– ¡Está leyendo! -exclamó él un tanto admirado.
El viejo se quitó las gafas y dirigió la mirada hacia su dirección; cuando se dio cuenta de que no era uno de los campesinos de la comarca, balbució algo y dejó el libro apoyado sobre sus rodillas.
– ¿Puedo saber qué está leyendo? -preguntó él.
– Un libro de medicina -explicó de inmediato el anciano.
– ¿Qué libro de medicina? -inquirió de nuevo.
– Sobre las enfermedades febriles, ¿sabe usted algo de este libro? -dijo el viejo con cierto desdén en su voz.
– ¿Es usted médico de medicina tradicional? -cambió de tono para demostrarle su respeto.
El anciano le dejó entonces que tomara el libro. Esa vieja obra de medicina sin puntuación estaba impresa en papel de bambú muy liso, sin duda era una edición de la época de los Qmg. Entre los agujeros que habían dejado los insectos aparecían unas anotaciones, pequeños círculos marcados con tinta roja o minúsculos caracteres escritos con esmero. Debían de haber empleado cinabrio para ello, puede que los hubieran escrito sus ancestros, a no ser que fueran del propio viejo. Le devolvió con cuidado el preciado libro. Ese respeto probablemente sorprendió al anciano, que llamó a una mujer de la casa.
– ¡Trae un taburete para este camarada y ofrécele una taza de té!
A pesar de los años de trabajo manual, el viejo todavía tenía una voz sonora. Quizás el hecho de dominar la medicina tradicional le había ayudado.
– No vale la pena -dijo sentándose en un tocón sobre el que se cortaba la leña.
Una mujer de edad avanzada, pero robusta -su nuera o su segunda esposa-, salió de la casa. Llevaba una tetera en una mano y una silla en la otra. Le sirvió un tazón de té hirviendo, en el que flotaban las anchas hojas. Él le dio las gracias, tomó el tazón con las dos manos y observó las montañas de enfrente, en las que las ramas de los abetos se balanceaban sin ruido por la fuerza del viento.
– ¿De dónde vienes?
– De la aldea, de la comuna popular -respondió él.
– ¿Eres un funcionario que ha vuelto a la base?
Asintió con la cabeza y preguntó sonriendo:
– ¿Tanto se nota?
– Está claro que no eres de aquí, eres de la cabeza de distrito de provincia o de fuera.
– De Beijing -dijo directamente.
El viejo inclinó la cabeza y no dijo nada.
– ¡No volveré a la capital, quiero instalarme aquí!
Soltó esas palabras con cierto tono de broma, el tono que empleaba cuando le preguntaban los campesinos, durante las pausas que hacían en los campos, sobre lo que hacía en la gran ciudad, para evitar de ese modo dar demasiadas explicaciones; luego añadía que la comarca le parecía magnífica y el lugar precioso. Pero no tenía por qué actuar del mismo modo con el anciano, que parecía ser una persona culta.
– ¿Y usted? ¿Es de aquí?
– De varias generaciones. Por muy bello que sea el mundo, nunca iguala al lugar donde hemos nacido -dijo el viejo-. Pero también he estado en Beijing.
A él no le sorprendió en absoluto y preguntó:
– ¿En qué año?
– Hace mucho tiempo, fue en la época de la República, estudié en la universidad en 1928.
– ¿Ah, sí? -Calculó que habían pasado más de cuarenta años desde entonces.
– En aquella época, los profesores iban con trajes al estilo occidental y sombrero, llegaban siempre en rickshaw y con el bastón en la mano.
En ese preciso momento, los profesores de la capital se encargaban de barrer las calles o limpiar los lavabos. Eso no lo dijo.
El viejo explicó que lo enviaron a estudiar a Japón con una beca del gobierno y que consiguió un diploma de la Universi dad Imperial de Tokio. Él no dudaba de la veracidad de los hechos que contaba el anciano, pero le habría gustado saber por qué volvió a las montañas. Sin embargo, no podía hacerle la pregunta directamente, así que inquirió:
– ¿Estudió medicina?
El anciano no respondió; se limitó a contemplar con los ojos entornados cómo temblaba el bosque en las montañas de enfrente, como si quisiera calentarse con el sol. Pensó que quizás éste podía ser su destino: estudiaría un poco de medicina tradicional para curar a los campesinos y subsistir por ese medio. Luego se casaría con una campesina para que le diera hijos y, de este modo, tener a alguien que se ocupara de él cuando fuera viejo. Y cuando llegara a esa vejez y ya no fuera capaz de trabajar en el campo, se calentaría al sol y leería libros de medicina para distraerse.
La noche siguiente, escribió a Qian para decirle que se había instalado en el campo y que tenía una casa de adobe como alojamiento para siempre. Si estaba de acuerdo en vivir con él, tendrían de inmediato un nido para ellos dos solos. Por el momento tenía garantizado el sueldo, ella incluso también tendría un sueldo como estudiante diplomada, los dos se sentirían muy bien en el pueblo, podrían llevar una vida de seres humanos. Trazó con especial cuidado los caracteres «seres humanos», llenando dos casillas de su papel de cartas. Esperaba que ella reflexionara seriamente y diera una respuesta clara. Escribió, además, que la escuela del pueblo quería reabrir las puertas y que se proyectaba convertirla en escuela de secundaria, ya que hacía años que los niños no tenían profesor y ya estaban en la edad de ir al instituto. Por lo tanto, necesitaban profesores. Si ella decidía venir, podría dar clases allí, pues la escuela no podía continuar cerrada por mucho tiempo. De lo único de lo que no habló en la carta fue de amor, pero al escribir esas palabras se sintió lleno de felicidad, había recuperado la esperanza, una esperanza que podía materializarse si ella venía, si Qian estaba de acuerdo. Se sentía contento, en ese mundo confuso quizás encontrara por fin un remanso de paz, si ella quería compartirlo con él.
Las hojas del viejo azufaifo que crecía delante de su ventana habían caído; las ramas espinosas se elevaban hacia el cielo gris plomo. El otro árbol era de sebo y sus últimas hojas violeta temblaban sin cesar en la punta de las ramas. Al principio del invierno recibió una respuesta de Qian anunciándole que iría cuando empezaran las vacaciones de invierno en la escuela rural en que trabajaba. La carta era escueta, algunos caracteres trazados con una escritura cuidada, apenas media página que no decía una palabra sobre una eventual vida en común con él. Pero venía al pueblo; tenía que habérselo pensado mucho. La esperanza que había albergado se concretaba.
Cosecharon el arroz tardío, lo pusieron a secar en la era, lo aventaron y luego lo almacenaron en el silo del equipo de producción. El agua de los arrozales se secó, esparcieron las semillas de las plantas que servirían de abono a la espera de arar la tierra y replantar. Había acabado el ciclo anual de los trabajos del campo y los campesinos se dedicaban a sus propias actividades: iban a la montaña a cortar leña para el invierno, reparaban las pocilgas de los cerdos, otros construían casas de adobe porque alguien se casaba o algún miembro abandonaba la familia; él mismo se preparaba para recibir a Qian. Pero no podría encalar las paredes de su casa hasta después del verano, cuando estuviera completamente seca. No tenía mucho que hacer de momento, aparte de añadir un poco de cemento en las grietas de los marcos de las puertas y de las ventanas y bajo el tejado. Cuando Qian llegara, dormiría con él en la habitación, pero de cara a los campesinos era mejor que se casaran. Lo primero que tenía que hacer era esparcir la noticia para que todos estuvieran al corriente de su próximo enlace. Si Qian estaba de acuerdo, sería fácil, le bastaría con ir a la comuna popular a buscar un certificado de matrimonio, no sería necesario preparar un banquete como era tradición en los pueblos. Además, todas las viejas costumbres se habían erradicado; sin embargo, Qian no dijo claramente en su carta si quería casarse con él.
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