Se apresuró para llegar a Beijing poco después del mediodía. Pasó por su casa, tomó la cartilla de ahorro y fue en bicicleta a sacar dinero antes de que cerraran. Por último, se llegó hasta la estación de Qianmen para comprar un billete de tren para esa misma noche. Volvió a su casa, dejó la bicicleta en su habitación, tomó la mochila que normalmente llevaba para ir al trabajo y fue a esperar el rápido de las once hacia el sur.
Su padre no lo había visto desde hacía dos años y la visita inesperada lo llenó de alegría. Fue especialmente al mercado libre a comprar pescado y gambas frescas, imposibles de encontrar en el norte, y se puso él mismo a preparar la comida. Ahora su padre también había aprendido a cocinar. Después de la muerte de su esposa, se volvió una persona triste y parca en palabras. Sin embargo, en ese momento, con la llegada de su hijo, estaba muy contento y no paraba de hablar, incluso hacía comentarios sobre política y le preguntó varias veces qué había sido de los dirigentes del Partido y del Estado que habían desaparecido de las páginas de los periódicos. Cuando se sentaron a comer, con la ayuda del alcohol y para no decepcionar a su padre, le dio algunas noticias que no aparecían en los diarios, pero le advirtió que eran luchas en lo más alto del Partido y que el pueblo no podía enterarse. Ya sé, ya sé, dijo su padre, ocurre lo mismo aquí en la provincia y en el municipio. Luego su padre dijo que había participado también en el movimiento rebelde y que habían conseguido apartar al jefe de la oficina de personal, que no dejaba de perseguir a la gente. El se contuvo durante un buen rato, pero acabó previniéndolo.
– Papá, ¡no olvides la lección del movimiento antiderechista!
– ¡Entonces yo no me opuse al Partido! ¡Lo único que hice fue una nota sobre la forma de trabajar de un individuo!
Su padre se alteró, le temblaba la mano que sujetaba el vaso de alcohol y derramó algo de líquido sobre la mesa.
– ¡Ya no eres un muchacho, has tenido problemas en el pasado, no puedes pertenecer a ese grupo! ¡No tienes derecho a ser uno de ellos!
El también estaba algo alterado, nunca antes se había dirigido en ese tono a su padre.
– ¿Por qué no tengo derecho? -preguntó gravemente su padre al tiempo que posaba el vaso-. ¡Mi pasado es muy claro, nunca he sido miembro de un partido reaccionario, nunca he tenido ningún problema político! Aquel año fue el Partido el que animó a los ciudadanos a que se expresaran, y lo único que dije fue que habría que eliminar el muro que los separaba de la gente, sólo hice un comentario sobre la forma de trabajar de aquel individuo, nunca critiqué al Partido; ¡pero ese individuo se vengó! ¡Lo dije en una asamblea, había mucha gente allí, todo el mundo me oyó, todos pueden testificarlo! ¡Y el artículo de unos cien caracteres que escribí en la pizarra me lo encargó la célula del Partido!
– Papá, eres demasiado ingenuo…
Iba a continuar explicándole el porqué cuando su padre lo interrumpió.
– ¡No necesito que vengas a decirme lo que tengo que hacer! No porque hayas estudiado… ¡Tu madre te ha mimado demasiado!
Cuando su padre se serenó, le preguntó directamente:
– Papá, ¿has ocultado alguna arma?
Como si hubiera recibido un golpe, su padre se quedó sin palabras, luego bajó lentamente la cabeza, movió su vaso sin mirarlo, ensimismado, y permaneció en silencio.
– Alguien me ha dicho que ese problema está en mi ficha -explicó-. He venido para saber qué pasa. Papá, ¿es cierto?
– Tu madre fue demasiado honesta… -farfulló.
Eso significaba que algo había ocurrido; un frío glacial se le metió en el pecho.
– En aquella época, durante los dos años que siguieron a la Liberación, circularon unos formularios que todo el mundo tenía que rellenar para conseguir los documentos de identidad. Había un apartado destinado a las armas que cada uno guardaba en casa. Fue un error de tu madre, quiso que dijera la verdad, un amigo me había encargado vender una pistola…
– ¿En qué año? -preguntó mirando fijamente a su padre, que se había convertido en el sujeto de su investigación.
– Hace tiempo, en la época de la guerra de Resistencia. Era en tiempos de la República, tú no habías nacido todavía…
Es de este modo que los hombres confiesan -pensó-, no pueden dejar de confesar. Era una realidad irrefutable. Tenía que calmarse, recuperar la serenidad; no podía seguir interrogando de ese modo a su padre. Se dirigió a él en un tono más suave:
– Papá, yo no te acuso de nada, pero ¿qué ha sido de esa pistola?
– Se la di a un colega del banco. Tu madre decía: «¿Qué quieres hacer con eso?». En aquella época había mucha confusión, pero tu madre decía que si alguna vez yo tenía que disparar, sería incapaz de dar en el blanco y que podía herir a alguien accidentalmente. Entonces la vendí a un compañero de trabajo.
Su padre se echó a reír.
Le dijo seriamente que no era un asunto para reírse.
– En el archivo se habla de tenencia de armas.
Eran las palabras que la propia Lin empleó, no era posible que hubiera un malentendido.
Su padre se quedó aturullado durante un instante, luego casi gritó:
– jEs imposible! ¡De eso hace más de treinta años!
Padre e hijo se miraron; él creía más a su padre que lo que ponía en el archivo, pero tuvo que decir:
– Papá, era imposible que no investigaran.
– Quieres decir que… -Su padre se sintió abatido.
Lo que quería decir era que nadie se atrevería hoy en día a reconocer que le compró esa pistola. Estaba desesperado.
Su padre se tapó la cara con las manos y, al comprender por fin lo que eso significaba, se echó a llorar. En la mesa, los platos de comida, que todavía estaban casi intactos, se enfriaban.
Le dijo que él no venía a echarle nada en cara, que, ocurriera lo que ocurriera, era su hijo, que siempre lo reconocería como padre. Durante los años catastróficos que siguieron al Gran Salto adelante, su madre, con su inmensa ingenuidad, respondió al llamamiento del Partido que incitaba a entrar a las granjas para reformarse por el trabajo manual, y se ahogó en un río, molida de cansancio. El padre y el hijo permanecieron unidos de por vida. Sabía que su padre lo adoraba. Un día en el que volvió de la universidad enfermo, su padre gastó dos meses de cupones de racionamiento de carne para comprar manteca de cerdo para que se la llevara. Dijo que en el norte, con tanto frío y el hielo, era imposible alimentarse correctamente, mientras que aquí se podía aún comprar a alto precio las zanahorias en los pueblos. Vertió la manteca hirviendo en un recipiente de plástico que inmediatamente se fundió por el calor, y el líquido acabó por el suelo. Los dos recogieron de rodillas, en silencio, con una cucharilla, la capa de manteca que se fijó en el piso. Esa escena no la olvidaría nunca. Al final dijo:
– Papá, he venido para aclarar esa historia de la pistola, por ti y también por mí.
Entonces su padre le dio la explicación:
– El que me compró la pistola era un antiguo colega del banco, de hace más de treinta años. Después de la Liberación, me escribió sólo una vez, pero desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas. Si todavía vive, seguramente debe de trabajar en un banco. Tú lo llamabas «tío Fang», ¿te acuerdas? Te quería mucho, no te traicionaría. No tenía hijos y decía que quería que tú fueras su hijo adoptivo, pero tu madre no quiso.
En su casa debe de quedar una vieja fotografía en la que aparece, si se ha librado del fuego. Se acuerda muy bien de que el tío Fang era calvo, tenía la cara redonda y era un hombre entrado en carnes, como un Buda vestido al estilo occidental, con una corbata anudada alrededor del cuello. El pequeño niño a horcajadas sobre las rodillas de aquel Buda que vivía vestido como los occidentales, llevaba ropa de punto y sujetaba una pluma Parker de oro. Él se negó a devolvérsela y se la acabó dando. Fue un tesoro real que tuvo en su infancia.
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