Estaba prohibido pensar, tener sentimientos, desahogarse, estar solo. Lo único que te permitían era trabajar duro, con todas tus fuerzas, caer en un sueño profundo y roncar; o bien aparearte, engendrar descendencia, seguir el control de natalidad, para producir mano de obra. ¿Qué estupideces escribías? ¿Habías olvidado dónde vivías? ¿Querías jugar todavía a hacerte el rebelde? ¿Qué querías, convertirte en un héroe o en un mártir? Lo que escribías era perfecto para recibir un balazo. ¿Habías olvidado cómo fusilaron a los criminales contrarrevolucionarios cuando se creó el comité revolucionario del distrito? Las sesiones de crítica y acusación de las masas no eran nada en comparación con aquello. Se amarraba a los condenados de los pies a la cabeza y se les colgaba un letrero en el pecho que ponía en tinta negra su nombre y de qué se les acusaba, con tinta roja se ponía una cruz sobre el nombre y se les estrangulaba con un alambre que apretaban alrededor del cuello, los ojos se les salían de las órbitas. Era el último descubrimiento del poder político todavía más rojo: se impedía que los condenados gritaran antes de la ejecución; de ese modo, en el otro mundo, ni siquiera podían esperar convertirse en mártires. Dos camiones, con los soldados armados con fusiles cargados, escoltaban a los condenados que exhibían por los pueblos de las comunas populares. A la cabeza, un jeep con un megáfono difundía los eslóganes y abría el cortejo, que levantaba polvo y hacía huir a las gallinas y a los perros de cada lado del camino. Las mujeres mayores y las niñas se agolpaban a la entrada de los pueblos, mientras los niños corrían tras los camiones. La familia que quería recuperar el cuerpo del condenado debía pagar cinco maos por la bala que habían utilizado en la ejecución. Nadie vendría a buscar tu cuerpo, tu propia mujer te habría denunciado como enemigo, tu padre trabajaba en una aldea de reeducación por el trabajo y, además, a tu suegro ya lo consideraban un antiguo contrarrevolucionario; basándose sólo en esos hechos, fusilarte sería hacer justicia. En realidad, no eres víctima de ninguna injusticia, guarda tu bolígrafo y deten el galope al borde del precipicio.
Dices que no eres idiota, tienes un cerebro, no puedes dejar de pensar. Si no eres ni revolucionario, ni héroe, ni mártir, ni contrarrevolucionario, ¿hay algún problema? Lo único que. haces es dejar que tu mente divague fuera de las normas de esta sociedad. ¡Estás loco! Eres tú el loco, no Qian. ¡Mirad a este tipo que quiere pensar! ¡Qué ridículo! ¡Ciudadanos del pueblo, jóvenes y viejos, venid a ver a este tipo, este loco que pronto recibirá una bala en la cabeza!
¿Y dices que lo que buscas es lo real de la literatura? ¡Menos broma! ¿Qué está buscando este hombre? ¿Qué es esa historia de lo real? ¡Una bala de cinco maos! ¡Es suficiente! ¿Te jugarías la vida para escribir sobre eso? Esa parcela de lo real, oculta bajo tierra, ¿no se ha podrido ya? Se haya podrido o no, olvídalo, de lo contrario, estarás perdido.
Pero dices que lo que quieres es una realidad transparente, como un montón de basura que enfocas con un objetivo; la basura sigue siendo basura, pero a través del objetivo te provoca tristeza. Lo real es esa tristeza. Te apiadas de tu propia suerte, tienes que encontrar el modo de aceptar el sufrimiento; para continuar viviendo, inventas un mundo que sólo te pertenece a ti, fuera de esta realidad que parece una pocilga. O entonces, mejor decir que todo esto es una mitología de los tiempos modernos, y que colocas la realidad en la mitología, sacas el interés de la escritura para encontrar un equilibrio mental entre la vida y tus pensamientos.
Copió esta mitología en un cuaderno que su madre le dejó antes de morir y escribió sobre la tapa «Alipeidos», un nombre extranjero que inventó, el de un griego o de un hombre de otro país. Luego anotó «Traducido por Guo Moruo», ese viejo poeta que había declarado a los medios de comunicación, cuando estalló la Revolución Cultural, que todas sus obras debían ser destruidas, ganándose así la protección y los favores particulares de Mao. Entonces podía decir que se trataba de una obra traducida por el viejo Guo medio siglo antes, y que la había copiado cuando estaba en la universidad. ¿Quién podría demostrar lo contrario en esa aldea de montaña o incluso en la cabeza de distrito?
En la primera mitad del cuaderno estaba escrito el diario de su madre cuando se encontraba en una granja de reeducación por el trabajo manual, antes de ahogarse. Siete u ocho años antes, en la época del Gran Salto adelante, tuvo lugar una terrible escasez, su madre fue a una granja a someterse a una reeducación, del mismo modo que él fue a una «escuela de funcionarios del 7 de mayo». Ella trabajó duro y consiguió ahorrar varios cupones de carne de cerdo y de huevos para alimentar bien a su hijo cuando volviera a casa. A pesar de trabajar de criadora en un gallinero, tenía edemas por todo el cuerpo debido a la desnutrición. Un día, al alba, cuando el equipo de noche había acabado el trabajo, ella fue a lavarse al río; debido a su cansancio extremo o a su debilidad por el hambre, se cayó al agua. A media mañana, un campesino que llevaba sus patos al río descubrió su cuerpo flotando en la superficie; la autopsia que le hicieron en el hospital indicaba que había sido víctima de una anemia cerebral. No vio el cuerpo de su madre. Todo lo que había guardado de ella era ese cuaderno en el que anotó todo lo que aprendió durante su reeducación por el trabajo. También anotó cuántos días de fiesta acumulaba para volver a casa y poder estar con su hijo, que venía a pasar las vacaciones de verano. Cuando copió la mitología de «Alipeidos», puso el cuaderno en el recipiente de verduras saladas con el fondo cubierto de cal y lo enterró en el suelo de su habitación, bajo la tinaja de agua.
Los días de mercado en que los campesinos de los pueblos de la comarca acudían al burgo, los dos lados de la calle estaban llenos de pértigas y de cestos de batatas, azufaifas secas, castañas, ramas de pino para leña, setas frescas, raíces de loto, fideos transparentes, hojas de tabaco, retoños de bambú secos, sandalias de cáñamo, sillas de bambú, cazos, gambas y pescados todavía vivos. Algunas mujeres, niños, mozalbetes y viejos gritaban, regateaban, «¿Quieres o no? Si no quieres, márchate»; discutían, bromeaban. En ese pequeño burgo de montaña, aunque la revolución había pasado por ahí, todavía se podía vivir bastante bien.
El secretario Lu, que acababa de llegar a la comarca procedente de la capital de la provincia para «volver a la base», caminaba escoltado por los funcionarios de la comuna. Unos le abrían paso, los otros cerraban el cortejo tras él, como si estuvieran acompañando a un dirigente que hiciera una visita de inspección. Se encontró con él frente a frente. Ese hombre que los del pueblo llamaban «secretario» Lu era un antiguo revolucionario que dirigió la guerrilla de la región. Su carrera de funcionario no tuvo mucho éxito: con cada movimiento político, fue bajando de rangos, pasando del cargo en la capital de provincia, hasta volver finalmente a su pueblo natal, como funcionario enviado a la base. Los jefes locales lo veneraban como un dios y, por supuesto, no tenía que trabajar en los campos.
– Buenos días, secretario Lu -saludó también respetuosamente al rey de la comarca.
– Eres de Beijing, ¿no es cierto? -preguntó el secretario Lu, que parecía estar al corriente de quién era.
– Sí, señor, hace cerca de un año que estoy aquí -dijo, inclinando la cabeza.
– ¿Te has acostumbrado? -preguntó todavía el secretario, que se había parado para conversar con él. Era un hombre delgado, alto y caminaba ligeramente encorvado.
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