– Ha sido esta época la que te ha destrozado la vida -replicó. En una de sus cartas, Qian escribió algo parecido a «Nadie puede huir de la realidad, estamos destinados a vivir juntos, al principio es mejor que no empecemos a hablar de amor».
– ¿Por qué me has hecho venir? Podrías haberte quedado con esa pequeña puta, ¿por qué has querido casarte conmigo?
– ¿Quién? ¿De quién hablas?
– ¡De tu Maomei!
– ¡No tengo ninguna relación con esa campesina!
– Le has echado el ojo a esa chica provocativa, ¿por qué has querido remplazarla por mí? -preguntó Qian llorando.
– ¡Es increíble! ¡Divorciémonos enseguida, mañana volveremos a la comuna para decir que anulamos nuestras firmas, que era una farsa, nada más que una broma, eso hará que los funcionarios y los habitantes del pueblo se rían un buen rato!
Qian replicó todavía envuelta en lágrimas:
– No quiero armar más jaleo…
– ¡Entonces duerme!
Hizo que se levantara, sacó de la cama la sábana nueva y las mantas llenas de orina. Qian lo miraba de pie, con una expresión lastimosa. Cuando acabó de hacer la cama, sacó de su bolsa ropas secas y las tiró sobre la cama, luego le ordenó que se cambiara y se metiera dentro. El fue a sacar agua de la tinaja, se lavó la cara y el cuerpo y se quedó sentado sobre el banco, cerca de las cenizas que permanecían todavía en el suelo.
¿Estarían destinados a vivir juntos de ese modo? ¿Él no era para ella nada más que un espantapájaros al que agarrarse? Tenía que esperar a que se durmiera para quemar las hojas que había cubierto de caracteres. Si volvía a tener otra crisis, diría que le faltaba un tornillo. No dejaría ninguna prueba escrita y haría que las hojas se pudrieran en ese líquido pestilente.
Qian dijo que él deseaba que muriera rápidamente, no volvería a salir a solas con él a ningún sitio, si iban a algún lugar desierto, en la montaña o al borde de un río, la podía empujar; ella no era ninguna estúpida, se quedaría en esa habitación, no iría a ninguna parte.
El deseaba que se muriera de repente, sin ni siquiera caer enferma, y desapareciera para siempre, pero no lo dijo. Se arrepentía de no haberse casado con una campesina, sana y sin cultura, que sólo se habría apareado con él, le habría preparado la comida, traído al mundo a los niños, sin penetrar en su interior. No, ¡le daban asco las mujeres!
Cuando Qian se fue, él la acompañó hasta la estación de autobuses del burgo.
– No hace falta que esperes que se vaya el autocar -dijo ella-, vuelve a casa.
No contestó, sólo esperaba una cosa: que el autocar se fuera lo antes posible.
Llegó el invierno. Se pasaba bastante tiempo sobre una especie de brasero que los habitantes del pueblo fabricaban; costaba dos yuans, dentro tenía un recipiente de cerámica en el que se quemaba el carbón y estaba cubierto por una rejilla sobre la que se podía poner una taza de té. Las noches de invierno eran largas, porque anochecía muy temprano. Durante esa época en la que escaseaban las labores agrícolas, los habitantes del pueblo sólo se ocupaban de sus propios quehaceres durante el día, y cuando caía la noche, se sumían en la más profunda oscuridad. Sólo su habitación permanecía iluminada por la bombilla eléctrica. El asunto de la pelea con su nueva esposa fue el centro de las conversaciones durante diez o quince días, luego nadie más le preguntó sobre aquel episodio y todo volvió a la normalidad.
Desde entonces, nadie entraba en su casa dando un simple grito, antes de empujar la puerta para echar un vistazo, charlar un poco, fumar un cigarrillo o beber té. Durante un tiempo recibió así a los campesinos, a los que les daba cigarrillos, pero en la actualidad mantenía más relación con los funcionarios del pueblo y tuvo que rehacer sus hábitos, para acostumbrar a los demás a la presencia de un intelectual que no se metía en los asuntos locales. Los libros de Marx y de Lenin, que siempre estaban sobre la mesa, provocaban la admiración de los funcionarios, que apenas sabían leer. Un día Maomei llamó a la puerta y le preguntó si tenía algo bueno para leer, él le pasó El Estado y la revolución, de Lenin, pero ella entornó los ojos y dijo:
– ¡Qué horror! ¡No voy a entender nada!
La joven había ido a la escuela primaria, pero, aun así, no se atrevió a tomar el libro. Otra vez, la muchacha lo vio por entre la puerta lavando las sábanas con agua hirviendo. Entró y se quedó apoyada en la chambrana. Le dijo que iba a ayudarlo a llevar la ropa al estanque para lavarla con una tabla, de ese modo quedaría mucho más limpia, pero él se negó y le agradeció la intención. La muchacha tardó un instante antes de preguntarle:
– ¿Tú también te vas a marchar?
– ¿Adonde quieres que vaya? -replicó él.
Ella hizo una mueca, mostrando que no creía que se quedara en el pueblo y preguntó de nuevo:
– ¿Por qué se ha ido ella?
Hablaba de Qian, pero evitaba referirse a ella diciendo «tu mujer» o «tu esposa». Lo miraba con sus ojos cristalinos, luego bajó la cabeza y se miró los zapatos, sin dejar de retorcerse la punta de la chaqueta. No podía tener un idilio con aquella chica; ya no confiaba en las mujeres, no quería sentirse atraído por ellas. Permaneció en silencio, absorto en la tarea de lavar la ropa en la palangana. Al ver que no le contestaba, la joven se fue.
Tan sólo le quedaba el papel y el bolígrafo para dialogar consigo mismo y librarse de su soledad. Antes de recuperar su hábito de escribir, lo previó todo: colocaría las hojas de papel enrolladas en el interior del mango de la escoba de bambú que tenía detrás de la puerta; luego, cuando tuviera demasiados manuscritos, los metería en un recipiente que servía para conservar las verduras saladas, al fondo del cual había puesto una capa de cal y lo cubriría con un plástico. Enterraría ese recipiente en un agujero que había hecho en el suelo de su habitación, disimulado bajo la gruesa tinaja de agua. No tenía la intención de escribir una obra importante, una especie de tesoro oculto legado a las futuras generaciones. No tenía tantas pretensiones. De hecho, ni siquiera tenía alguna esperanza, ya que no era capaz de pensar en el futuro.
Escuchó a lo lejos unos ladridos, y enseguida ladraron todos los perros de la aldea; luego, poco a poco, fue volviendo la calma. La noche era larga, solo bajo su bombilla, la felicidad de poder sacar lo que tenía dentro hacía que se emocionara, hasta tenía palpitaciones y una ansiedad difusa. Tenía la impresión de que en la oscuridad unos ojos lo observaban por la ventana. Se preguntó si la puerta estaría bien cerrada, pero ya lo había comprobado varias veces. Sin embargo, tenía la impresión de oír unos pasos fuera. Se levantó del brasero y contuvo la respiración, pero no oyó nada.
La luz pálida de la luna iluminaba los cristales sobre los que había pegado papel. La luna salió en mitad de la noche. De nuevo tuvo la sensación de que algo se movía fuera, fue sigilosamente hacia la cabecera de la cama y tiró con suavidad del hilo interruptor de la bombilla. Una sombra se perfiló delante de la ventana y desapareció. Escuchó con claridad el ruido de unos pasos fuera, dejó la bombilla apagada y guardó con precaución los manuscritos que tenía sobre la mesa, luego se tumbó en la cama, mirando fijamente en la oscuridad el papel de la ventana iluminada por el claro de luna.
Bajo esa luz tan pura, todavía había ojos que te espiaban, te observaban, te cernían. Te habían tendido una inmensa emboscada, esperando que tú cayeras en ella. No te atrevías a abrir la puerta o la ventana, no te atrevías a hacer el menor movimiento. Estaba claro que no todo el mundo dormía en esa apacible noche de luna llena. Si perdías la calma, todos los que permanecían agazapados en la oscuridad se te echarían encima y te atraparían para juzgarte.
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