Su verdadero rostro sólo aparecía más tarde, una vez que se arrancaba la máscara, pero no era fácil, ya que su rostro y sus nervios faciales estaban cada vez más rígidos. La menor sonrisa, la menor mueca le exigían un gran esfuerzo.
Probablemente era rebelde por naturaleza, pero no tenía ningún objetivo preciso, ninguna finalidad, ningún principio definido, sólo lo empujaba un instinto de supervivencia. Más tarde, cuando por fin comprendió que esa revuelta también estaba dirigida por la batuta de un director de orquesta, ya era demasiado tarde.
A partir de aquel momento, ya no tuvo ningún ideal ni esperó a que nadie pensara por él, ya no se mostró agradecido a nadie, por miedo a que lo engañaran de nuevo. No se hizo más ilusiones, tampoco recurrió a las palabras hábiles para engañar a los demás o a sí mismo; no espera nada de los hombres ni de las cosas.
Ya no quiere tener camaradas, no necesita para nada ser cómplice de nadie para poder alcanzar cualquier objetivo determinado. También le parece inútil intentar acercarse al poder; de hecho, es demasiado duro, es una lucha interminable demasiado desgastadora para la mente y que exige tremendos esfuerzos. Si consigue permanecer lejos de esa especie de gran familia y de los grupos que se agregan alrededor de ella, habrá tenido mucha suerte.
No quiere destruir el viejo mundo, pero tampoco es reaccionario: los que decidan hacer la revolución que la hagan, pero que no la hagan hasta el punto de que no le dejen sobrevivir. En fin, no puede ser un luchador, él se mantiene más bien en un pequeño espacio entre la revolución y la reacción, observando las cosas de lejos.
En realidad no tenía enemigos, fue el Partido quien quiso convertirlo en un enemigo. No tenía elección, porque el Partido no se lo permitía. Insistieron en que se sometiera a una norma, él se negó, y así se convirtió en un enemigo del Partido. Y el Partido condujo al pueblo a tomarlo como objetivo para que brillara el ideal, para galvanizar el ánimo, dar valor a las masas y que naciera el entusiasmo. Lo convirtieron en el enemigo público del pueblo. Sin embargo, él no tiene ningún problema con el pueblo y se niega a disparar sobre los demás para sobrevivir, lo único que quiere es vivir su propia vida.
Quizá sea una especie de empresario independiente, y le gustaría seguir así. Hoy, por fin, no tiene ni colega, ni patrón, ni superior o inferior jerárquico, se dirige y se emplea a sí mismo, todo lo que hace, lo hace por propia voluntad.
Tampoco detesta el mundo, continúa alimentándose como cualquiera, y adora especialmente la cocina de su país, un gusto que se ha formado desde su infancia, pues su madre era una cocinera excepcional. Por supuesto también le gusta la comida occidental, la gran cocina francesa, o la pasta italiana, sobre la que se dice que Marco Polo la trajo del gran Imperio Tang, aunque el indispensable queso rallado que la acompaña no existiera en China. También le encanta el pescado crudo a la mostaza de los japoneses, que pica la nariz, y el caviar ruso, muy negro; todo eso es delicioso. Le gusta mucho también la carne asada y los encurtidos picantes de los coreanos, y, cuando se acompañan de las finas hojuelas indias, no hay manjar más exquisito. Lo único que no puede comer es el soso Kentucky fried chicken; tiene gustos bastante difíciles, y puede que sea porque durante su infancia rozó la buena vida.
También le gusta el sexo. Cuando era pequeño vio, escondido, el magnífico cuerpo de su joven madre mientras ésta se bañaba. Desde entonces le vuelven loco las mujeres bellas. Y, cuando no tiene ninguna, toma su pluma y escribe relatos eróticos. En eso no es para nada un hombre honesto, desea realmente ser como Donjuán y Casanova, pero no tiene esa suerte y se contenta con describir sus fantasías en los libros.
Esto es lo que escribes sobre él, es lo que debería figurar en su ficha personal que quizá todavía esté en China, pero que él nunca vio.
El papel pintado del falso techo estaba arrancado y las ratas que corrían por el tejado durante la noche en todos los sentidos hacían mayores las grietas cuando se peleaban. Las mantas de algodón estaban llenas de polvo negro. Era la primera vez que se encontraba tan desocupado. No tenía nada que hacer, no tenía que levantarse a una hora fija para ir al trabajo ni debía hacer nada para la rebelión. No leía ni escribía; los libros que habría podido leer todavía permanecían en sus cofres y en sus cartones. Debía conservar toda su lucidez para no volver a soñar despierto. Pero en la vivienda de al lado, el obrero jubilado se levantaba muy temprano y ponía la radio a todo volumen. Escuchaba la ópera revolucionaria La linterna roja, eso le ponía muy nervioso. Incluso para masturbarse debía subir la manta hasta la cabeza y cerrar los ojos para pensar con todas sus fuerzas en el cuerpo desnudo de Lin, pero no conseguía parar aquellos cantos que expresaban un entusiasmo severo pero justo, y eso lo deprimía todavía más.
Quería pedir prestada una escalera para volver a empapelar el falso techo, pero estaba tan agrietado que corría el riesgo de caerse del todo. El polvo acumulado encima podía esparcirse por toda la habitación y entonces sería peor el remedio que la enfermedad. Además, empapelar el techo es todo un arte. Colocó en un rincón de la habitación las cosas del viejo Tan, puso su colchón sobre la cama de él y se deshizo de su propia cama. Estaba seguro de que Tan ya no volvería.
Se sentía totalmente libre, pero no sabía adonde ir. Lo único que podía hacer era salir a la calle a comprar los pequeños periódicos que vendían las organizaciones de masas, así como toda clase de materiales de denuncia. Luego, volver a su casa a preparar la comida y leerlos mientras comía. Por los discursos de los dirigentes que recibían a los diferentes grupos de masas, él distinguía las discordancias o las alusiones. Todos mostraban la misma exaltación, pero subían y bajaban continuamente, como un tiovivo de caballos de madera. El del día anterior todavía explicaba la última directiva de Mao. No sabía si hoy o mañana la máquina de matar caería sobre él y lo transformaría en un criminal antipartido. Su entusiasmo por la rebelión se enfrió por completo, no paraba de dudar de todo lo que estaba ocurriendo, pero no se atrevía a reconocerlo.
Tenía que aparecer todavía de vez en cuando por el edificio de su institución y pasar un momento por el cuartel general de los rebeldes. Un gran número de organizaciones rebeldes se habían escindido y se reunían en un gran «cuartel general». Las personas entraban y salían, mientras él fumaba un cigarrillo, charlaba un poco con ellos, escuchaba las noticias, sólo para que lo vieran. Luego se marchaba sin llamar la atención.
Ya no le interesaban los combates incesantes, los reagrupamientos, las nuevas luchas que tenían lugar en el edificio.
El lugar más animado, donde uno se enteraba de más cosas, era la avenida Chang'an. Cada vez que iba al edificio de su institución, pasaba por allí. Había muchas tiendas de campaña montadas a lo largo de los altos muros rojizos de Zhongnan-hai. Sobre una inmensa banderola roja se leía «Frente unido de los revolucionarios proletarios de la capital para desalojar, combatir y criticar a Liu Shaoqi», [19]se desplegaban las banderas rojas de los rebeldes de cada universidad, cientos de altavoces difundían día y noche cantos marciales que denunciaban al jefe del Estado en nombre del dirigente supremo, el sol rojo. Ni siquiera esta escena conseguía emocionarle ya.
– ¡Los últimos documentos de la denuncia de Liu Shaoqi por su propia hija! ¡Léanlos, léanlos! ¡Se compra un calzador de oro con el dinero de la revolución! ¡La denuncia de la ex mujer de Liu Shaoqi!
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