Orhan Pamuk - El libro negro

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Galip se despide de Ruya su mujer, como todos los días, sale de su casa, como todos los días, llega a su despacho de abogado, como todos los días. La noche cambiará su vida, nada será como fue siempre. En diecinueve palabras, en una pequeño papel arrancado de un cuaderno, Ruya le dice que se va,que le ha dejado. Para Galip comenzará una búsqueda de su mujer a través de los indicios, reales o no, que la vida le ha dejado o le va dejando. Su búsqueda será la búsqueda de ella desde él mismo y de el complejo mundo que conforma la sociedad Turca, casi siempre interpretada por los artículos de un periodista Celal, su tío, que deambula por Estambul buscando, él también, el origen y el fin de la vida de tantos hombres, de tantas mujeres, de tantas cosas que se perdieron…

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La mujer pasaba distraída el cuchillo sin mantequilla sobre la superficie endurecida de las delgadas tostadas como si las estuviera untando.

– Y tampoco ahora, tantos años después, puedo entender por qué una quiere vivir la vida de otra persona y no la suya propia -continuó-. Incluso me resulta imposible expresar claramente por qué quería estar en el lugar de Rüya en vez de en el de ésta o de aquélla. Lo único que puedo asegurar es que durante largos años creí que se trataba de una enfermedad que había que mantener oculta. Me avergonzaban mi enfermedad, mi alma, que la había contraído, y mi cuerpo, que se veía obligado a sufrirla. Pensaba que mi vida era la imitación de la «vida original» que debía haber sido, y que era algo lastimoso y triste de lo que había que avergonzarse, como todas las copias. En aquel entonces era incapaz de otra cosa que de imitar en todo lo posible mi «original» para poder librarme de aquella infelicidad. En cierto momento se me ocurrió cambiar de escuela, de barrio o de entorno, pero también sabía que el alejarme de vosotros sólo me llevaría a pensar todavía más en vosotros. Los días lluviosos de otoño, a mediodía, cuando no me apetecía hacer nada, me sentaba durante horas en un sillón observando las gotas de lluvia golpear contra la ventana: pensaba en vosotros, Rüya y Galip. De acuerdo con los indicios que tenía, pensaba en lo que harían Rüya y Galip en ese momento hasta el punto de que un par de horas después llegaba a creer que la que estaba sentada en el sillón en aquella habitación oscura no era yo sino Rüya, y aquel pensamiento terrible me producía un extraordinario placer.

Como la mujer sonreía tranquilamente mientras de vez en cuando traía más té o tostadas de la cocina, como si contara una historia divertida sobre algún conocido, Galip escuchaba lo que le contaba sin sentir la menor incomodidad.

– Esa enfermedad duró hasta que se murió mi marido. Quizá aún me dure pero ya no la vivo como una enfermedad. En los días de soledad y arrepentimiento que siguieron a su muerte, decidí que no había manera de que nadie pudiera ser él mismo. En aquellos días, entre profundos remordimientos que no eran sino una manifestación distinta de la misma enfermedad, ardía de deseos de vivir de nuevo todo lo que había vivido durante años con Nihat, de la misma forma, pero ahora siendo sólo yo misma. Y una medianoche, cuando comprendí que el remordimiento iba a destrozar lo que me quedaba de vida, se me pasó esta extraña idea por la cabeza: de la misma manera que en la primera mitad de mi vida no había podido ser yo misma porque quería ser otra, iba a pasarme la segunda mitad siendo otra porque lamentaba los años que no había podido ser yo misma. Me resultó tan divertida esa idea, que el horror y la infelicidad que para mí eran mi pasado y mi presente, se convirtieron repentinamente en un destino que compartía con todos los demás y en el que no tenía excesivo interés en insistir. Había aprendido, para no volver a olvidarlo, como un saber definitivo, que nadie puede ser él mismo. Sabía que el viejo al que veía esperando en la larga cola del autobús sumergido en sus problemas mantenía vivos en su interior los fantasmas de algunas personas «reales» en cuyo lugar había querido estar muchos años antes. Sabía que aquella madre fuerte y saludable que una mañana de invierno había llevado a su hijo al parque para que le diera el sol era la víctima de la imagen de otra madre que llevaba a su hijo al parque. Sabía que los fantasmas de los originales en cuyo lugar querrían estar incomodaban noche y día a los tristes que salen absortos de los cines y a los infelices que rebullen inquietos en las calles atestadas y en los ruidosos cafés.

Fumaban un cigarrillo sentados a la mesa del desayuno. Mientras la mujer hablaba, Galip sintió que, según el calor iba en aumento en la habitación, una somnolencia irresistible envolvía lentamente todo su cuerpo como un sentimiento de culpabilidad del que uno sólo pudiera darse cuenta en sueños. Cuando le pidió permiso a Bellas para «echar una cabezadita» en un sofá que había junto al radiador, ella comenzó a contarle la historia del príncipe heredero, ya que consideraba que tenía «relación con todo esto».

Sí, había una vez un príncipe que había descubierto que el problema más importante de la vida era si uno podía ser él mismo o no, pero, cuando Galip comenzaba a representarse la historia en su imaginación, se durmió sintiendo que se convertía, primero en otra persona, y luego en alguien que se quedaba dormido.

18. La oscuridad del edificio

«… el aspecto de esa venerable mansión siempre me producía el efecto de un rostro humano.»

La casa de los siete tejados, NATHANIEL HAWTHORNE

Años después fui una tarde a ver aquel edificio. Había pasado a menudo, muy a menudo, por esa calle siempre tumultuosa, por esas aceras en las que, a mediodía, se empujan los estudiantes de instituto, con la cartera en la mano, aspecto desaseado y corbata, y por las que, al atardecer, caminan maridos que regresan de sus trabajos y amas de casa que salen de algún lugar de esparcimiento. Pero nunca había ido para ver ese edificio, para ver de nuevo, años después, ese edificio que en tiempos tanto había significado para mí.

Era una tarde de invierno. Había oscurecido temprano y el humo que salía de las chimeneas había descendido sobre la estrecha calle como una noche brumosa. Sólo en dos pisos del edificio había luces encendidas: lámparas pálidas y sin alma encendidas en dos oficinas en las que se trabajaba hasta tarde. El resto de la fachada estaba absolutamente a oscuras. Las oscuras cortinas de los oscuros pisos estaban abiertas: las ventanas parecían vacías y terribles como la mirada de un ciego. Lo que veía era una imagen fría, amarga y desagradable si la comparaba con el pasado. Uno ni siquiera podía imaginar que algún tiempo atrás allí había vivido, unos encima de otros, en medio de un continuo alboroto, una populosa familia cuyos miembros estaban tremendamente unidos.

Me produjo cierto placer ese aspecto de hundimiento y decadencia que había caído sobre la casa como si fuera un castigo por sus pecados de juventud. Sabía que lo que me producía ese sentimiento era el no haber conseguido jamás la felicidad que me correspondía de esos pecados y que con su de cadencia saboreaba mi venganza, pero en esos momentos tenía otra cosa en la cabeza: «¿Qué habrá sido del misterio oculto en el pozo que luego se convirtió en el patio de ventilación del edificio? ¿Qué habrá sido del pozo y de lo que contenía?» Pensé en el pozo que había justo al lado del edificio, en ese pozo sin fondo que despertaba por las noches un escalofrío de miedo, no sólo en mí, sino en todos los hermosos niños y niñas que entonces llenaban el edificio, e incluso en los adultos. Su interior hervía de murciélagos, serpientes venenosas, escorpiones y ratones como si fuera el pozo de un cuento. Yo sabía que aquél era el pozo descrito por el jeque Galip en Hüsnüask y del que hablaba Mevlâna en su Mesnevi . A veces se cortaba la cuerda de los cubos que colgaban en su interior, a veces se decía que en su fondo sin fondo había un gigante, un negro del tamaño del edificio. «¡Niños, no os acerquéis!», nos decían. En cierta ocasión descendieron al portero por el pozo atándole una cuerda a la cintura y regresó de aquel viaje ingrávido por la eternidad de un tiempo oscuro con alquitrán de cigarrillo ennegreciéndole para siempre los pulmones y lágrimas en los ojos. Yo también sabía que la venenosa bruja del desierto, que montaba guardia junto al pozo, adoptaba la apariencia de la mujer de cara de luna del portero; y también que el pozo tenía que ver con un secreto que yacía en las profundidades de la memoria de los habitantes del edificio. Todos temían el secreto de su interior como se teme un pecado que no podrá permanecer para siempre oculto en el pasado. Por fin olvidaron el pozo junto con las criaturas, los recuerdos y el misterio que contenía como hacen los animales que no tienen otro remedio que cubrir con tierra sus excrementos. Una mañana, cuando me desperté de una pesadilla color de noche en la que bullían rostros humanos sin ningún significado, vi que el pozo había sido cegado. Entonces comprendí, con la misma sensación de pesadilla, que donde estaba aquello a lo que llamaban pozo, se alzaba ahora un pozo al que habían dado la vuelta. Ahora denominaban con nuevas palabras ese nuevo lugar que traía el misterio y la muerte hasta nuestras ventanas: el patio de ventilación del edificio, la oscuridad del edificio…

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