© del texto: Álvaro Pérez Capiello
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Editorial Mirahadas, 2021
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Producción del ePub: booqlab
Primera edición: mayo, 2021
ISBN: 978-84-18789-82-3
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II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
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XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
En memoria de Henryk y Mina Nath, abuelos de mi gran amigo Ricardo Arias Nath. Sirvan estas líneas como tributo a sus relatos sobre la Segunda Guerra Mundial. Al inmenso amor que los mantuvo juntos durante esos años de feroces tormentas. Cuando todavía, en pleno siglo XXI, proliferan evidentes signos de intolerancia y el mundo transita senderos egoístas que resucitan ideas xenófobas justificando el homicidio en masa o la pérdida de las libertades de un grupo de individuos en favor de otros; los intelectuales apelamos por la memoria como alternativa para que las atrocidades cometidas por el nazismo y otros regímenes totalitarios jamás se repitan. Al valeroso pueblo de Israel, a los sobrevivientes del Holocausto y sus descendientes, nuestro agradecimiento por enseñarnos que la vida es un don precioso.
A.P.C.
Llovía, y pequeñas gotas golpeaban los muros de piedra antes de descansar sobre las aceras. Tal vez, un observador minucioso pudiese inventariar la ciudad contemplando las grietas y los restos de vegetación que convivían tranquilamente entre los paredones. Sin embargo, en la mente de Judith solo andaba la idea fija de llegar a su destino, aquel trabajo afortunado en una peluquería del centro. Había desayunado al igual que cada mañana en el pequeño pantry de su departamento localizado en el modesto barrio de Bello Campo. Como el miércoles, y el martes que lo precedía, comió solo dos rebanadas de pan de centeno untadas con una conveniente porción de mermelada de fresas, acaso el único lujo que le permitía cubrir su modesto presupuesto. La familia de Judith se reducía exclusivamente a su hermana mayor, Andrea, quien, tras la muerte de su madre, se había encargado de su cuidado y educación.
En el barrio corrían muchas noticias acerca de Timothy O´Brien, un escocés oriundo de la ciudad de Edimburgo quien sería el padre de ambas mujeres. Al parecer, había llegado al país hacía unos treinta años, para ocupar el cargo de gerente en una sucursal del Bank of Scotland. De carácter áspero y robusto de carnes, su presencia resultaba un poco intimidante para quienes tenían el infortunio de conocerle. Estos rasgos se veían acentuados a medida que transcurrían los primeros minutos en su compañía, pero, como ocurre con aquellas combinaciones de elementos muy poco diferenciados entre sí, bastaba una mínima alteración en alguno de ellos para dar al traste con cualquier apreciación inicial que se tuviera. En su mirada, se advertía el brillo de la nostalgia por la patria lejana, junto a una curvatura bastante inusual de las cejas que otorgaba a su fisonomía un aire de misterio. En ello, quizá residía ese magnetismo particular que lo unía con las representantes del sexo opuesto. No fue difícil para una sencilla chica del campo que se ganaba la vida como ayudante de mantenimiento de las oficinas del Bank of Scotland entablar conversación con uno de sus altos ejecutivos. Al principio, fue solo un golpe de vista lanzado en dirección a su rostro mientras sacudía el polvo de su escritorio y amontonaba algunos papeles dispersos sobre la cubierta de madera de un archivador, a eso le siguió una sonrisa y la invitación para tomar una taza de café en una panadería cercana. En menos de tres meses compartían un departamento y, un año después, ya Andrea venía en camino.
Lo cierto es que la relación entre ambos se fue desgastando tras el nacimiento de la menor de las hijas. Los vecinos dieron cuenta de discusiones feroces causadas por las frecuentes borracheras de O´Brien y de su gusto por apostar en el hipódromo altas sumas de dinero en perjuicio de la economía familiar. Así que, un buen día, nadie volvió a ver a Timothy por aquel lugar y los rumores acerca de una posible separación de la pareja acabaron adquiriendo visos de certeza. Si se fue, o terminó siendo expulsado del domicilio por su mujer, es algo que carece de toda importancia en una ciudad donde los resultados pesan más que las motivaciones y las formalidades para llegar a ellos. Clara resultó una madre abnegada que limpiaba oficinas, lavaba ropa por encargo y cosía delantales para una fábrica de uniformes del vecindario, intentando, por cualquier medio a su alcance, cubrir los gastos del mes… En más de una ocasión se acostó sin cenar y, puede decirse, que no dudó en liquidar hasta el último de sus recuerdos preciados buscando traer el pan a su mesa y llenar los estómagos de sus pequeñas.
El tiempo transcurrió, y las niñas crecieron… Andrea estudió arquitectura y consiguió un puesto de trabajo en una reconocida firma de construcción. Colaboró en proyectos muy diversos, desde diseño de casas hasta gigantescas torres de oficinas que representaban verdaderos hitos en el paisaje urbano. Su estatura no sobrepasaba el metro setenta, aunque la cabellera marrón y los tacones tipo agujas que se contaban entre sus calzados predilectos, la hacían ver un poco más alta y representar una edad que estaba lejos de corresponderle. Judith, por su parte, nunca fue muy aplicada… Lo suyo eran las reuniones con los amigos, el maquillaje y deleitarse ante la contemplación de los aparadores que poblaban los centros comerciales. Eso, en el «argot» juvenil, se conocía como «vitrinear». No le fue difícil acabar, pues, desempeñándose en algo que siempre quiso hacer: pasar las horas más productivas del día en una peluquería. Así, cuando había clientas, metía sus manos en las cabelleras ajenas, bien para derrochar su creatividad peinando melenas y moños de última moda, o simplemente para aplicarles tinte, lavado y secado con todo lo que ello implicaba. Sus ratos libres, los desquitaba pasando la vista por los envases de los esmaltes de uñas o leyendo las revistas de farándula depositadas en la diminuta salita de espera ubicada al frente de los lavacabezas. Fue allí, precisamente, donde se enteró de un lugar paradisíaco ubicado a decenas de kilómetros de la capital. Se trataba de un spa que ofrecía diversos tipos de masajes, terapias florales y tratamientos que aprovechaban las propiedades medicinales de las aguas termales presentes en el lugar. Estaba regentado por una doctora: Helen Anderson, quien había reclutado un equipo de profesionales formados en Europa para brindar salud, descanso y esparcimiento a sus clientes.
Llegar allí no revestía ningún problema, pues una línea férrea conectaba a la ciudad con un pequeño enclave de las montañas, donde un transporte del propio spa prestaba el servicio de recoger a los huéspedes cada semana. El otro tema era el precio, pero, para cubrir este minúsculo detalle, Judith disponía del apoyo económico de un benefactor. Él estaba decidido a no negarle nada a su hermana Andrea, claro, siempre y cuando Judith fuese capaz de manejar la discreción en aras de no estropear la sorpresa.
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