Elías Canetti - La Provincia Del Hombre

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No sirve de nada; uno puede cantarse coros a sí mismo, admirar a caníbales, estar doscientos años bajando por el tronco de un árbol al que antes había trepado; uno puede encerrar al mes como a un loco, en inofensivas cruzadas ir de peregrinación a Palestina con toda una quincallería en el cuerpo, escuchar a Buda, amansar a Mahoma, creer en Cristo, vigilar un capullo, pintar una flor, malograr la aparición de una fruta; uno puede también ir detrás del sol, así que éste se dobla; enseñar a los perros a maullar, a los gatos a ladrar, devolverle todos los dientes a un centenario, cosechar bosques, regar calvas, castrar vacas, ordeñar bueyes; uno puede hacerlo todo con excesiva facilidad (termina uno tan rápidamente con todo), aprender la lengua del hombre de Neanderthal, cortar los brazos de Shiva, quitar de las cabezas de Brahma los Vedas que están anticuados, vestir los Vedas desnudos; impedir que en los cielos de Dios canten los coros de ángeles, espolear a Lao-Tse; incitar a Confucio a que asesine a su padre, arrebatarle a Sócrates la copa de cicuta; quitarle de la boca la inmortalidad; uno puede…, pero no sirve de nada, no hay nada que sirva para nada, no hay qué hacer, no hay más pensamiento que éste: ¿cuándo se dejará de asesinar?

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El tiempo en el que le interesa algo es su tiempo. Estar libre del horario de otros.

Pero estar libre del propio horario: intercambiar las consecuencias, preferirlas, dejarlas para más tarde, recordarlas, olvidarlas.

No sobreestimar lo inhabitual. Poner espinos en lo habitual.

Gracias a que es una persona olvidadiza, al fin ha sido algo de él.

Para ser. libre hoy, sirve a todos los señores del pasado y del futuro.

Los cosmonautas rusos estaban muertos cuando llegaron a la Tierra. Aterrizaron felizmente y en el aterrizaje, sin ninguna herida exterior, murieron. Si les falló el corazón es que los tres corazones iban a la par. Un final más patético que si hubieran desaparecido en el espacio. Así es como les encontraron, un aviso. Lo mejor sería que jamás se llegara a saber la razón de su muerte. Pero habría que meditar muy seriamente sobre la tristeza del pueblo ruso por sus tres muertos. Si misiones de este tipo pudieran cumplir la función de las guerras, a modo de participación colectiva en una empresa que comporta un riesgo para la vida, entonces, a pesar de todo, los viajes espaciales tendrían un sentido.

Es necesario que los hombres intenten meditar sobre todo lo que hay aparte de la técnica. ¿De qué otra manera, si no, puede uno encontrar fuerzas que hagan posible la libertad frente a la prepotencia de la técnica?

El sería feliz si, de pronto, por razones inexplicables, nos encontráramos bajo otro firmamento.

El tendía a las religiones en las que los dioses se escapan unos de otros, y de los hombres, por metamorfosis.

Estoy alimentado de mitos. De vez en cuando intento escapar a ellos. Lo que no quiero es violarlos.

«El gusano de seda, salido de un gusano del paciente Job.»

Con los dioses de la Antigüedad se ha perdido tanto que cabría temer que con el nuestro, que es más sencillo, se perdiera también algo.

Pero no logro encontrar el camino que lleva a aquel que ha traído la muerte al mundo. Un Dios de la vida no lo veo por ninguna parte; sólo veo ciegos que embellecen sus fechorías con Dios.

¿Son esperanzas de niño las que tengo aún cuando descubro una grieta en la cáscara de un ser humano y siento de repente: aún no está todo perdido, con una pequeña ayuda es posible volver a poner en movimiento un corazón que se para?

Es cierto que cada día sé mejor que poseo un terrible conocimiento del hombre; pero no es el conocimiento que todo el mundo que haya vivido un poco pueda tener lo que a mí me interesa. Lo que me interesa es lo que contradice a este conocimiento, lo que lo suprime. De un usurero me gustaría hacer un filántropo, de un contable, un poeta. Me interesa el salto, la metamorfosis sorprendente.

Nunca he perdido del todo la esperanza; a menudo busco la manera de castigarme por ella y me burlo cruelmente. Pero sigue viviendo incólume en mí.

Puede que sea tan ridícula como otra, mucho mayor, aquella inmensa esperanza de que, de repente, un muerto esté ante mí y que no sea ningún sueño.

Aquel a quien le comprenden, le comprenden mal. Todo repercute únicamente en forma de malentendido. Sin embargo, sigue siendo decisivo que uno viva para que le comprendan de verdad.

Primera conversación con personas que él conoce de vista desde hace diez años, que las ha visto todos los días preguntándose sobre ellas y ellas preguntándose sobre él.

Es preciso que uno tenga muchas personas como éstas y que luego, al cabo de los años, les dirija la palabra.

El hombre de Asia, establecido en África, que, expulsado, ha salido hacia Inglaterra y que jamás ha acabado de llegar aquí.

¿Cuántos rostros puede retener un hombre? ¿Hay un umbral superior en esto? ¿Alcanzarán sólo este umbral personas como Napoleón que se acuerdan de los hombres para que mueran por ellos?

A él le gustan las frases aisladas, frases para sí mismas; se las puede ir dando vueltas en la mano, se las puede agitar, se las puede estrangular.

Los nombres chinos tienen algo de la lengua última en la que desembocarán todas las lenguas del mundo.

¿Se vengarán los libros no leídos? Si él no les hace caso, ¿se negarán a acompañarle al fin de su vida? ¿Se precipitarán sobre los libros hartos, leídos de muchas maneras y los romperán en mil pedazos?

A Musil lo admiro aunque sólo sea porque no abandona lo que ha examinado detenidamente. Permanece instalado en ello catorce años y muere cuando todavía está preso allí.

Estoy leyendo, como si fuera la Primera vez, Las Metamorfosis de Ovidio. No es lo que dicen y lo que sienten sus personajes lo que me impresiona: se encuentran demasiado en el plano de lo artístico; su retórica ha penetrado desde el principio en la literatura europea y ha sido purificada por los autores posteriores que han hecho de ella una verdad mejor. Pero la inspiración de estos versos, su tema, son las metamorfosis, y en ellas Ovidio ha anticipado algo que, hasta nuestros días, ha interesado vivamente a algunos escritores. Ovidio no se contenta con dar nombre a algunas metamorfosis, las sigue el rastro, las describe, las convierte en procesos claramente visibles por el lector. Con ello separa lo más característico del mito de su contexto habitual y le da este carácter sorprendente que ya no volverá a perder. Le interesan todas las metamorfosis, no sólo ésta o aquélla; las reúne; las coloca una detrás de otra; las sigue una por una en sus ramificaciones, e incluso allí donde por su naturaleza tienen rasgos comunes, dan siempre la impresión de milagros recientes, sentidos como algo digno de crédito.

Estas metamorfosis son a menudo fugas, pero son algo único; muchas veces son metamorfosis del dolor. Su carácter definitivo es lo que les da su seriedad. Cuando son redenciones, se han pagado a alto precio; la libertad del ser transformado se ha perdido para siempre. Pero la variedad y la riqueza de esta serie de transformaciones es lo que conserva la fluidez de todo el mito.

Es incalculable lo que, con esta obra, ha salvado Ovidio para el mundo cristiano: aquello, precisamente, que más lejos estaba de la conciencia de este mundo. A la doctrina del Cristianismo, que estaba anquilosándose con sus jerarquías, a su torpe sistema de virtudes y vicios les insufló el aliento antiguo, liberador de la metamorfosis. Ovidio es el padre de una modernidad que ha existido en todas las épocas; incluso hoy en día no sería difícil encontrar las huellas de este autor.

Hay que dejar de hablar antes de haberlo dicho todo. Algunos lo han dicho todo antes de empezar.

No encontrar nada más, ninguna forma desconocida de hombre. Este es el momento de enmarañar todo lo conocido.

El ha arrancado todos los mitos como si fueran hierba.

Ojos que sólo ven el cuerpo por dentro, pero lo ven ensangrentado y con todo detalle. Un ojo para mirar hacia dentro y otro para mirar hacia fuera. Si tuvieran esta doble visión, ¿cómo serían los hombres?

A la mayoría de los místicos no los consideramos como poetas, pero sí a los místicos persas.

En estos autores se habla más de animales; se habla también de muchachos. Su escritura es más sinuosa; su exaltación, más terrena; sus parábolas tienen el calor del aliento amoroso Y, a la vez, algo de los límites y del perfil de la vida diaria.

Les falta lo ovejil de la vida monástico. Se nota que han andado por el mundo, que han callado mucho y que, de repente, después de un largo silencio, han empezado a hablar apasionadamente.

Son sabios, pero su manera de hablar es vehemente. Balbucean y hablan de un modo maravilloso. Tienen algo de acróbatas.

El está buscando la frase única. Está pensando cientos de miles de frases para encontrar la única.

¿En qué lengua se podría encontrar la frase única? Las palabras de la frase única ¿son cuerpos del mundo? ¿Corazones? ¿Muertes? ¿Animales?

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