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Edición digital: 2021
eISBN: 978-607-8764-73-0
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Hecho en México.
ARMADURA PARA
UN HOMBRE SOLO
DOMO
ESCALERAS
CIMIENTOS
GALERÍAS
ELEVADOR
GUARDAPOLVOS
ENTRESUELOS
BÓVEDA
ÁGORA ELEVADA
DOLMEN
TERRAZA VOLADA
CARIÁTIDE
SÓTANO
CREMATORIO
BUHARDILLA
Entre los escombros, cada determinado tiempo, encontraremos los nombres de aquellos que lograron sobrevivir al minuto diecinueve .
Esta novela es para Teresa Rascón Córdova por lo que hizo después de ese minuto. También va para sus hijos María Luisa, Roberto, Teresa, Fernanda y Ana Cecilia y para Froylán y Marco Rascón, quienes buscando a Roberto Díaz de León Amparán, dieron con su reloj y salvaron muchas vidas .
Horus mira el pozo oscuro del fondo y entiende que nunca verá finalizada su obra. Alrededor, las partículas suspendidas se debaten contra el sol que nace. Todo es humo. En algunos rincones del edificio, las fugas de vapor forman nubes enanas y espirales que se enredan con las tuberías. Pisos abajo, los últimos albañiles atizan el fuego de las fogatas; están preparando café.
El maestro constructor sorbe de su taza. La coloca en el centro del escritorio. Como sabemos, hay una oficina en el piso Muestra. Si bajáramos hasta la recepción veríamos que han terminado los revestimientos del vestíbulo principal. Pero si regresamos al escritorio notaremos que la taza reina sobre una montaña de papeles que está a punto de deslavarse por el costado izquierdo. La taza guarda el equilibrio de un Dios.
No lo queremos decir pero, afuera del edificio, como un enemigo acechando, rondan las polvaredas de la ciudad y los incendios ocasionales amenazan con sus lenguas callejeras.
Horus examina y mesa las telarañas que le cubren la cara. Los mapas de humedad se extienden, tienen el color de sus barbas. La obra negra es carne a flor de piel, los sistemas eléctricos parecen venas rotas. Hay tantos olores por esconder y tantas alfombras por comprar, que el hombre cierra los ojos. Los colchones se pudren. No quiere ver, intenta no pensar.
El gran Hotel de la Ciudad es la armadura hueca de un gigante que espera a su guerrero.
Espera.
Mientras esa armadura permanece en vela de armas, un halcón sobrevuela la ciudad vacía. El mundo parece un campo de guerra. Muy temprano, Horus acuna la taza imitando las maneras en que Fabiana bebía café. Luego, como un viejo elevador, el maestro constructor se recarga en la pared y desciende. Su rodilla izquierda rechina. Horus llega hasta el suelo.
Desde ahí, al ras del piso Muestra que ha decorado para convencer a los inversionistas, observa las luces de la madrugada. Siempre le parecieron veladoras, una ofrenda de muertos gigantesca. En cambio, Fabiana decía que aquellos ojos de luz eran barquitos navegando por un océano seco. La idea se le ocurrió la primera madrugada en que ella se masturbó para él. Acababan de fumarse un churro y Fabiana no pudo controlar esa voz infantil que se le escapaba al emocionarse.
–Mira, mira, Horus, están echando fuegos artificiales.
Alguna vez, Horus fue el guardafaros altísimo que la abrazaba dejándola creer en todo aquello que le viniera en gana. Adentro de su cabeza, justo en este momento en que miramos las luces de la ciudad, la memoria de Horus se convierte en un ave de rapiña que se alimenta de recuerdos podridos.
Al igual que sus pensamientos, Horus despliega su mano derecha y la deja caer sobre la mano que Fabiana descansa sobre el pubis. El constructor aún recuerda a una presa húmeda debajo de la falda. En esa posición, los dedos de Fabiana le parecen una paloma agonizando en su nido. Primero, ella no hace nada. Las luces de las casas son los barquitos y el tiritar de los faroles de la calle los fuegos artificiales, una fiesta en honor de los viajeros. Todo lo que tú quieras a cambio de que mantengas tu mano ahí, pensó Horus, antes. Todo lo que tú quieras a cambio de que no te muevas los próximos tres segundos. Uno, dos, tres. Sin mediar una milésima más, Fabiana retira su mano para señalar:
–Ves, parecen barquitos.
Y sin dejar de señalar, Fabiana regresa la mano hacia el pubis de donde había partido. Horus la mira abrir las piernas, la mira recargar la cabeza en la pared, la mira levantar el telón de su falda. Unos instantes después, Fabiana cierra los ojos como Horus los está cerrando en este momento para escuchar de nuevo la pregunta que, después de tantos años, todavía revolotea dentro de su cabeza:
–¿Quieres que me masturbe?
El olor a café lo trae de regreso a donde está: sentado ahí, en cuclillas, mirando las luces, mientras el edificio despierta. Toma un sorbo y piensa en los pendientes del día. Sabe que le queda poco tiempo, que están a punto de arrebatarle al guerrero, que los enemigos lo están sitiando y son poderosos.
Cavila en las deudas con la compañía de gas, cuando escucha un ruido, el vapor escapando por alguna tubería rajada. Pasan unos segundos (él cuenta catorce) y entonces los golpecitos le suenan a música. Sus dos únicos albañiles se han puesto en acción. Es el desperfecto del piso veintinueve, llevan semanas trabajando en esa zona. Horus apura la taza y se endereza, la rodilla izquierda rechina como el elevador marcado con logotipo de Otis.
Es lunes de inventario y el constructor debe subir cinco pisos para llegar al comedor Giratorio. Antes de hacerlo echa un último vistazo al ventanal de su oficina, el sol semeja una pecera llena de ceniza, amanece y las luces de las casas y de la calle empiezan a desaparecer.
–Parecen barquitos fantasmas –dice Horus a nadie. Se ajusta la corbata descolorida, da la espalda y se va.
Los domingos son distintos. Los domingos eran distintos. Ahora es imposible saberlo con certeza, pero durante sus años de gloria los halcones podían contarse con una mano; no había tantos pájaros muertos en la calle y las plazas olían a manzanas bañadas de caramelo. No hay mejor ciudad que la de un día de sol, vendedores de globos y perros callejeros durmiendo panza arriba, sabiendo que en todas las casas tienen un hueso, agua y amo. Horus roe un pan. Piensa que ahora la ciudad se mueve como una amiba descomunal; le parece una mancha que, desde allá arriba, puede tocarse con las manos. Antes que eso, en 1968, los autos y las personas circulaban en paz, separados, sin guerra. Antes que esto fuera una gran lunar viscoso, los edificios funcionaban. Casi nadie se robaba la electricidad, casi nadie dormía en los zaguanes de los bancos. En este momento, sin testigos, Horus sujeta la taza; el café está helado pero él no se da cuenta. Con el pensamiento, viaja en el tiempo. Es de nuevo 1968 y el maestro constructor desayuna en el comedor Giratorio: cerebro del gigante. Horus se mira a sí mismo, se viste (impecable, bronceado, sin prisa) y deja pasar el día. Tiene treinta años menos. Al atardecer se rasura por segunda vez, parece un Dios aburrido de su inmortalidad. Abajo, las estructuras de la plaza de toros y el estadio Moisés Cassib forman un gran número ocho; más bien dos ceros juntos: el ocho no manuscrito que Fabiana escribía en sus cuentas y su diario, con esa letra Palmer de colegio de monjas.
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