No recordaba cómo se deslizó bajo las mantas, ni cómo se desabrochó los botones apretados de su pantalón, no tenía apenas vello en el pubis, ni siquiera sabía si todavía era virgen. Sólo recordaba que ella no se anduvo con remilgos, que no opuso resistencia alguna, que no se besaron, tampoco se quitó del todo el pantalón de punto, se lo bajó sólo hasta las rodillas y dejó que la acariciara. Después él le quitó el jersey y la camiseta y, bajo las mantas, se corrió sobre su tierno pubis. Recordaba que ella estaba acurrucada contra él, con los ojos cerrados, y la luz de la lámpara de la mesilla le iluminaba los labios rojos ligeramente entreabiertos, haciendo que naciera en él una bocanada de ternura por esa chica en quien no se había fijado demasiado hasta entonces. No había previsto lo que ocurriría, no se había preparado y tenía miedo de dejarla embarazada. No se atrevía a ir más lejos, no se atrevía a correrse dentro de ella. No comprendía si al venir a verlo sólo estaba buscando eso, no comprendía lo que quería que pensara al enseñarle la cicatriz. No sabía lo que debería hacer al día siguiente, ignoraba cómo sería su día siguiente y el de ella, si es que ese día siguiente tenía que existir.
Permaneció tumbado tranquilamente, escuchando el tictac del despertador de encima de la mesita, la calma reinaba alrededor de ellos. Tuvo ganas de preguntarle sobre su cicatriz, sin duda había venido a verlo por eso, y una vez allí, se atrevió a ir más lejos. Inclinado sobre el costado, la observó durante un buen rato, pero tuvo miedo de romper aquella quietud en la que ninguno de los dos se atrevía ni a respirar. El tictac del reloj le recordó la realidad, el tiempo pasaba. En el momento en que se incorporaba para mirar la hora, Xiaoxiao abrió los ojos, se subió los pantalones bajo las sábanas y se los abotonó antes de sentarse.
– ¿Te vas? -preguntó él.
Ella asintió con la cabeza y salió de debajo de las mantas. No se había quitado los calcetines violeta. Fue a ponerse los zapatos. El se quedó tumbado, mirando en silencio cómo se ponía el abrigo acolchado y luego cómo se envolvía el rostro en su bufanda. La vio tomar de la mesa los guantes de lana y acabó preguntándole:
– ¿Qué te pasa?
Su propia voz le pareció ronca.
– Nada -dijo ella con la cabeza gacha. Luego se puso lentamente los guantes.
– Si te ocurre algo, ¡dímelo!
Creía necesario pronunciar estas palabras.
– Nada -repitió ella sin levantar la cabeza. Luego dio media vuelta y descorrió el pestillo de la puerta.
Se levantó rápidamente, descalzo sobre el suelo helado, con la intención de retenerla; pero, de pronto, se dio cuenta de lo que se estaba arriesgando a hacer.
– No salgas, vas a coger frío -dijo Xiaoxiao.
– ¿Volverás? -preguntó él.
Ella afirmó con la cabeza, luego abrió suavemente la puerta y salió.
No volvió y nunca más apareció por la oficina del cuartel general de los rebeldes. Él no tenía la dirección de su familia. Era la única del grupo de estudiantes que se quedó tanto tiempo en su institución, pero nunca le preguntó de dónde venía y tan sólo sabía su nombre, que además puede que fuera un apodo entre compañeros. De lo que estaba seguro era de que bajo el seno de aquella joven llamada Xiaoxiao, el seno izquierdo, no, el seno derecho, que tenía en su mano izquierda, bajo el seno derecho de aquella chica, había una cicatriz que parecía reciente, de algo más de dos centímetros de largo. Recordaba que la joven se mostraba sumisa, que no lo frenó en ningún momento, que había querido mostrarle la cicatriz, ¿quería provocar su compasión o seducirlo? ¿Tenía dieciséis o diecisiete años? No tenía vello en el pubis, era lo suficientemente atractiva como para que él la deseara, y, quizá porque era demasiado joven y frágil, tenía miedo de asumir sus responsabilidades. No sabía si los padres de Xiaoxiao habían sufrido algún percance, y no tenía medio alguno de conocer el origen de la cicatriz. ¿Habría venido a verlo sólo por aquella marca? ¿Para pedirle protección y apoyo? ¿O quizás estaba simplemente desorientada o atemorizada? Quizá se acostó con él para sentirse mejor; pero él no se atrevió a aceptarla, a retenerla.
Varias veces, al salir de su casa o regresar en bicicleta, pasó por delante de la callejuela en que Xiaoxiao saltó aquella noche, pero nunca más la vio. Entonces se arrepintió de no haberla retenido, de no haberle dicho palabras cariñosas para que se sintiera mejor, de haber sido tan cauteloso, tan prudente, tan increíblemente estúpido.
– ¿Por qué te detuvieron?
– Un traidor me vendió.
– ¿Y tú traicionaste a alguien? ¡Confiesa!
– Hace tiempo que el Partido examinó mi pasado. Está todo en orden.
– ¿Quieres que te leamos un documento? – El viejo empezaba a inquietarse, dos veces seguidas un tic nervioso le estiró la piel bajo las bolsas de los ojos.
– ¿Recuerdas haber dicho: «En el momento crucial de la salvación nacional contra la rebelión comunista, no he estado suficientemente alerta, me he dejado llevar por las malas influencias y he tomado el camino equivocado»?
– ¡No recuerdo haber dicho eso! -negaba el anciano enérgicamente; las gotas de sudor le caían sobre la nariz.
– Te lo advierto, lo que te acabamos de leer tan sólo es el principio; ¿quieres que te lea el resto?
– De verdad que ya no me acuerdo, de eso hace más de veinte años. -Su tono de voz se había debilitado, apenas conseguía tragar saliva, la nuez le subía y bajaba a lo largo del cuello.
Agitó unos documentos que tenía sobre la mesa. El papel que estaba asumiendo era desagradable, pero prefería ser él quien hiciera las preguntas y no estar en el lugar del interrogado.
– Esto es una copia, pero en el documento original figuran tu firma y la huella de tu pulgar, utilizabas tu nombre de antes, ya que te lo cambiaste poco después. Esas cosas no se deben de olvidar fácilmente, ¿no?
El viejo no dijo nada.
– Todavía puedo leerte algunas frases para refrescarte la memoria. -Continuó leyendo-: «Suplico al gobierno que sea clemente conmigo. Garantizo por escrito que haré un informe inmediatamente si encuentro a gente cercana a los bandidos comunistas o a alguna persona sospechosa…». ¿Eso no es traición? ¿Sabes cómo se las gastaba el Partido con los traidores como tú cuando estaba en la clandestinidad? -preguntó.
– Ya lo sé, ya lo sé -respondió rápidamente el anciano.
– ¿Y entonces?
– Nunca he vendido a nadie…
Su cráneo calvo también sudaba.
– Responde a la pregunta: ¿Has traicionado al Partido, sí o no?
– ¡Levántate!
– ¡Habla de pie!
– ¡Di la verdad!
Le gritaron algunos rebeldes presentes.
– A mí… me soltaron bajo fianza…
El viejo se puso en pie, temblando, apenas se oía el hilo de voz que salía de su garganta.
– No te he preguntado cómo saliste. Si no te hubieras confesado ante el enemigo, ¿cómo habrían podido dejarte salir? ¿Acaso esto no fue una traición?
– Pero yo… más tarde volví a recuperar el contacto con el Partido…
El lo interrumpió:
– En aquella época, el Partido clandestino no sabía nada de la confesión que hiciste.
– El Partido perdona, me perdonó… -dijo el viejo con la cabeza gacha.
– ¿Y tú? ¿También has perdonado? ¡Has sido cruel cuando has reprimido a las personas, soltabas toda tu ira, no dejabas en paz ni a los que escribían su autocrítica! Cuando dictabas las directivas para las células del Partido bajo tu control, decías que los expedientes no podían tener ningún fallo, no había que darles ninguna posibilidad de revocar el veredicto. ¿Lo has dicho o no?
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