Tal vez el valor de lo que se ha asimilado tarde es cuestionable. No siempre penetra en el hombre; resbala en la superficie; uno lleva un abrigo impenetrable contra lo nuevo.
En cambio, la actitud de abertura hacia dentro crece de tal manera que uno tiene que ceder a ella con sólo que la cosecha de tal actitud esté mínimamente justificada. La dificultad está en que sobre todo lo pasado, por el mero hecho de ser pasado, se posa un brillo, que es fundamentalmente un brillo que proviene de los muertos. A uno no le es posible desconfiar de este brillo porque contiene la gratitud por lo vivido. No puede ser más que lo autovivido, lo propio, y la culpa que uno pueda sentir a veces porque esto que ha vivido no es lo que han vivido los demás, porque, por así decirlo, los excluye es una culpa llena de presunción, pues ¿cómo hubiera uno podido vivir la vida de todos?
El recuerdo es bueno porque aumenta la medida de lo conocible. Pero hay que tener especial cuidado en no excluir nunca lo terrible.
Puede que el recuerdo de lo terrible aprehenda la realidad de un modo distinto a como lo terrible se presenta ante el hombre, distinto pero no menos cruel, no más soportable, no menos absurdo, hiriente, amargo; este recuerdo no debe estar contento de que lo terrible haya pasado: jamás hay nada que haya pasado.
El verdadero valor del recuerdo consiste en ver que no hay nada que haya pasado.
Uno no puede verse a sí mismo con suficiente rigor. Y tiene que ser un rigor exhaustivo ; así que simplifica, se convierte en una pose condenatoria carente de valor, una actitud que proporciona un placer engañoso.
Un suspiro de alivio entre animales: ellos no saben lo que les espera.
Mucho antes de la creación del mundo hubo filósofos. Estaban espiando para poder decir que todo estaba bien. Pues ¿no lo habían pensado ellos? ¿Cómo podía haber algo pensado por ellos que no estuviera bien?
De sus pensamientos sacaron este producto mental ambivalente y se rieron por lo bajo al ver cómo habían acertado en sus predicciones.
La culpa como karma… inaudita presunción del ser humano: el alma humana, dicen, purga sus bajezas en los animales en los que mora.
¿Cómo se atreve el hombre a castigar a los animales con su alma? ¿Acaso éstos le han invitado? ¿Pueden desear ser degradados por ella? Los animales no quieren el alma del hombre, la detestan; para ellos es demasiado gorda, demasiado fea. Prefieren su propia pobreza, su atractiva pobreza, y mucho antes que por hombres se dejan devorar por animales.
Tasso, por miedo a ella, se ofrece a la persecución . Se anticipa a ella; le exige severidad. Ella no le quiere; él corre a su encuentro. El le suplica que le haga caso; ella lo rehuye. El se culpa a sí mismo; ella le tranquiliza. No te quiero, dice ella; él se arroja a sus pies.
Vacila entre los grandes de la tierra y la persecución espiritual; unas veces se inclina hacia aquéllos, otras a ésta. Cuando huye de los grandes, se salva en la persecución. Pero es sólo la persecución de la Iglesia la que él reconoce, la de los grandes la niega, y cuando ésta arremete contra él, huye a refugiarse en la de la Iglesia.
Nadie es capaz de medir el grado de humillación del poeta que se encuentra sometido a los grandes. Va en busca de los poderes que son más fuertes y se ofrece como presa. Bajo el dominio de los grandes del mundo, el poeta que es consciente de su grandeza cae necesariamente en la locura. Si desde su juventud estuvo bajo su dominio, no le queda más que una única salvación: que le reconozcan como uno de ellos.
Las penurias económicas de Tasso recuerdan las de Baudelaire. El satanismo de Baudelaire se encontraba también en Tasso. Pero Tasso había sido testigo en Francia de la persecución de la Iglesia; poco antes de la noche de San Bartolomé, en el clima espiritual inmediatamente anterior a ella, estuvo en París y supo de las masacres que tuvieron lugar en otras ciudades. Por esto, ante esta persecución su terror creció, y lo que para un hombre del siglo XIX era casi un juego frívolo, para Tasso tuvo la seriedad de la muerte. Volvió a creer en el infierno, que había puesto en duda algunas veces, y lo sintió como un peligro acuciante. De éste y de la persecución de los grandes debía salvarle el castigo de la Iglesia.
Un hombre tan «moderno» como Tasso no lo ha habido quizá en todo el Renacimiento. Porque para nosotros los poderes colectivos vuelven a estar ahí de un modo apremiante; es impensable que un hombre espiritual no tenga relación alguna con ellos. Por mucho que se esfuerce en evitarlos, hay algo en él que da derecho a estos poderes. Se siente culpable de la resistencia que opone frente a ellos, tan culpable como podía sentirse antes un hijo fiel de la Iglesia.
De entre los poetas, para aquellos cuyo miedo sigue despierto, aquellos que siguen siendo ellos mismos, no hay salvación alguna. Pueden entregarse por un tiempo a una de estas grandes colectividades; pero mientras vivan bajo su dominio, la entrega tiene que ser siempre una entrega dolorosa.
Cualquier cobardía, cualquier reserva es un pecado en el escritor. Su atrevimiento está en decir lo que piensa. Aunque sea responsable de ello, tiene que decirlo.
Aun en el caso de que existiera una única religión indiscutible de ámbito mundial, él tendría derecho a prescindir de ella y a no decir nada sobre ella. Pero este derecho sólo lo tendría si tuviera algo urgente que decir y que sólo pudiera decirlo él.
Pero, ¿qué es lo urgente? Aquello que siente, que ve en los otros y que éstos no pueden decir. Primero tiene que haberlo sentido y visto en sí mismo y luego volverlo a encontrar en otros. Esta coincidencia es lo que da urgencia a lo que tiene que decir. Tiene que ser capaz de dos cosas: por un lado, sentir y pensar intensamente, por otro, oír y tomar en serio a los demás con una pasión que no desfallezca. La impresión de haber coincidido tiene que ser sincera, no puede estar empañada por ninguna vanidad.
Pero además hay otra cosa: tiene que ser capaz de expresarlo. Lo insuficientemente formulado pierde su urgencia, y el autor se hace entonces culpable de haber despilfarrado la coincidencia entre él y los demás. Ella es lo más precioso, pero a la vez lo más terrible que puede vivir un ser humano, el cual tiene que estar en situación de poder sostenerla cuando amenaza con desmoronarse; tiene que poder alimentarla continuamente con su esfuerzo y con nuevas experiencias.
Se esfuerza por no perder de repente demasiados prejuicios. Cuidado, despacio, si no no va a quedar nada de él.
La palabra «moralista» suena a perversión; a uno no le extrañaría encontrar de repente esta perversión en Krafft-Ebing.
El se imagina que se quita de encima la moral y la arroja como si fuera la tapa de un ataúd. ¡Qué cadáver rebosante de vitalidad iba a aparecer!
Les daba la mano a todos los muertos y se presentaba entre ellos como si fuera el último.
Le pican los personajes que odia y de los que no habla.
Con su melancolía contagiaba a todos y se zafaba de ellos.
El hombre amargo tiene que echar chispas; si se seca, no sirve para nada. Sus chispas tienen que contener la esperanza que él mismo ya no soporta.
Hay algo así como un asco corporal ante cualquier hombre que no es uno mismo.
¿Qué grado de conciencia de la propia persona tiene que ver con esto?
¿Siente uno también asco cuando se encuentra a sí mismo disfrazado y no reconocible al primer momento?
Salir a la calle engalanado con negaciones y que en torno a uno no se oiga más que no, no, no.
El que se odia a sí mismo se ama más. Tirita delante de la muerte y dice: «es lo mejor que tenemos».
Hace mucho, mucho tiempo que él vivía arropado en el odio.
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