De hecho, aquel nuevo lugar al que los habitantes de la vivienda comenzaban a llamar con repugnancia y amargura patio «de ventilación» o «de oscuridad» (no «de luces», como los llamaban el resto de los habitantes de Estambul) no había sido patio de ventilación ni de oscuridad antes de haber sido pozo, puesto que cuando se construyó el edificio tenía solares vacíos a ambos lados y no había sido uno de esos feos inmuebles que posteriormente cubrieron toda la calle como un sucio muro. Cuando un día vendieron a un constructor uno de los solares, las ventanas de la cocina, del pasillo de atrás y de la habitación pequeña que se destinaba a diversos usos según el piso (trastero, habitación de la criada, de los niños o de invitados pobres, cuarto de la plancha o de la tía lejana), y que hasta entonces daban a la mezquita y a la vía del tranvía, al instituto femenino, a la tienda de Aladino y al pozo adyacente, comenzaron a dar a las nuevas ventanas, contiguas y regulares, apenas a tres metros de distancia, del alto edificio recién construido. Y así se formó un lugar de espeso ambiente sombrío e inmóvil que recordaba a la infinitud del interior del pozo entre los muros de cemento que iban perdiendo el color por la suciedad y las ventanas que se reflejaban unas en otras y que reflejaban también las de los pisos inferiores.
Las palomas descubrieron aquel hueco que en un breve plazo de tiempo había creado un olor triste, viejo y pesado. Apilando sus infinitos excrementos en los alféizares, en los canalones que se rompían, en los salientes de cemento, en los codos de los desagües, lugares todos inalcanzables para la mano humana y a los que, con el tiempo, se desistió de alcanzar, crearon rincones aptos para sus olores, su comodidad y su población iba continuamente en aumento. En ocasiones se les unían insolentes gaviotas, a las que se puede considerar no sólo heraldos de desastres meteorológicos sino también de otros males menos definidos, y negras cornejas perdidas a medianoche que se golpeaban contra las ventanas ciegas del oscuro pozo sin fondo… En el suelo de la oscuridad, al que se llegaba cruzando agachado la pequeña puerta de hierro del piso de techo bajo y asfixiante del portero, que recordaba la entrada de una estrecha celda (y que crujía como la puerta de una mazmorra), se podían encontrar a veces los restos de esas criaturas aladas roídos por las ratas. En aquel lugar asqueroso, cubierto por una suciedad a la que ni siquiera se podría llamar estiércol, se podían encontrar otras cosas: cáscaras de huevo de paloma que las ratas, que subían hasta los pisos superiores por las cañerías, habían robado de los nidos y habían arrojado allí, desdichados tenedores y cuchillos y calcetines sueltos que habían caído al pardo vacío desde el interior de manteles estampados de flores y sábanas somnolientas, trapos para el polvo, colillas, trozos de vidrio, bombillas y espejos rotos, oxidados muelles de somier, muñecas rosadas sin brazos ni esperanza pero que aún abrían y cerraban testarudamente sus ojos de pestañas de plástico, hojas cuidadosamente rasgadas en trozos pequeños de ciertos periódicos y revistas sospechosos, pelotas deshinchadas, sucios calzoncillos de niño, terribles fotografías hechas pedazos…
De vez en cuando el portero paseaba piso por piso uno de esos objetos sosteniéndolo con asco por un extremo, como si fuera un delincuente a quien hay que identificar, pero ninguno de los habitantes del edificio asumía la propiedad de aquellos sospechosos objetos que el día menos esperado regresaban a sus puertas desde el fango del otro mundo. «No es nuestro -decían-. ¿Se ha caído ahí?».
«Ahí» era como algo terrorífico de lo que quisieran huir pero no pudieran, que quisieran olvidar pero no pudieran, hablaban de aquello como si hablaran de una fea y contagiosa enfermedad: el patio del edificio era una cloaca a la que ellos mismos podían caer por accidente y compartir la desdicha de esos pobres objetos tragados por el vacío, si no tenían cuidado; era un nido de maldad que se había introducido arteramente entre ellos. Era evidente que aquellos microbios de los que tanto se escribía en los periódicos y que provocaban repentinas enfermedades en los niños surgían de allí, y su miedo a los fantasmas y a la muerte, de los que hablaban ya desde pequeños. También entraban desde allí, por los huecos de las ventanas, los extraños olores que a veces envolvían la casa como dichos miedos: podían imaginarse que también se filtraban la desgracia y la mala suerte. Las negras nubes de los desastres que, como las espesas emanaciones azul marino del vacío, caían sobre ellos (quiebras, endeudamientos, padres fugados de casa, amores en el interior de la familia, divorcios, traiciones, envidias, muertes) eran relacionadas mentalmente por todos los habitantes del edificio con la historia de la oscuridad: como libros cuyas páginas se confundieran en sus memorias porque querían olvidarlos.
Pero, gracias a Dios, siempre aparece alguien que hojea las páginas prohibidas de dichos libros y encuentra un tesoro. Los niños (¡ah, los niños!), sintiendo escalofríos en la oscuridad del pasillo cuyas luces no se encendían para no gastar electricidad, se metían entre las cortinas prietamente recogidas y apoyaban curiosos la frente en la ventana que daba a la oscuridad del patio; cuando en el piso del Abuelo se cocinaba para todos, la criada usaba el patio para avisar a gritos a los de los pisos de abajo (y a los del edificio vecino) de que la comida ya estaba servida y cuando la madre y el hijo desterrados al piso superior no eran invitados a esas comidas, echaban de vez en cuando un vistazo por la ventana de la cocina, que mantenían abierta para observar lo que cocinaban y lo que intrigaban los de abajo; un sordomudo se pasaba algunas noches mirando por las ventanas de la oscuridad hasta que su anciana madre lo atrapaba; la criada, que en los días de lluvia lloriqueaba acompañada por los desagües en su pequeña habitación, fantaseaba mirando por allí; y también un muchacho que años después volvería victorioso a aquellos pisos en los que no se podía mantener una familia en decadencia.
Echemos un vistazo al azar a los tesoros que veían: imágenes empalidecidas por las ventanas cubiertas de vaho de la cocina de mujeres y muchachas cuyas voces no se oían; la espalda de una sombra fantasmagórica que se incorporaba lentamente rezando en una habitación sombría; la pierna de una mujer mayor descansando sobre una cama sin abrir junto a una revista ilustrada (si esperan un rato verán también cómo una mano vuelve las páginas y rasca perezosamente la pierna); la frente, apoyada en el frío cristal de una ventana, de un muchacho decidido a regresar un día junto al pozo sin fondo para descubrir el misterio cegado por los habitantes del edificio (el mismo muchacho, mientras observaba su imagen reflejada en la ventana de enfrente, veía en el cristal de la ventana del piso inferior del otro edificio a su madrastra, de embrujadora belleza, sumergida, como él, en sus sueños). Añadamos que esas imágenes eran enmarcadas por cabezas y cuerpos de palomas ocultas en la oscuridad, que el entorno era azul marino y que las cortinas que se movían, las luces que se encendían un momento y se apagaban al siguiente y las luminosas habitaciones dejaron una huella brillantemente anaranjada en las memorias infelices y culpables que después habrían de volver a las mismas imágenes y a las mismas ventanas. Vivimos poco, vemos poco, sabemos poco; soñemos, pues. Feliz domingo, queridos lectores.
19. Las señales de la ciudad
«¿Era la misma persona cuando me desperté esta mañana? Si no lo soy, entonces tendré que preguntarme: ¿Quién soy yo, por el amor de Dios?»
Alicia en el país de las maravillas , LEWIS CARROLL
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