Aquella charla de la señorita Emily da una idea cabal de lo que estoy diciendo. Estábamos hablando de sexo, pero pronto salían a relucir los temas específicos de nuestra condición. Supongo que éste era el modo en que «se nos decía y no se nos decía».
Pienso que al final debimos de asimilar bastante información, porque recuerdo que, hacia esa edad, tuvo lugar un gran cambio en el modo de tratar todo lo que tenía que ver con las donaciones. Hasta entonces, como he dicho, habíamos hecho cuanto estaba en nuestra mano para evitar el tema; habíamos reculado a la menor señal de que íbamos a adentrarnos en ese terreno; y siempre que algún idiota había sido descuidado a este respecto -como Marge en aquella ocasión-, se había llevado un castigo severo. Pero desde que tuvimos trece años, como digo, las cosas empezaron a cambiar. Seguíamos sin hablar de las donaciones o de cualquier cosa que tuviera que ver con ellas; seguíamos considerando incómodo todo lo relacionado con la cuestión, y al mismo tiempo llegó a ser algo sobre lo que bromeábamos, del mismo modo que bromeábamos sobre el sexo. Mirando hacia atrás hoy, yo diría que la norma de no hablar abiertamente de las donaciones seguía en vigor y con la misma fuerza de siempre. Pero ahora no estaba mal, e incluso era algo obligado, que de cuando en cuando se hiciera alguna alusión jocosa a aquellas cosas que nos esperaban en el horizonte.
Un buen ejemplo de lo que digo es lo que sucedió aquella vez en que Tommy se hizo un corte en el codo. Debió de ser justo antes de mi charla con él junto al estanque; por la época, supongo, en que Tommy estaba saliendo de aquella fase en la que se metían con él y le tomaban el pelo.
No era un tajo muy profundo, y aunque se le mandó a Cara de Cuervo para que lo examinara, volvió casi de inmediato con una gasa en el codo. Nadie volvió a pensar mucho en ello hasta un par de días después, cuando Tommy se quitó la gasa y nos enseñó una herida a medio cerrarse. Se le veían trocitos de piel que empezaban a pegarse, y pequeñas partículas rojas y blandas asomándole por debajo. Estábamos a mitad del almuerzo, así que todos le hicimos corro y exclamamos: «¡Ajjj!». Luego Christopher H., de un curso superior al nuestro, dijo con un semblante absolutamente serio:
– Lástima que sea en esa parte del codo. En cualquier otra parte, no habría tenido la menor importancia.
Tommy pareció preocuparse (Christopher era alguien a quien él admiraba mucho en aquella época), y le preguntó a qué se refería. Christopher siguió comiendo, y luego dijo como si tal cosa:
– ¿No lo sabes? Si está justo en el codo, se te puede abrir como una cremallera. En cuanto dobles el brazo bruscamente. Y se te abriría no sólo esa parte, sino el codo entero. Como una bolsa que se abre con una cremallera. Pensaba que lo sabías.
Oí a Tommy quejarse de que Cara de Cuervo no le hubiera advertido de ese riesgo, pero Christopher se encogió de hombros y dijo:
– Pensaba que lo sabías, seguro. Todo el mundo lo sabe.
Los compañeros de alrededor mascullaron algo en señal de asentimiento.
– Tienes que mantener el brazo completamente recto -dijo alguien-. Doblarlo lo más mínimo puede ser peligrosísimo.
Al día siguiente vi a Tommy con el brazo recto y rígido, y con aire preocupado. Todo el mundo se reía de él, y eso me enfurecía, pero tenía que admitir que la cosa tenía cierta gracia. Luego, hacia el final de la tarde, salíamos del Aula de Arte cuando Tommy se acercó a mí en el pasillo y me dijo:
– Kath, ¿podría hablar un momento contigo?
Esto fue quizá un par de semanas después de que me hubiera acercado a él en el campo de deportes para recordarle lo de su polo preferido, así que se suponía que éramos bastante amigos. Fuera como fuese, el hecho de que viniera de ese modo a preguntarme si podía hablar conmigo en privado resultaba un tanto embarazoso, y me dejó un poco desconcertada. Quizá eso pueda explicar en parte por qué no fui más amable.
– No es que esté muy preocupado ni nada parecido -empezó, en cuanto me hubo llevado aparte-. Pero quiero prevenirme, eso es todo. Con la salud no hay que correr riesgos. Necesito que alguien me ayude, Kath. -Lo que le preocupaba, me explicó, era lo que podía hacer mientras dormía. Doblar el brazo, por ejemplo-. Siempre tengo sueños de ésos en los que peleo contra montones de soldados romanos.
En cuanto le interrogué un poco, me di perfecta cuenta de que multitud de compañeros -incluso muchos de los que no habían estado en aquel almuerzo- habían ido a repetirle la advertencia de Christopher. De hecho, algunos habían llevado mucho más lejos la patraña: le habían contado que un alumno que se había ido a dormir con un tajo en el codo como el suyo se había despertado con todo el esqueleto del brazo y la mano a la vista, y toda la piel suelta al lado «como uno de esos guantes largos de My Fair Lady».
Lo que Tommy me pedía era que le ayudara a ponerse una tablilla en el brazo para mantenerlo recto durante la noche.
– No me fío de nadie más -dijo, levantando una gruesa regla que solía usar-. Son capaces de ponérmela de forma que se suelte mientras duermo.
Me miraba con absoluta inocencia, y no supe qué decir. Una parte de mí se moría de ganas de decirle lo que le estaban haciendo, y supongo que sabía que no hacerlo sería como traicionar la confianza que se había creado entre nosotros desde el momento en que le recordé lo del polo en el campo de deportes. Y si me avenía a entablillarle el brazo me convertía al instante en uno de los principales ejecutores de la broma. Y todavía me sentía avergonzada por no habérselo dicho en un principio. Pero hay que tener en cuenta que yo era aún muy jovencita, y que sólo disponía de unos segundos para decidirme. Y cuando alguien te pide que hagas algo en un tono tan lastimero, es muy difícil negarse.
Supongo que lo que primó en mí fue el deseo de que no se disgustara. Porque me daba cuenta de que, a pesar de todo su desasosiego por el brazo, a Tommy le emocionaba la preocupación por su salud que creía que todos le estaban demostrando. Claro que yo sabía que se iba a enterar de la verdad tarde o temprano, pero en aquel momento no fui capaz de decírselo. Lo menos malo que se me ocurrió fue preguntarle:
– ¿Te ha dicho Cara de Cuervo que hagas esto?
– No. Pero imagina lo furiosa que se pondría si el codo se me sale todo entero.
Seguía sintiéndome mal, pero le prometí entablillarle el brazo más tarde -en el Aula Catorce, media hora antes de la campana nocturna-, y lo vi marchar tranquilizado y agradecido.
El caso es que no tuve que pasar por ello, porque Tommy lo averiguó todo antes. Hacia las ocho de la tarde estaba yo bajando la escalera principal cuando oí unas grandes carcajadas que venían de la planta baja. Se me encogió el corazón porque supe inmediatamente que tenían que ver con Tommy. Me detuve en el rellano de la primera planta y miré por encima de la barandilla y vi que Tommy salía de la sala de billar con grandes y sonoras zancadas. Recuerdo que pensé: «Al menos no está chillando». Y no lo hizo en ningún momento: fue hasta el guardarropa, recogió sus cosas y se fue de la casa principal. Y durante todo este tiempo, las risotadas siguieron saliendo por la puerta abierta de la sala de billar, mientras algunas voces aullaban cosas como la siguiente:
– ¡Si pierdes los estribos, el codo se te sale sin remedio !
Pensé en salir detrás de él y alcanzarlo en la oscuridad antes de que llegara al barracón del dormitorio, pero recordé que le había prometido entablillarle el codo para pasar la noche, y no me moví. Y me dije a mí misma una y otra vez: «Al menos no ha tenido una rabieta. Al menos se ha controlado el mal genio».
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