Elías Canetti - La Provincia Del Hombre

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No sirve de nada; uno puede cantarse coros a sí mismo, admirar a caníbales, estar doscientos años bajando por el tronco de un árbol al que antes había trepado; uno puede encerrar al mes como a un loco, en inofensivas cruzadas ir de peregrinación a Palestina con toda una quincallería en el cuerpo, escuchar a Buda, amansar a Mahoma, creer en Cristo, vigilar un capullo, pintar una flor, malograr la aparición de una fruta; uno puede también ir detrás del sol, así que éste se dobla; enseñar a los perros a maullar, a los gatos a ladrar, devolverle todos los dientes a un centenario, cosechar bosques, regar calvas, castrar vacas, ordeñar bueyes; uno puede hacerlo todo con excesiva facilidad (termina uno tan rápidamente con todo), aprender la lengua del hombre de Neanderthal, cortar los brazos de Shiva, quitar de las cabezas de Brahma los Vedas que están anticuados, vestir los Vedas desnudos; impedir que en los cielos de Dios canten los coros de ángeles, espolear a Lao-Tse; incitar a Confucio a que asesine a su padre, arrebatarle a Sócrates la copa de cicuta; quitarle de la boca la inmortalidad; uno puede…, pero no sirve de nada, no hay nada que sirva para nada, no hay qué hacer, no hay más pensamiento que éste: ¿cuándo se dejará de asesinar?

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La frase única es aquella que él mismo no repite; nadie la repite.

Los destructores de la lengua buscan una nueva justicia en medio de las palabras. No la hay. Las palabras son desiguales e injustas.

La alegría y viveza de Ariosto ha pasado a Stendhal; la rapidez, la arbitrariedad y el gusto por la metamorfosis.

Stendhal ha tomado más de Ariosto que de Shakespeare.

La actitud moderada de Stendhal en relación con la muerte, a pesar de haber perdido pronto a su madre y del asco que le daba Dios, «del cual venía esto», sólo se explican por la Revolución Francesa: el sentimiento de felicidad que le produjo la ejecución del rey. Una muerte que a su odiado padre afectó tanto fue para él una dicha y esto le hizo de alguna manera culpable de esta muerte.

Los tres modelos de la infancia de Stendhal: el abuelo escéptico, que siempre estaba imaginando algo; la orgullosa tía, con su aristocrático porte español; Romain Gagnon, su tío, «bon vivant», mujeriego y amigo de disfrutar del momento. Pero más fuerza tienen todavía los anti-modelos de su juventud: el padre calculador; otra tía, la gruñona que le persigue con odio, y el jesuita Raillane, su profesor. Esta escisión de amor y odio, modelos y anti-modelos, en ninguna autobiografía se presenta de un modo tan claro y estimulante como en la de Stendhal.

Para mí, el valor teórico de Henri Brulard está precisamente en esto. Pero no hay casi nada en Brulard que no tenga un valor enorme. En esta obra, las primeras experiencias de la muerte tienen tal verdad y tal fuerza que llegan a perseguirle a uno mismo. Ahí se encuentran el obstinado localismo al que sólo algunas veces da forma pero del que continuamente esta haciendo referencias precisas. Se encuentra una libertad moral que no silencia ninguna bajeza y que, de un modo automático, se coloca siempre al lado de la magnanimidad. Se encuentra su curiosidad por el hombre y su sensibilidad, siempre despierta, por el encanto de las mujeres. El gusto que tiene luego también por la pintura no se puede entender de otra manera.

A Stendhal le debo la convicción de que todo hombre, si consigue plasmarse en un apunte, es un ser estimulante, sorprendente e insustituible.

Es la espontaneidad de su modo de pensar y de sentir lo que yo amo en él, el carácter abierto y felizmente receptor de su forma de ser, la rapidez que no olvida, el movimiento incesante que no se pierde nunca, el carácter aristocrático sin ser prosopopéyico, la gratitud que sabe perfectamente con qué está obligada, el no embellecer la realidad (excepto cuando se trata de cuadros), la manera como llena un caos en el que, no obstante, siempre hay luz. Luz la hay en todas partes en este autor; su pensamiento es luz. Pero no una luz religiosa o mística – ésta, para él, fue siempre sospechosa -, es la luz de la vida misma, de los procesos vitales que en cada detalle concreto le iluminan.

Es difícil conservar la crueldad necesaria para contemplar la realidad de un modo insobornable. El calor del recuerdo se propaga por doquier y, una vez se ha convertido uno en este calor, ya no podrá mirar a nadie con la mirada dura de la realidad.

¿A qué hombre se le permitirá seguir su camino?, ¿a qué hombre no le empujarán continuamente de un lado para otro, no le mandarán al desierto, allí donde ya no encuentra nada de sí mismo y tiene que secarse convertido en un tartamudo que pide socorro, en uno que se hunde en la sal, un ser sin hojas ni flores, chamuscado, maldito?

Ningún hombre conoce toda la amargura que le espera, y si ésta apareciera de repente, como un sueño, la negaría y apartaría la vista de ella.

A esto se le llama esperanza.

No hay dolor que no pueda ser superado por otro dolor; lo único infinito es el dolor.

Los filósofos que quisieran darle a uno la muerte, para que la llevara consigo , como si desde el principio la muerte estuviera en uno.

No pueden soportar no verla hasta el final; prefieren prolongarla hacia atrás hasta hacerla llegar al origen; la caracterizan como el más íntimo compañero de toda la vida y, de esta manera, convirtiéndola en algo más tenue y más familiar, es como se les hace soportable.

No comprenden que con ello le han dado más poder del que le corresponde. «El hecho de que mueras – parecen decir – no es nada, de todas maneras estás siempre muerto ya». No se dan cuenta de que se han hecho culpables de un truco vil y cobarde, pues de esta manera paralizan la fuerza de aquellos que podrían resistirse a la muerte. Impiden la única lucha que sería digna de ser luchada. Declaran como sabiduría lo que es capitulación. Incitan a todo el mundo a la cobardía.

Entre ellos, los que se tienen por cristianos, envenenan con estos pensamientos el verdadero núcleo de su fe, que saca su fuerza de la superación de la muerte. Según ellos, todas las resurrecciones que consiguió Cristo en los Evangelios carecerían de sentido.

«Muerte, ¿dónde está tu aguijón.» No hay aguijón, dicen, por que existe desde siempre, metido en la vida, como un hermano siamés de ella.

Abandonan al hombre a la muerte como a una sangre invisible que circula incesantemente por sus venas; habría que llamarla la sangre de la sumisión, la secreta sombra de la verdadera sangre que se renueva de un modo incesante para vivir.

El instinto de muerte de Freud es un descendiente de antiguas y oscuras doctrinas filosóficas, pero es todavía más peligroso que éstas, porque se viste con términos biológicos que gozan de prestigio en el mundo moderno.

Esta Psicología que no es Filosofía vive de lo peor de la herencia de la Filosofía.

Los filósofos del lenguaje que no se ocupan de la muerte, como si fuera algo «metafísico». Pero que la muerte haya ido a parar a la Metafísica no modifica para nada una realidad: es el factum más antiguo de todos, más antiguo y más decisivo que todas las lenguas.

Los estoicos vencen a la muerte con la muerte. La muerte que uno mismo se da no le puede hacer nada, por esto no tiene por qué temerla.

El que se ha cortado la cabeza no siente dolor alguno.

No hay nada que acabemos de saber ahora mismo: lo que creemos acabar de saber ahora mismo lo sabemos desde hace tiempo.

Sólo cuenta el saber que ha estado descansando secretamente en nosotros.

El vanidoso no le quiere pedir ayuda a Dios antes de tiempo. Primero, como en un espejo, le gusta verse a sí mismo en la fuerza que no tiene; mira cómo desaparece lo que ha pretendido tener, se alegra de su debilidad y, de repente, con una increíble desvergüenza, dice: Dios; como si éste hubiera estado siempre secretamente a su favor.

Una lengua que llega hasta el infierno.

Todos se colocaron como si fueran monumentos y esperaron impávidos. Hasta la próxima moda; luego empezaron a moverse y agitarse.

Descanso, hasta que se vuelva a encontrar la eternidad.

Un mundo que no suscite la pasión de aquel en el cual este mundo penetra, no es ningún mundo. La simple infiltración no es nada. El hombre, que es como un terreno calcáreo, tiene que formar sus ríos subterráneos, y éstos deben salir a la luz de un modo intempestuoso e inesperado.

Una tormenta que dura una semana. Oscuridad por todas partes. Leer sólo cuando relampaguea. Acordarse de lo leído a la luz de los rayos y enlazarlo.

¿Cuántas palabras de halago necesita el hombre para ser mejor? Le dicen como es según ellos , y él se gusta así mismo. No hay ninguna cabeza que no sea interesante. Lo único que hay que hacer es meterse en ella.

Uno se pregunta si hacer intencionadamente una recapitulación de sí mismo en la vejez es algo punible. Porque se podría pensar que bajo el peso de lo rememorado se cerrara uno a lo externo, no quisiera asimilar nada más y no lo asimilara.

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