Gao Xingjian - El Libro De Un Hombre Solo

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…Has escrito este libro para ti, un libro sobre la huida, el libro de un hombre solo. Eres a la vez tu Senor y tu apostol, no te sacrificas por losdemas y no pides que nadie se sacrifique por ti, no puede ser mas justo. Todo el mundo desea la felicidad, por que solo habria de pertenecerte a ti? Dehecho, la felicidad es bastante rara en este mundo? (Gao Xingjian).Un hombre recuerda el principio de su vida en China, su familia, su pais, sus aprendizajes y como esa vida placida desaparece de repente con el estallido dela Revolucion Cultural, que va a acabar con el pensamiento y la libertad. Cada uno va a convertirse desde ese momento en un hombre solo, una mujer sola, unser humano solo ante la desesperanza y el terror. Su supervivencia exige `que el cerebro desaparezca,` que no haya cerebro en las miradas ni en las palabrasni en los actos del dia, y, sin embargo, se puede violar a un ser humano, con violencia fisica o violencia politica, pero no se lo puede poseer porcompleto?, porque su mente siempre le pertenecera. Y esa es la gran belleza de El Libro de un hombre solo, que, reflejando hasta hacernos entremecer la cobardia, el lado oscuro y la tristeza, ha sabidointroducir asimismo la esperanza, se pequeno resplandor en una sociedad espesa como el barro?.La dulzura de los recuerdos y de la infancia, la violencia politica, el amor y tambien el erotismo se mezclan en esta novela sencilla y sorprendente, resumende la vida de un hombre solo y testimonio literario esencial y sublime.Gao Xingjian nacio en Jangsu (China) en 1940. Novelista, poeta, dramaturgo, director de teatro y pintor, como un artista del Renacimiento tiende a abarcarel arte en sus distintas disciplinas, y en cada una deellas investiga una forma personal de expresarse mezclando tecnicas, estilos y generos.

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Tuvo ganas de comprar algo de comer antes de que se hiciera de noche. En el peor de los casos se acostaría sobre el suelo de cemento, pondría la mochila de almohada, y contemplaría las estrellas. Era verano, sería fácil. Se alejó de las taquillas para ir a dar una vuelta. Todos los comercios cercanos a la estación estaban cerrados y no había ni un solo restaurante abierto. A cada lado de la plaza las calles estaban igualmente desiertas, hacía horas que no pasaba por allí ningún vehículo. Empezó a notar que aquel ambiente era muy tenso y a preocuparse de verdad. No se atrevió a ir muy lejos y regresó a la estación. La sombra de la torre se alargaba hasta el centro de la plaza, y delante de las taquillas el grupo todavía había disminuido más, pero la chica continuaba acurrucada en el mismo lugar, mientras que el hombre que no paraba de hablar se había callado.

La sombra de la torre del reloj cubría ahora casi toda la plaza. Su contorno parecía mucho más claro en contraste con la luz del sol, que disminuía. ¿Para qué quedarse esperando un tren que no se sabía cuándo iba a pasar en una estación donde nadie se conocía? ¿Y si la vía estaba totalmente cortada? ¿Y si había estallado una guerra civil?

«¡Bang, bang, bang!» Sintieron las detonaciones sordas en el pecho. Todos se levantaron. Luego oyeron otros disparos, sin duda de una ametralladora, no lejos de allí. La gente se dispersó, él también corrió, inclinado hacia adelante, bordeando un muro. Ya está, es la guerra, pensó. Entró por un pasaje estrecho al abrigo de las balas, rodeado de sacos amontonados a la altura de un hombre, y se refugió en un almacén. Se detuvo, jadeando, y escuchó otra respiración fuerte; la chica también estaba allí, apoyada contra los sacos, sin aliento.

– ¿Dónde se han metido los demás? -preguntó él.

– No sé.

– ¿Adonde vas?

La joven no respondió.

– Yo voy a Beijing.

– Yo… yo también -respondió ella tras un instante de vacilación.

– ¿No eres de aquí? -preguntó sin obtener respuesta.

– ¿Estudiante? -insistió, sin éxito.

La noche caía, se había levantado un viento fresco, sintió que su camisa empapada de sudor se le pegaba a la espalda.

– Hay que encontrar un lugar para pasar la noche, sería peligroso quedarse aquí -dijo. él.

Una vez salió del almacén, se volvió hacia atrás y vio que la joven le seguía en silencio manteniendo una distancia de dos o tres pasos. Él le preguntó:

– ¿Sabes dónde hay un hotel?

– Cerca de la estación, pero sería muy peligroso ir allí. Al lado del río también hay uno, pero está un poco lejos -respondió la muchacha en voz baja; parecía conocer muy bien el lugar. Él se dejó llevar.

Llegaron a una pequeña calle de viejas casas, situada por debajo del dique. Algunos jóvenes estaban de pie delante de las viviendas o sentados a la entrada, y hablaban sobre la inminente situación de guerra. Como las balas no podían alcanzarles, sentían curiosidad y una cierta excitación. Las tiendas y las casas de comidas estaban cerradas, pero dos entradas iluminadas señalaban los hoteles, en realidad albergues antiguos, como los que hospedaban antaño a los comerciantes que estaban de viaje o a los pequeños artesanos. Uno tenía el letrero de completo, en el otro sólo había una habitación con una cama.

– ¿La quiere o no? -preguntó la mujer gorda que agitaba su abanico de junco tras el mostrador.

Él dijo que sí y sacó sus papeles. La mujer los tomó y abrió el registro.

– ¿Qué lazo hay entre ustedes? -preguntó ella, dispuesta a anotar.

– Marido y mujer -dijo él dirigiendo un guiño a la chica.

– ¿Apellido, nombre?

– Xu… Ying. -La joven tardó un poco en responder.

– ¿Lugar de trabajo?

– Ella todavía no trabaja. Volvemos a Beijing -respondió él en su lugar.

– Deben pagar cinco yuans de depósito. La habitación cuesta un yuan por día, se paga a la salida.

Pagó el depósito. La mujer guardó sus papeles, se levantó y tomó un manojo de llaves antes de salir del mostrador. Abrió una pequeña puerta junto a la escalera y encendió la bombilla, que colgaba del techo inclinado, con un interruptor de cuerda. En el cuchitril que hacía de habitación bajo la escalera había una cama individual que tenía uno de los extremos metido en el rincón en que no se podía estar de pie. Del otro lado, habían colocado una estantería en la que había una palangana. Ninguna silla. La mujer gorda, que calzaba sandalias de plástico, salió haciendo sonar las llaves.

Él cerró la puerta y se puso enfrente de la muchacha, llamada Xu Ying.

– Saldré dentro de un instante -le dijo.

– No vale la pena -respondió la joven, sentada al borde de la cama-, así ya está bien.

Entonces miró con atención su pálido rostro.

– ¿Estás cansada? Túmbate a descansar.

Ella se quedó sentada sin moverse. Escucharon pasos sobre sus cabezas. Alguien bajaba. Luego oyeron un ruido de agua. Debían de estar lavándose en el patio. Aquella pequeña habitación sin ventanas era asfixiante.

– ¿Quieres que abra la puerta?

– No -dijo ella.

– ¿Te voy a buscar algo de agua? Yo iré a lavarme fuera.

La joven asintió con la cabeza.

Cuando volvió a la habitación, ella ya había acabado de lavarse y se había puesto una camisa de cuello redondo sin mangas que tenía dibujadas unas pequeñas flores amarillas; estaba sentada descalza sobre la cama. Tenía de nuevo las trenzas cortas, su rostro había adquirido algo de color, era una chiquilla. Dobló las piernas para hacerle sitio.

– Siéntese.

Era la primera vez que sonreía. Él también sonrió y explicó más relajado:

– He tenido que decir eso.

Hablaba de lo que tuvo que decir para poder hospedarse en el albergue.

– Claro, lo comprendo. -La chica sonrió con la boca entreabierta.

Él fue a cerrar la puerta, se quitó los zapatos y se sentó en la otra punta de la cama.

– ¡No me esperaba esto!

– ¿Qué? -preguntó ella inclinando la cabeza.

– ¡Qué pregunta!

La joven Xu Ying sonrió de nuevo con la boca entreabierta.

Mucho más tarde, recordó cómo empezó todo, recordó que aquella noche hubo flirteo y seducción, deseo e impulso, también amor, no sólo miedo.

– ¿Es tu verdadero nombre? -preguntó él.

– No puedo contestarle ahora.

– Entonces, ¿cuándo me lo dirás?

– Ya lo sabrá a su debido tiempo, depende.

– ¿De qué depende?

– ¿No lo ha entendido?

Se quedó en silencio; se sentía bien con ella. Fuera había cesado el ruido, también el del agua de la fuente, pero se notaba una especie de tensión en el ambiente, como una espera. Esta impresión la mantuvo en su memoria durante mucho tiempo, cada vez que rememoraba aquella escena.

– ¿Podemos apagar la luz? -preguntó él.

– Molesta a los ojos -añadió ella.

Cuando apagó la bombilla, rozó en la oscuridad una pierna de la muchacha. Ella la dobló de inmediato, pero dejó que se tumbara a su lado. Él se acostó prudentemente, recto, boca arriba. Pero en una cama individual como aquella era inevitable que sus cuerpos se tocaran. Intentaban evitarlo, permaneciendo en sus límites. El calor húmedo del cuerpo de la joven y el aire sofocante de la habitación le hicieron sudar a mares. En la oscuridad, el techo inclinado que distinguía levemente parecía bajar sobre él para aplastarlo, haciendo que se sintiera todavía más oprimido.

– ¿Puedo quitarme la ropa?

Ella no respondió, pero no hizo nada para evitarlo. Al quitarse la ropa, la rozó, pero ella no se movió, aunque no dormía.

– ¿Qué vas a hacer a Beijing?

– Voy a ver a mi tía.

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