– ¡No quiero ir! -dijo Galip con voz decidida.
– Pero ¿por qué? -le preguntó la mujer-. Luego subiremos al alminar -se volvió hacia el arquitecto-. ¿Podemos subir al alminar?
Se produjo un momentáneo silencio. En un lugar no demasiado lejano ladró un perro, Galip oyó el susurro de la ciudad bajo la nieve.
– Mi corazón no aguanta las escaleras -dijo el arquitecto-. Suban ustedes.
Como le agradaba la idea de subir al alminar, Galip bajó del coche. Cruzaron el patio exterior de la mezquita, en el cual bombillas desnudas iluminaban los árboles cubiertos de nieve y entraron en el interior. La masa de piedra parecía allí menor de lo que era y la mezquita se convertía en una estructura familiar incapaz de ocultar sus secretos. La capa de nieve que cubría el suelo de mármol estaba tan oscura y llena de agujeros como la superficie de la luna que se ve en los anuncios de relojes extranjeros.
El arquitecto comenzó a manipular con destreza el candado de una puerta metálica que había allí donde el pórtico formaba un rincón. Mientras tanto les explicaba que la mezquita llevaba siglos desplazándose cinco o diez centímetros anuales hacia el Cuerno de Oro debido a su peso y al movimiento de la colina sobre la que se alzaba, que, en realidad, hasta el momento presente debería haber descendido con más velocidad hacia la orilla de la ría pero que «los muros de piedra» que recorrían los cimientos, cuyo secreto aún no había sido descubierto, «la disposición de los desagües», cuya técnica ni siquiera hoy se había podido superar, «el equilibrio hidrostático» tan cuidadosamente calculado y nivelado y «el sistema de galerías» calculado hacía cuatrocientos años, habían frenado el movimiento de la mezquita. Cuando, al mismo tiempo que el candado, la puerta se abrió a un oscuro corredor, Galip vio en los ojos brillantes de la mujer una enorme curiosidad por la vida. Quizá Belkis no fuera una belleza extraordinaria pero a uno le intrigaba lo que pudiera hacer.
– ¡Los occidentales no han podido descubrir este secreto! -dijo el arquitecto como si estuviera borracho y, como si estuviera borracho, entró en el corredor. Galip se quedó fuera.
Galip estaba escuchando los sonidos procedentes del corredor cuando de repente apareció el imán entre las sombras de las columnas cubiertas de escarcha. El imán no parecía en absoluto molesto porque le hubieran despertado a aquellas horas de la madrugada. Después de prestar también él atención a las voces, preguntó: «¿Es la mujer una turista?». «No», le contestó Galip notando que la barba hacía que el imán pareciera mayor de lo que era. «¿Eres tú también profesor?», preguntó el imán. «Sí.» «¡Un catedrático como Fikret Bey!» «Sí.» «¿Es verdad que la mezquita se mueve de su sitio?» «Sí, por eso estamos aquí.» «¡Que Dios les bendiga! -dijo el imán. Tenía una expresión de desconfianza-. ¿Acompaña algún niño a la mujer?». «No», le contestó Galip. «Dentro, en lo más profundo, hay un niño que se esconde.» «Parece ser que la mezquita lleva siglos desplazándose», dijo Galip indeciso. «Eso ya lo sé -contestó el imán-. Entrar ahí está prohibido pero entraron una turista y su hijo, los vi. Luego ella salió sola. El niño se quedó dentro». «Debería haber avisado a la policía», contestó Galip. «No fue necesario -le respondió el imán-, porque luego salieron en los periódicos las fotos de la mujer y del niño: era el nieto del rey de Abisinia. Pero deberían sacarla de ahí». «¿Qué tenía el niño en la cara?», preguntó Galip. «Mira, ¿lo ves? -dijo el imán receloso-. Tú también lo sabes. No pudiste mirar al niño a los ojos». «¿Qué estaba escrito en su cara?», insistió Galip. «Había muchas cosas escritas en su cara», le respondió el imán perdiendo la confianza en sí mismo. «¿Sabes leer caras?» El imán guardó silencio. «Para encontrar de nuevo una cara perdida, ¿basta con correr tras su significado?», preguntó Galip. «Eso ya lo sabes tú mejor que yo», le contestó el imán inquieto. «¿Está abierta la mezquita?» «Acabo de abrir la puerta -le contestó el imán-. Dentro de poco vendrán para la oración de la mañana. Pasa».
El interior de la mezquita estaba completamente vacío. Las lámparas de neón iluminaban más las paredes desnudas que las alfombras moradas, que se extendían como la superficie del mar. A Galip se le quedaron helados los pies sólo con los calcetines. Miró la cúpula, las columnas y la colosal mole de piedra que se alzaba sobre su cabeza queriendo que le impresionaran, pero en su corazón nada se despertó que no fuera el mismo deseo de que aquello le impresionara: una sensación de espera, una vaga curiosidad por lo que podría pasar… Sintió que la mezquita era un enorme objeto cerrado, que se bastaba a sí mismo, como las piedras con las que había sido construida. El lugar ni atraía ni remitía a ninguna otra parte. De la misma forma que nada era un indicio de nada, todo podía ser un indicio de todo. En cierto momento le pareció ver una luz azul y luego oyó el acelerado golpeteo de algo similar a las alas de una paloma, pero enseguida todo regresó a su anterior calma silenciosa en la que cada cosa esperaba un nuevo significado. Entonces pensó que los objetos y las piedras estaban más «desnudos» de lo que habría sido necesario: era como si los objetos le gritaran «¡Danos un significado!». Cuando poco después dos ancianos se acercaron lentamente al mihrab susurrando entre ellos y se arrodillaron, Galip dejó de oír la llamada de los objetos.
Quizá por todo aquello Galip no tenía la menor esperanza de que le ocurriera nada nuevo mientras subía al alminar. Cuando el arquitecto le explicó que la señora Belkis había subido sin esperarle, Galip comenzó a subir las escaleras a toda velocidad, pero poco después tuvo que detenerse al sentir los latidos de su corazón en las sienes. Se vio obligado a sentarse cuando comenzaron a dolerle las piernas y los muslos. Cada vez que pasaba una de las bombillas desnudas que iluminaban la escalera se sentaba y luego volvía a subir. Aceleró al oír los pasos de la mujer en algún lugar por encima de él, pero sólo pudo alcanzarla mucho después, cuando ella ya había salido al balcón. Juntos, en silencio, sin hablar lo más mínimo, contemplaron largo rato Estambul sumida en la oscuridad, las luces imprecisas de la ciudad y la nieve que caía ligeramente.
Parecía que la ciudad permanecería aún bastante tiempo en sombras, como la cara oculta de una estrella lejana, cuando Galip se dio cuenta de que la oscuridad se iba diluyendo poco a poco. Mucho después, temblando de frío, pensó que la luz que se reflejaba en el humo de las chimeneas, en los muros de las mezquitas y los bloques de cemento no provenía del exterior de la ciudad, sino de ella misma. Como la superficie de un planeta que todavía no ha acabado de formarse, los ondulados fragmentos de la ciudad, cubiertos de cemento, piedra, tejas, madera y plexiglás y cúpulas, parecía que fueran a entreabrirse lentamente y que desde las tinieblas se filtraría la luz color llama del misterioso subsuelo, pero aquella hora imprecisa tampoco duró demasiado. Al mismo tiempo que entre los muros, las chimeneas y los tejados comenzaron a verse una a una las enormes letras de los anuncios de cigarrillos y bancos, oyeron por los altavoces que estaban justo a su lado la voz metálica del imán llamando a la oración.
Mientras bajaban las escaleras Belkis le preguntó por Rüya. Galip le respondió que su mujer le estaba esperando en casa; ese mismo día le había comprado tres novelas policíacas. A Rüya le gustaba leer novelas policíacas por las noches.
Cuando Belkis volvió a preguntarle por Rüya ya habían subido al despersonalizado Murat de la mujer, habían dejado al arquitecto de espeso bigote en la siempre ancha y siempre solitaria calle Cihangir y subían en dirección a Taksim. Galip le contestó que Rüya no trabajaba, que leía novelas policíacas y que de vez en cuando traducía con mucha lentitud alguna de las que había leído. Mientras rodeaban la de Taksim la mujer le preguntó cómo hacía Rüya aquellas traducciones. «Despacio», le respondió Galip. El se iba por las mañanas al despacho y Rüya recogía la mesa del desayuno y se instalaba en ella, pero de la misma manera que nunca la había visto trabajar en aquella mesa, tampoco se imaginaba que lo hiciera. En respuesta a otra pregunta, Galip dijo, con el aire ausente de un sonámbulo, que algunas mañanas él salía de casa antes de que Rüya se hubiera levantado de la cama. Dijo que una vez por semana iban a cenar con su tía, a un tiempo materna y paterna, y que, en ocasiones, iban por la noche al cine Konak.
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