrente de la señorita Lucy. Ella estaba inclinada sobre la mesa, absorta, con la frente muy baja, los brazos sobre el tablero, trazando líneas furiosas sobre una hoja con un lápiz. Bajo las gruesas líneas negras vi una pulcra letra azul. Siguió restregando la punta del lápiz sobre el papel, casi como si estuviera sombreando en la clase de Arte, sólo que sus movimientos eran mucho más airados, como si no le importara que el papel se agujereara. Entonces, en ese momento, me di cuenta de que ése era el ruido extraño que había oído antes, y que lo que había tomado por papeles oscuros y satinados habían sido, instantes atrás, hojas de cuidada letra azul.

Se hallaba tan ensimismada en lo que estaba haciendo que tardó en reparar en mi presencia. Cuando alzó la vista, sobresaltada, vi que tenía la cara congestionada, aunque sin rastro alguno de lágrimas. Se quedó mirándome, y al final dejó el lápiz.

– Hola, jovencita -dijo, y aspiró profundamente-. ¿Qué puedo hacer por ti?

Creo que aparté la vista para no tener que mirarla a ella o al papel que había sobre la mesa. No recuerdo si dije gran cosa, si le expliqué lo del ruido, y que había entrado por si era gas. En cualquier caso, no fue una conversación propiamente dicha: ella no quería que yo estuviera allí, y yo tampoco quería estar. Creo que me disculpé y salí del aula, esperando a medias que me llamara. Pero no lo hizo, y lo que hoy recuerdo es que bajé las escaleras llena de vergüenza y resentimiento. En aquel momento quería más que nada en el mundo no haber visto lo que acababa de ver, aunque si se me hubiera preguntado por qué estaba tan disgustada no habría sido capaz de precisar el motivo. La vergüenza, como digo, tenía mucho que ver con ello, y también la furia, aunque no exactamente contra la señorita Lucy. Me sentía muy confusa, y probablemente por eso no les conté nada a mis amigas hasta mucho tiempo después.

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