El primer libro de Yormary Rincón Parra, El amor de Gabriela y otros cuentos , fue un anuncio. Un campanazo de alerta.
Once meses después de su ópera prima, publica su segunda obra, Hombres sin rostro ; un nuevo compendio de cuentos que confirma lo que ya había dejado claro en su trabajo anterior: que es una escritora de oficio, que le suma a su talento, convicción, empeño, disciplina y un cuidadoso manejo del lenguaje narrativo.
Sorprende la fuerza impactante de sus primeras frases en cada texto, porque atrapa de una al lector. Y luego lo mantiene en vilo y lo lleva por los vericuetos de su narrativa que es precisa, sin adornos ni rimbombancias.
Historias absolutamente cotidianas que fluyen a través de una pluma ágil y precisa. Textos cortos que Yormary plasma en tinta indeleble desde su alma de narradora.
Aquí está Hombres sin rostro , quince historias que seducen desde la primera línea. Tejidas con destreza y precisión por esta creadora irremediable.
Título original: Hombres sin rostro
Dirección Editorial: Jaime Fernández Molano
Coordinació: Orlando Peña Rodríguez
Diseño y diagramación: Diego Torres
Portada: obra de Helbert Ortiz (fragmento)
Primera edición: abril de 2017
© Yormary Rincón Parra
yordocente.09@gmail.com
© Corporación Cultural Entreletras
Calle 38 No. 30A – 25, Of. 503, edificio Banco Popular,
Centro, Villavicencio, Meta, Colombia, S.A.
Correo: corpoentreletras@yahoo.com
ISBN 978-958-56176-5-0
Hecho el depósito legal
Se prohibe la reproducción parcial o total de este libro por cualquier medio posible sin la autorización expresa escrita de la autora y del editor.
A los rostros ocultos que se materializan a través de las palabras
“Corta la vida o larga, todo lo que vivimos se reduce a un gris residuo en la memoria” Ida Vitale(Parvo reino - 1984)
Lo imaginé fumando sin parar y bebiendo litros de café. Era Ambrosio, quien me llamó desde la cafetería de la esquina. —Es urgente —dijo con apremio—.
Abandonar la cama un domingo a las ocho de la mañana es un sacrificio que solo estoy dispuesto a hacer por él. Le dije que me diera veinte minutos, que ya bajaba. —Es urgente, —volvió a repetir en voz baja, como confesando un delito.
Me duché a toda prisa —Ambrosio no es paciente—. Si no llegaba en el tiempo convenido corría el riesgo de que no me esperara. Mientras me vestía me empecé a preguntar para qué me necesitaba. Son muchas las veces que lo he encontrado parado en mi puerta a cualquier hora del día o de la noche, temblando, como invadido por una fiebre incontrolable. Yo lo hago pasar, le doy un té y un comprimido, y lo dejo dormir todo el tiempo que quiera en el sofá. De ahí se levanta tranquilo y me cuenta sus planes. Luego desaparece y solo me llama cuando me necesita.
Cuando llegué estaba concentrado en la lectura. Le toqué el hombro con suavidad para no sobresaltarlo. “Menos mal llega, hombre” —me dijo y me cogió las manos ansioso. En las suyas el temblor había aumentado. El cenicero estaba lleno. “No pude dormir anoche. Es que no sé cómo deshacerme de Yesenia. “Tiene que ayudarme”.
Así que era eso. Pensé. Un nuevo asesinato, y como siempre yo tenía que planearlo. Le pedí que me describiera a la víctima. Su aspecto físico, sus rutinas, su carácter, sus defectos. Quería conocerla un poco. Darle forma en mi cabeza para justificar su fin. Me dijo que ella tenía rasgos campesinos. Una mujer común y corriente, cercana a los cuarenta. Pasada de kilos, ojos verdes, pelo castaño claro un poco descuidado. El problema era que Yesenia le era infiel al marido con un muchacho que les ayudaba en la carnicería.
—¿Y por qué la quiere matar? —le pregunté.
—A las mujeres infieles hay que matarlas, ¿no? Clavó los ojos en los míos y un recuerdo remoto me sacudió.
Traté de hacerlo razonar. Le dije que las cosas habían cambiado, que ahora las mujeres se escapaban con los amantes, incluso que hasta eran felices los tres. No lo convencí. Dijo tajante que Yesenia merecía morir y que si era ese mismo día, mejor.
Nunca antes se me había dificultado planear una muerte. Desde un veneno ingerido por un supuesto error, un falso asalto, una aparente bala perdida, hasta un vulgar estrangulamiento. Pero el asunto con Yesenia se me estaba volviendo personal. Por una razón desconocida esta mujer me simpatizaba. Tal vez porque se necesita mucho valor para serle infiel a un carnicero. Su único defecto, si enamorarse cabe en esa categoría, era el amor arriesgado que sentía por el ayudante del marido.
Con hambre es imposible pensar bien. Pedí unos huevos revueltos, dos panes y un café. Dos órdenes idénticas. Una para mí y otra para Ambrosio. Desayunamos en silencio. Primero el deber con el cuerpo y después el trabajo. Cuando terminamos nos ocupamos de Yesenia. Hicimos un listado de posibles maneras de darle muerte. Una a una las fuimos descartando. Algunas por muy evidentes, otras muy violentas, otras muy comunes.
La mañana avanzaba y no se me ocurría nada genial. Él empezaba a impacientarse. Me reprochó la falta de creatividad. “Debe ser porque es domingo” —le dije. “¿No se da cuenta que es la primera vez que no voy a misa por ayudarlo?” Se quedó mirándome, sopesando la veracidad de mi afirmación. Pensó tal vez que como él perdió la fe hace mucho tiempo y no la volvió a encontrar, a mí me pasaba lo mismo. Así como cuando éramos chicos y nos dolía la barriga al tiempo, o las muelas, o la cabeza.
Quise saber más detalles sobre Yesenia. Se quedó pensando. “Es muy glotona, por eso está gorda”. Entonces encontré la solución. “Mátela de hambre” —le dije. Me miró iracundo y respondió que no fuera pendejo, que eso estaba bien para le edad media pero no para estos tiempos.
—Usted no me ha entendido, hermano. Mándela para Venezuela. Allá se muere de hambre.
A Ambrosio se le iluminó el semblante. Me abrazó y se dispuso a marcharse. Le dije que almorzáramos juntos. No aceptó. Tenía afán por escribir el final. Dijo que esta vez la novela iba a ser todo un éxito.
Lo vi perderse calle abajo con el manuscrito bajo el brazo. La espalda encorvada, los pasos inseguros. Un reflejo desmejorado de mí mismo. Suspiré resignado. Los días para volver al “hogar de la luz” estaban contados. Solo era cuestión de esperar.
Tomo la cartera y bajo apresurada los dos pisos que me separan de la calle. La entrevista es a las tres. Voy con tiempo de sobra pero prefiero llegar un poco adelantada. En esta ciudad de eternos trancones una nunca sabe. No me puedo dar el gusto de perder esta cita a la que me aferro con verdadera esperanza, luego de cuatro meses de buscar y buscar sin resultado alguno, de tocar puertas que nunca se abren, de esperar en vano una llamada. Al diablo con los libros de superación personal y autoayuda que he devorado en las tardes vacías en las que no pasa nada, salvo las horas con exasperante lentitud.
Al llegar a la carrera séptima empieza a lloviznar. Se me ha olvidado el paraguas y pienso descorazonada que mi pelo se va a arruinar y que luciré espantosa en la entrevista. Hurgo en el fondo del bolso y encuentro un gorro plástico de esos que regalan en las peluquerías para que en caso de lluvia el peinado no se eche a perder. Ahora llueve copiosamente y me veo obligada a buscar abrigo bajo un alero, mientras busco un taxi con la mirada. Una mujer de edad indefinible, desdentada y sucia se me acerca y me ofrece un volante publicitario. Instintivamente aprieto la cartera contra mi costado. Ella descifra en mis ojos la desconfianza que me genera pero sigue ahí con el brazo estirado, insistiendo en silencio. Cojo el papel por deshacerme de ella y lo guardo en el bolsillo de la chaqueta, hago señas al taxi que se aproxima. Subo, miro el reloj. He perdido por lo menos quince preciosos minutos. Le doy la dirección al taxista y de pronto me acuerdo del papel que aguarda en el bolsillo. Lo saco y leo: “cambie su vida en solo diez minutos”, las letras rojas danzan ante mis ojos. Debajo en letra más pequeña dice: “solo para mujeres”, y luego una dirección. Compruebo extrañada, que está cerca al apartamento donde vivo.
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