Dos o tres horas transcurrieron de ese modo, el ruido volvió al patio y a las habitaciones, las milicias volvían una tras otra con su botín. No detuvieron a ningún contrarrevolucionario, pero al registrar las casas de los elementos que pertenecían a las cinco categorías encontraron un poco de dinero en efectivo y algunos cupones de cereales. También descubrieron in fraganti a una pareja de adúlteros. El hombre era el herrero de la cooperativa de artesanía del burgo y la mujer era la esposa de Boca Torcida, el farmacéutico de la botica de medicina tradicional: su marido se había marchado a la cabeza de distrito, pero en la habitación oyeron muchos gemidos, comentaban los milicianos que los sorprendieron; estuvieron con la oreja pegada a la ventana durante un buen rato. Se reían a carcajadas al contar aquella escena.
– ¿Y dónde están? -preguntó desde fuera Lao Tao.
– Están acurrucados en el patio.
– ¿Vestidos o desnudos?
– La mujer está vestida, pero el herrero está como vino al mundo.
– ¡Decidle que se ponga un pantalón!
– Sólo se ha traído unos calzoncillos. No le hemos dado tiempo de vestirse. Nos dijeron que deberíamos detener inmediatamente a los que cometieran algún delito, de lo contrario podrían no reconocer los hechos.
En la habitación, Lu ordenó:
– ¡Decidles que escriban una autocrítica y soltadlos!
Segundos más tarde, un miembro de las milicias gritó:
– ¡Secretario Lu, el herrero dice que no sabe escribir!
– Que alguien anote lo que diga. Luego, que firme con la huella del dedo -ordenó Tao, responsable de la milicia.
– Vamos a dormir -le dijo Lu, mientras se volvía a poner los zapatos. Al salir del cuarto, añadió mirando a Tao:
– ¡No vale la pena ocuparse de estas cosas!
En el patio, la mujer estaba con la cabeza gacha, acurrucada contra una pared, el herrero, en calzoncillos, se golpeaba la frente contra el suelo y repetía sin cesar mirando a Lu:
– ¡Secretario Lu, es usted un buen hombre, mi benefactor, no lo olvidaré nunca!
– ¡Vaya espectáculo que habéis dado, marchaos! ¡Y no lo volváis a hacer!
Dicho esto, Lu salió con él al patio.
Aún no había amanecido, el aire era húmedo, el rocío abundante. La bondad del secretario Lu era realmente tan alta como la montaña, acababa de darle también una oportunidad, pensó. Mientras hubiera en el mundo grandes reyes de la montaña como él, valía la pena vivir.
A partir de ese día, cuando pasaba por la pequeña calle del burgo y encontraba a los funcionarios y dirigentes de la comuna o al único policía de la comisaría, se daban una palmada en el hombro, se saludaban efusivamente o se ofrecían un cigarrillo. Más tarde, el colegio abrió sus puertas y entraron los niños que no habían conseguido acabar sus estudios. Estudiarían dos años. Lo llamaban curso de primer ciclo de secundaria. Se trasladó a aquella escuela que había permanecido desocupada durante varios años. A partir de entonces, los de la comarca le llamaron «profesor». Todas las sospechas y las preguntas que se hacían sobre él parecían haber desaparecido.
Si hubieras aprendido a mirar el mundo con el rostro risueño del buda Amitabha, serías feliz, la paz reinaría en tu corazón y habrías alcanzado el nirvana.
Comías y bebías con los funcionarios de la comarca, los escuchabas decir sus tonterías, fanfarronear y hablar de mujeres.
– ¿Has tocado a Maomei?
– ¡No digas tonterías, es virgen!
– Venga, dilo, ¿la has tocado o no?
– Ja, ja, ¿cómo sabes que es virgen?
– No sabes lo que dices, ¡la han ascendido a jefa de la milicia popular!
– ¿Cómo fue ascendida? ¡Dilo, hijo de perra!
– Es una digna descendiente revolucionaria de origen impecable, ¡habla con algo más de respeto!
– ¡Joder, si eres tú el que nunca tiene respeto por nada!
– ¿Has bebido demasiado o qué, hijo de perra?
– ¿Quieres pelear?
– ¡Anda, bebe, bebe!
Así es la vida, ¡sólo estábamos contentos después de haber bebido bastante alcohol! Tendrías que hablarles también del medio de conseguir un abeto para fabricar dos baúles y encontrar madera barata a precio de compra oficial, porque un día u otro tendrías que construirte una casa, ya que te habías instalado en ese lugar de forma definitiva. Pero era un proyecto tan lejano para ti que primero te gustaría hacer un huerto, construir una pocilga, ¿acaso se podía vivir sin criar algún cerdo? Mientras dabas conversación y hablabas con ellos de estas u otras bobadas, eras uno más y tu presencia no llamaba la atención.
Contemplaste los relieves de la mesa, no quedaba casi nada en los grandes tazones, habíais acabado con nueve de las diez botellas de alcohol de patata, que quemaba la garganta al tragar, y la décima ya estaba por la mitad. Apartaste a un hombre borracho que se había desplomado bajo la mesa y se apoyaba contra tu pierna, luego apartaste tu taburete y te levantaste, el hombre borracho se tumbó entonces cuan largo era en el suelo y se puso a roncar. En el comedor, todos los invitados habían bebido demasiado; tanto los que estaban en el suelo como los que todavía seguían en la mesa, todos tenían en la cara la misma expresión de idiotas. Tan sólo el dueño de la casa, Lao Zhao, un jorobado, estaba perfectamente sentado a la mesa y bebía a grandes sorbos sonoros su sopa de pollo, para no perder su dignidad como secretario de célula del Partido de la brigada de producción. Además, era un gran bebedor y aguantaba muy bien el alcohol.
Las milicias se reunían desde hacía cinco días, entre setenta y ochenta personas que habían llegado de todos los pueblos de la comarca. La primera mañana estaban reunidos en el patio de la comuna popular y se sentaron en sus mochilas para escuchar las instrucciones del jefe del comité revolucionario de la comuna popular. Más tarde, el responsable de las milicias, Lao Tao, los condujo al área de la trilla del arroz, donde dispararon con los fusiles sobre unas dianas. Luego pusieron unos detonadores bajo las rocas del borde del río, colocaron explosivos, realizaron sabotajes. Después procedieron a unos ejercicios de ataque de escuadra y de pelotón en un arrozal que ya había sido cosechado y al que le habían quitado el agua. Unos hombres se dispersaron por los campos de los alrededores y lanzaron granadas, haciendo saltar grandes trozos de tierra. Este grupo de jóvenes estuvo entrenándose duramente durante unos días. Al fin, la última noche, los llevaron a esta aldea. Zhao, el jorobado, era el secretario de la célula del Partido desde hacía más de veinte años, tenía mucha experiencia y era un hombre muy popular. La comuna ofreció a los milicianos que se entrenaron una prima de comida y más de una decena de pollos vivos que los campesinos cedieron. La mujer del jorobado también fue generosa y donó una vieja gallina que todavía ponía huevos. Para reconfortar dignamente a esos aguerridos muchachos, había carne, pescado y queso de soja con verduras saladas.
En el salón de la casa del jorobado se encontraban los jefes de las milicias del conjunto de los pueblos, los otros estaban en el silo de grano y les servían los miembros de la familia del contable de la brigada de producción. Los que fueron invitados a la mesa de Zhao eran personas de importancia; en cuanto a ti, eras el representante de la escuela designado especialmente por el secretario Lu para participar en el entrenamiento de la milicia.
– El profesor ha venido de la capital, donde vive el Presidente Mao. ¡Ha querido vivir duramente aquí y, además, es el hombre de nuestro secretario Lu! ¡Venga, siéntese aquí! -dijo Zhao, el jorobado.
Como era costumbre, las mujeres no participaban en el banquete. La mujer del jorobado se empleaba en las tareas de la cocina, mientras que Maomei, que apenas tenía dieciocho años y recientemente había sido ascendida a jefa de compañía de la milicia, traía los platos y corría de un lado a otro. Estaban sentados a la mesa ocho invitados, el jolgorio duró desde la puesta del sol hasta medianoche. Una botella de alcohol llenaba justamente un tazón grande, y todos bebían un cucharón cada vez, igual cantidad e iguales oportunidades. Unas rondas después, las botellas de alcohol se vaciaron una tras otra, tú explicaste enseguida que no aguantabas el alcohol tan bien como ellos y dejaste de beber cuando ya no pudiste más.
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