—Genug schon, Vater (Basta ya, padre). Pasemos a la mesa —siguió Ludwig haciendo un ademán de cortesía.
Andrea escuchó un chasquido a corta distancia de su cabeza, se trataba de su hermana Judith quien, haciendo uso de sus dedos, intentaba sacarla de aquella especie de trance hipnótico en el que había caído de pronto. Un plato de porcelana se encontraba frente a ella con aquel apetitoso filete de ternera y la humeante salsa a base de champiñones frescos. Había llegado el momento de chocar las jarras de cristal tallado para ensayar el primer brindis de la noche y, simplemente, Andrea continuaba abstraída del mundo.
—¿Te ocurre algo, hermana? —preguntó Judith un tanto preocupada.
—Nada, querida Judith, recordaba aquel almuerzo en casa de Ludwig. Fue algo peculiar…
—Solo ansías ver a tu novio, Andrea, el amor nos hace comportarnos de maneras extrañas.
—Ojalá fuera eso, estoy segura de que el padre de Ludwig oculta algo, cada vez que lo pienso me convenzo más.
—Tonterías. ¿Qué puede ser? La dentadura postiza en un vaso de vidrio sobre la mesita de noche o… tal vez, un cadáver enterrado en el cobertizo. ¡Taratatán!
—No te burles, Judith, en la mirada de ese hombre había muerte y… en ocasiones, pienso que estuvo casi a un milímetro de revelármelo, hablo de su secreto, si no fuese porque Ludwig no se cansaba de interrumpirlo.
—Has visto muchos programas sobre conspiraciones y sectas. Al menos, al viejo hay que darle algo de crédito, ¿sabes? Bueno, no únicamente a él, también a tu novio.
—¿De qué hablas, Judith?
—No creerás que la idea de este viaje fue solo mía, después de todo, ¿cómo podría pagarlo? Ja, ja, ja.
—Me asustas, Judith…
—Es parte de una sorpresa para ti de Ludwig y de Dieter. Creo que tu novio quiere pedirte matrimonio, pero… no puedo hablar más, hice una promesa y mis labios están sellados —terminó Judith colocando sus dedos pulgar e índice comprimiendo los labios como si de una prensa se tratase.
Sin duda, Andrea estaba en shock y, antes de que pudiera reponerse, el mesonero se acercó a las jóvenes con una bandeja de plata en la que reposaba una caja de bombones en forma de corazón. La tarjeta de fina cartulina que la acompañaba era de Ludwig, y en ella se podía leer: «Amor, espero que disfrutes del viaje y que Judith no haya faltado a su promesa. A estas horas, ya estaré volando fuera del país por asuntos de negocios. Hablaremos a tu regreso del spa , te quiero un montón… Ludwig». En verdad, lo que en un principio resultaba confuso, parecía ser ahora más complicado de entender. Su novio no le había mencionado nada sobre un viaje inesperado cuando se despidieron esa mañana en el hall del edificio antes de subir al taxi que las conduciría a Judith y a ella a la estación. Después de un abrazo, y de un beso no exento de pasión, simplemente se fue caminando al trabajo por la misma ruta que seguía cada mañana. Ninguna cosa hacía presagiar que aquel no sería un día como tantos otros en una urbe que se movía al ritmo de los semáforos y del incesante corneteo de los automóviles que luchaban por llegar, cada cual, a su destino. Quizá, la corta estancia en un reconocido establecimiento que ofrecía terapias y tratamientos de relajación que apelaban al agua como elemento fundamental, no tenía otra motivación que brindarle a Andrea un merecido descanso y la oportunidad de compartir un tiempo de calidad con su hermana. No sería justo, entonces, enturbiar este viaje con cuestionamientos, tal vez solo era menester dejarse llevar y despojarse de los nubarrones que componían espejismos confusos sobre la realidad, un tiempo de expansión, de felicidad plena que, inevitablemente, les sonreía a las hermanas O´Brien.
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