Sobre las ruinas del templo situado al borde del burgo, que quedó destruido por un incendio hacía mucho tiempo, levantaron una construcción de dos naves: era la estación de autobuses. Un autocar llegaba cada día de la cabeza de distrito y volvía a marcharse el mismo día. Le costaba recordar el rostro de Qian, pero cuando llegó el autocar, la reconoció enseguida de entre los pasajeros que bajaban. Llevaba una bolsa de viaje rara en la región, y todavía tenía dos trenzas cortas. Estaba morena, parecía haber engordado un poco, quizás a causa de las ropas de invierno. Él salió a su encuentro para tomarle la bolsa y preguntó:
– ¿Has tenido un buen viaje?
Ella explicó que, desde que salió de su aldea, había tomado un autocar, luego un tren, después un coche, luego otro autocar. Por suerte Rong le compró un billete en la estación de autobuses de la cabeza de distrito y la estaba esperando, y ella pudo subir inmediatamente a ese último autocar para llegar aquí. Aliviada, le dijo:
– ¡Hace cuatro días que estoy viajando!
Estaba un poco alterada pero permanecía natural. Caminó apoyada en él sobre los diques que conducían a la aldea, hombro con hombro, apretada a su cuerpo como si se amaran desde hacía años, como si fuera su mujer. Esa joven iba a vivir con él, a convertirse en su esposa; se ayudarían el uno al otro para conseguir salir adelante.
Qian se sentó sobre la cama de paja de arroz, el lugar más confortable de la habitación. Él se sentó frente a ella, sobre la única silla y dijo:
– Si estás cansada, quítate los zapatos, puedes tumbarte un poco para descansar.
Le preparó una taza de té nuevo verde esmeralda, el mejor producto de aquel pueblo de montaña.
Qian contemplaba las paredes irregulares y el tejado oscuro sin falso techo. Él dijo que después del verano podría encalar la casa y comprar madera para fabricar un falso techo; también añadió que le sería fácil encontrar un carpintero que le fabricara algunos muebles. Lo pondrían todo al gusto de ella. Qian le explicó que donde trabajaba, la gente vivía en cuevas con las paredes de loees, pero el clima era muy seco y había mucha pobreza; la tierra era amarilla, escaseaban los árboles, en esa estación se cortaban los rastrojos de maíz para hacer combustible, cualquier rastro de verdor había desaparecido del paisaje. Su escuela no estaba mal; además de ella había tres maestros, los otros dos eran de la comarca; los funcionarios de la brigada de producción del pueblo dirigían la escuela. A ella le había costado mucho llegar hasta aquel lugar, era un gran pueblo de más de doscientas casas situado a quince kilómetros de la cabeza de distrito; el autocar no pasaba por allí, y para llegar había que subirse al carro de un campesino e ir al paso de una mula. Él le dijo que en el pueblo volverían a abrir la pequeña escuela y que iría a ver a los funcionarios de la cabeza de distrito y de la comuna popular para que la trasladaran. Qian estuvo de acuerdo, ya no era una quimera sino la realidad.
Fueron a una pequeña casa de té del burgo y pidieron dos platos de salteados. Era el único restaurante del lugar. Los días de encuentro, el primero y el quince de cada mes, los campesinos de la comarca se reunían alrededor de las diez grandes mesas que había en la planta baja y en el primer piso y descansaban, bebían té o comían, y se armaba un tremendo guirigay. Normalmente, y sobre todo aquella tarde, el restaurante estaba vacío. Sus pasos hacían que crujiera la madera del suelo. Se instalaron en la primera planta, cerca de la ventana, desde donde veían la pequeña calle estrecha de adoquines. Desde aquel lugar también podían ver a los vecinos de las casas de enfrente por sus ventanas, y en la planta baja los comercios de la calle: una carnicería, una tienda de queso de soja, una tienda de tela, que también hacía de supermercado, un bazar que vendía cuerda, cal, ollas, aceite, vinagre, salsa de soja y sal. También había una tienda en la que se vendía aceite y cereales, y se podía moler el arroz, una cooperativa en la que se vendían palanganas, cubos, azadas y útiles de madera, hierro y bambú, y, por último, una botica de medicina china, donde también vendían algunos medicamentos occidentales. En la plaza del pueblo se encontraba la sede de la comuna popular, con un centro veterinario, una policlínica, una caja de ahorros y una comisaría de policía que se encargaba de las comunas de los alrededores, aunque contaba con un solo policía. Allí podían encontrar todos los productos de primera necesidad; además, también se ejercía el poder político de base y se concedían los certificados de matrimonio, sobre los que aparecía impreso el retrato del Dirigente Supremo.
Después de la cena le preguntó qué quería comprar, pero ella no respondió. Recorrieron toda la calle en dos minutos y luego la condujo a la tienda de tejidos que hacía de supermercado y compró un espejo redondo de mesa que tenía en el dorso un soporte metálico. Compró también una sábana para una cama doble, por la que tuvo que dar unos cupones de algodón; por último adquirió un par de fundas de almohada, mezcla de algodón y de nailon, que tenían un precio algo más elevado, pero no era necesario pagar con los bonos de algodón. Qian no se opuso e incluso le ayudó a elegir. Las pocas sábanas que quedaban eran todas de grandes flores rojas y en las fundas de las almohadas aparecían bordados unos corazones. Eran los artículos que los del pueblo compraban cuando se casaban. No tenían elección, Qian le dejó hacer sin objetar nada.
Una vez en la casa de adobe, en la aldea, él cerró la ventana de detrás. Cerca de allí había un estanque de lentejas de agua, bordeado de losas resbaladizas sobre las cuales, al atardecer o incluso de madrugada, las mujeres iban a lavar la ropa. En las noches de verano los hombres se lavaban allí los pies o el cuerpo. En aquel principio de invierno, las ranas permanecían mudas.
Qian dijo que estaba cansada, entonces él cambió la sábana antigua de la cama por la que acababan de comprar. Ella le ayudó a hacer la cama y a colocar las fundas de almohada decoradas con corazones. Como sólo tenía una almohada,.colocó su chándal de lana en la segunda funda. Qian también introdujo algunas ropas que sacó de su bolsa.
Qian fue la primera que se tumbó, él se sentó al borde de la cama y le tendió la mano. Ella le pidió que apagara la luz.
Sólo recordaba su cuerpo, todo lo demás le resultaba extraño. En realidad, no la entendía muy bien, sólo tenía de ella las cartas que le envió, en las que se quejaba o le pedía ayuda. Eran dos seres perdidos en una punta del mundo, compañeros de desgracia que simpatizaban. ¿La amaba? Eso creía. ¿Y Qian? No conseguía saberlo, había recorrido miles de kilómetros para venir a verlo, ¿sólo buscaba un apoyo? Ella se entregó, le dejó hacer lo que quisiera con ella, sin reacción, sin emoción, no se opuso, no dijo nada, y se durmió, al menos eso pensó él. Tenía una mujer, una mujer que le pertenecía legítimamente, una esposa con la que podría construir una vida en común, tener un lenguaje común, confiando el uno en el otro. Bueno, al menos no tendría que casarse con una campesina. En aquel pueblo, en verano, las mujeres que tenían bebés mostraban sus senos en la calle en el momento de darles el pecho, y cuando descansaban a la orilla de los arrozales, provocaban o bromeaban con los hombres, soltaban toda clase de palabras groseras y se comportaban de manera tosca y frívola, sin que nada les importara; no lo soportaba. Se había acostumbrado a bromear con ellas, pero mantenía una cierta distancia, a diferencia de los campesinos, que se divertían con ellas. Se entretenían sobándolas cuando simulaban pelearse, o ellas se lanzaban sobre la cintura de los hombres para quitarles los pantalones. Todos reían a carcajadas al verlos huir con las manos sujetándose el cinturón. Los interminables trabajos del campo no les dejaban muchas más formas de diversión. Las mujeres decían: «¿No te das cuenta de lo bonitas que son las mujeres de aquí?» «¿Las.chicas de la ciudad son tan enanas?», «Mira la piel de Maomei, parece de melocotón, y, además, es capaz de hacer todos los trabajos del campo. A ti, que eres tan desastroso, una mujer así es lo que te conviene». Maomei se escondía detrás de otra muchacha cuando escuchaba estas cosas. La chica era realmente atractiva, pero cuando veía a las del pueblo, imaginaba en lo que se convertiría, y esa no era la vida que deseaba.
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