La tranquilidad y la indiferencia de Rong le hicieron volver a la realidad. Pensó que tenía que vivir como él, con los pies en el suelo. Dijo:
– Me voy a instalar en uno de esos pueblos de montaña.
– Piénsalo bien -dijo Rong-, en esas montañas se puede entrar, pero luego ya no se puede salir. Siempre has tenido muchas ilusiones, deberías pensar muy bien lo que quieres.
Luego Rong le sugirió que fuera a un pueblo que tuviera electricidad y donde llegaran los autobuses, para que, si alguna vez se ponía enfermo, pudiera ir ese mismo día al hospital del distrito.
Rong le avisó:
– Si quieres integrarte a la comunidad, debes tener buenas relaciones con los jefes locales y los funcionarios del pueblo. No menciones tus historias de Beijing, tampoco digas nada de eso a los funcionarios del distrito cuando te presentes a ellos.
– Ya lo sé, ya no espero nada, tan sólo he venido a buscar refugio. Espero encontrar una buena muchacha de aquí y formar una familia.
– No sé si lo conseguirás -dijo Rong riendo.
La mujer de Rong le dijo entonces:
– No te preocupes, yo te encontraré una, es muy fácil.
Pero Rong se volvió hacia su mujer y le dijo:
– ¡Está bromeando!
***
Le echó el ojo a una casa de adobe que estaba algo separada de las demás, al lado de la escuela de la pequeña aldea. La acababan de construir los del equipo de producción. El invierno pasado pusieron las tejas y los cabrios. Las paredes eran de planchas con piedras y barro, todavía no las habían encalado. El tejado estaba por terminar y, cuando llovía mucho, las gotas traspasaban los intersticios de las tejas. Aún no había vivido nadie en aquella casa. Tapó las grietas de las paredes y los marcos de las puertas y de las ventanas con cal, luego pegó papel blanco sobre los cristales. Después montó una cama con una plancha de madera. Colocó algunos ladrillos en el suelo de arena para poner sus cajas de libros y las protegió con un plástico. Encima puso los palillos para comer, el tazón y los objetos personales que más usaba. Colocó una tinaja de agua en la habitación y mandó construir una mesa al carpintero de la aldea. Se sentía totalmente satisfecho.
Cuando regresaba de escardar los arrozales, se quitaba el barro que tenía pegado a los pies y a las piernas en las charcas de lentejas de agua, luego se preparaba una taza de té verde, se sentaba en una pequeña silla de respaldo de bambú y contemplaba las montañas que se extendían a lo lejos, en la bruma. En aquellos momentos, sin quererlo, el verso de Tao Yuanming le venía a la mente, «Recojo los crisantemos bajo el seto al este de mi casa, mientras contemplo despreocupado la montaña del sur», pero no estaba tan despreocupado como aquel letrado ermitaño. Cada mañana, al alba, cuando escuchaba en los altavoces del pueblo «El oriente es rojo, el sol se levanta, ha llegado Mao a China…», se iba a replantar el arroz con los campesinos; pero no tenía que recitar El Libro rojo delante de nadie. Cuando acababa su jornada laboral, nadie lo vigilaba; se tomaba su taza de té verde, se sentaba en la silla de bambú, con las piernas estiradas, y se sentía bien. Por la noche, se tumbaba solo sobre la enorme plancha de madera y no tenía que preocuparse de si hablaba en sueños. Era la auténtica felicidad.
Se había convertido en un campesino y tenía que ganarse la vida con sus manos. Tenía que aprender los trabajos agrícolas, la labranza, la construcción de diques, el trasplante y la cosecha del arroz, el transporte del estiércol. Debía aprenderlo todo, pues no esperaba continuar recibiendo su salario durante mucho tiempo. Tenía que vivir entre los campesinos, no podía dejar que pensaran que se escondía de algo; debía hacer su vida allí, y quizá morir también en ese lugar, como si fuera su tierra natal.
Unos meses más tarde, había conseguido seguir el ritmo de trabajo de los campesinos, no como esos funcionarios del distrito que venían para trabajar en una unidad de base y que al cabo de tres días encontraban un pretexto para volverse a marchar. Los funcionarios locales eran señores a los ojos de los campesinos; cuando iban a los campos, sólo era para hacerse los importantes, pero él no era así, a él lo alababan todos. Creyó que se había ganado la confianza de los funcionarios rurales y de los campesinos; entonces quitó los clavos de sus cajas de libros.
El primer libro que sacó fue la obra de Tolstói El poder de las tinieblas, pero el agua que había entrado entre las maderas dejó unas marcas amarillentas en la barba del viejo Tolstói. En la obra teatral, el autor crea un ambiente oscuro y de opresión en el que un campesino acaba matando a su hijo; le impactó mucho, era muy diferente al ambiente aristocrático de Guerra y paz, que Tolstói escribió un poco antes. No lo abrió, por miedo a que repercutiera en la calma interior que acababa de conseguir.
Tenía ganas de leer libros que se alejaran de su entorno, historias muy lejanas, que sólo fueran fruto de la imaginación, cosas increíbles, como El pato salvaje en la «Selección de obras de teatro» de Ibsen. En cambio, todavía no había abierto el volumen primero de La estética, de Hegel, que compró hacía mucho tiempo. Leer le ayudaba a librarse un poco de su cansancio físico. Siempre dejaba sobre la mesa los libros de Marx y de Lenin, pero por la noche, antes de dormir, sacaba de la caja los libros que quería leer de verdad, tumbado en la cama. Una simple bombilla con un hilo que colgaba de una viga iluminaba la estancia. En las casas de los campesinos del pueblo todo estaba a oscuras, pues se acostaban nada más cenar para ahorrar electricidad. Sólo quedaba encendida su bombilla, que no intentaba ocultar, pues eso habría provocado más sospechas.
No prestaba demasiada atención a lo que leía, dejaba simplemente que su imaginación vagara. De hecho, no entendía nada de los personajes de El pato salvaje, de las elucubraciones metafísicas del viejo Hegel. Esos autores vivían en un mundo tan diferente, no habrían entendido el mundo real en el que él vivía, ni siquiera podrían haber imaginado que existiera. Tumbado, escuchaba el sonido de la lluvia que caía sobre las tejas de la vivienda, era la estación de las lluvias; la humedad se apoderaba de todo, las malas hierbas de los caminos y los retoños de los arrozales crecían frenéticamente durante la noche, cada mañana estaban más altos, cada día más verdes. Había decidido pasarse la vida entre los arrozales, siguiendo el ciclo regular de la naturaleza. La vida, que transcurre generación tras generación, es como los retoños de arroz; el hombre es como la planta, ¿para qué tener cerebro? La acumulación de esfuerzos humanos llamada cultura en realidad no sirve de gran cosa. «No sé dónde está la nueva vida», recordó que le dijo Luo; ese compañero de clase había entendido las cosas mucho antes que él. Quizá lo que necesitaba era encontrar una chica de campo, traer al mundo unos cuantos niños y educarlos: éste era probablemente su destino.
Poco antes de la cosecha del arroz, consiguió unos días libres. Los del pueblo solían aprovechar esos días festivos para ir a la montaña a cortar leña. Con el hacha al cinto, los siguió. Todos los meses iba a la cabeza de distrito a cobrar su salario a la oficina que se encargaba de la gestión de funcionarios enviados a la base. Allí compró leña para varios meses; por eso, para él, ir a la montaña a por más leña era tan sólo una forma de conocer los alrededores.
En un lugar aislado, al pie de la montaña, en el equipo de producción más retirado de la comuna popular, encontró en un caserío de pocas familias a un anciano que llevaba unas gafas de montura de cobre y que estaba sentado al sol delante de su puerta. Tenía un libro carcomido, de encuadernación antigua, que sujetaba con las dos manos y mantenía los brazos extendidos para colocar el libro lejos de sus ojos entreabiertos.
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