– Lo sé -dijo Belkis-. Os he visto en el cine. Mientras tú, contento con tu vida, mirabas las fotografías del vestíbulo y llevabas con cariño del brazo a tu mujer entre la multitud hacia la puerta que sube al palco, ella buscaba entre las fotografías de las paredes y entre la multitud una cara que le abriera las puertas a otro mundo. Comprendí que estaba leyendo el significado oculto de las caras en algún lugar muy lejos de ti.
Galip guardó silencio.
– En los cinco minutos de descanso, mientras tú, como un buen marido feliz de la vida, le hacías una señal con la mano al vendedor que golpeaba la caja de madera con una moneda para comprarle una chocolatina de coco o un bombón helado para complacer a tu mujer, y mientras buscabas suelto en los bolsillos, yo notaba que tu mujer, que miraba triste los anuncios de aspiradoras o exprimidores de naranja del telón a la pálida luz del cine, buscaba incluso en esos anuncios la huella de un misterioso mensaje que la llevara a otro país.
Galip guardaba silencio.
– Mientras poco antes de medianoche la gente salía del cine Konak apoyándose, más que unos en otros, en la gabardina o el abrigo de su pareja, yo os veía cogeros del brazo y caminar hacia vuestra casa mirando al suelo.
– En suma -dijo Galip con cierto enfado-, que nos vista una vez en el cine.
– Una no, os he visto doce veces en el cine, más de sesenta en la calle, tres en un restaurante y seis en tiendas. Al regresar a casa pensaba, como hacía cuando era niña, que la muchacha que estaba contigo no era Rüya, sino yo.
Se produjo un silencio.
– Cuando estábamos en la escuela secundaria -continuó la mujer mientras conducía pasando por delante del mismo cine Konak del que poco antes acababan de hablar-, mientras en los recreos ella se reía de las historias de los muchachos que se mojaban el pelo y se peinaban hacia atrás con el peine que se sacaban del bolsillo trasero del pantalón y que se colgaban los llaveros de las trabillas de los pantalones, yo pensaba que era a mí y no a Rüya a quien mirabas de reojo sin levantar la cabeza del libro que había sobre tu pupitre. Pensaba que la muchacha a la que las mañanas de invierno veía cruzar la calle sin mirar porque tú ibas con ella, no era Rüya, sino yo. Algunos sábados por la tarde, cuando os veía ir hacia la parada de taxis colectivos de Taksim acompañados por un tío vuestro que os hacía reír, yo imaginaba que era a mí a quien llevabas contigo a Beyoglu.
– ¿Y cuánto tiempo duró ese juego? -le preguntó Galip encendiendo la radio del coche.
– No era un juego -respondió la mujer, y añadió mientras pasaba ante la calle sin frenar-. No entro en vuestra calle.
– Recuerdo esta música -dijo Galip mientras observaba la calle donde estaba su casa como si mirara una postal de una lejana ciudad-. Esto lo cantaba Trini López.
Ni en la calle ni en el edificio había el menor indicio de que Rüya hubiera vuelto a casa. Galip quiso hacer algo con las manos y giró el sintonizador de la radio. Una voz educada de hombre hablaba de las precauciones que debíamos tomar para proteger nuestros establos de los ratones de campo.
– ¿No te has casado? -preguntó Galip cuando el coche penetraba en las calles traseras de Nisantasi.
– Soy viuda -contestó Belkis-. Mi marido murió.
– No te recuerdo de la escuela -dijo Galip con una crueldad sin motivo-. Me viene a la memoria una cara parecida a la tuya. Era una muchacha judía muy agradable y vergonzosa, Meri Tavasi; su padre era el propietario de medias Vog. En año nuevo algunos muchachos, incluso algunos profesores, le pedían calendarios de Vog, en los que se veían chicas con medias, y ella los traía toda avergonzada.
– Los primeros años de mi matrimonio con Nihat fueron felices -le contó la mujer después de un silencio-. Era delgado y silencioso y fumaba mucho. Los domingos hojeaba el periódico, escuchaba por la radio el partido de fútbol e intentaba tocar una flauta que había caído en sus manos. Bebía muy poco, pero la mayor parte de las veces tenía la cara tan triste como los borrachos más lastimosos. En cierta ocasión me habló muy avergonzado de sus dolores de cabeza. Resulta que llevaba años criando pacientemente un enorme tumor en un rincón de su cerebro. Ya conoces a ese tipo de niños cabezotas y silenciosos que esconden algo en el puño bien prieto y que por mucho que lo intentes no abren la mano para dártelo: como ellos, protegió con testarudez su tumor y, de la misma forma que esos niños sonríen un momento cuando por fin abren la mano y te dan la canica que guardaban, él me sonrió contento cuando entraba al quirófano, y allí se murió en silencio.
Entraron en un edificio que estaba no demasiado lejos de la casa de la Tía Hâle, en un rincón por el que Galip no pasaba demasiado pero cuya existencia conocía tan bien como su propia calle, un edificio que se parecía de forma sorprendente en el aspecto exterior y en la puerta al Sehrikalp.
– Sé que hasta cierto punto se vengó de mí con su muerte -continuó la mujer en el viejo ascensor-. Había comprendido que, de la misma forma que yo era una imitación de Rüya, él debería haber sido una imitación tuya. Porque algunas veces, cuando se me iba la mano con el coñac, no podía contenerme y le hablaba largo rato de Rüya y de ti.
Entraron en la casa después de un momento de silencio. Galip se sentó en medio de un mobiliario parecido al de su propia casa y le dijo inquieto y como disculpándose:
– Me acuerdo de Nihat de nuestra clase.
– ¿Crees que se parecía a ti?
Galip extrajo a duras penas de las profundidades de su memoria un par de escenas: Galip y Nihat, con los «permisos paternos» que anunciaban que no participarían en aquellas clases en la mano, eran acusados de blandos por el profesor de gimnasia; Galip y Nihat bebían acercando los labios a los grifos de los retretes de estudiantes, que apestaban de veras, un cálido día de primavera: era gordo, era torpe, era pesado y lento y además no era demasiado brillante. Galip, a pesar de sus buenas intenciones, no pudo sentir la menor simpatía por aquel muchacho al que le habían comparado y de quien no se acordaba demasiado.
– Sí -dijo-. Nihat se parecía un poco a mí.
– No se parecía nada en absoluto -contestó Belkis. Por un momento sus ojos brillaron con la misma luz peligrosa que Galip había visto la primera vez que le llamó la atención-. Sé que no se te parecía lo más mínimo. Pero estábamos en la misma clase. Conseguí que me mirara de la misma forma en que tú mirabas a Rüya. En los descansos de mediodía, mientras Rüya y yo fumábamos con los otros muchachos en la mantequería Sütis, yo veía que desde la acera lanzaba miradas inquietas a aquella alegre multitud entre la que sabía que me encontraba yo. En las tristes tardes de otoño, cuando anochece tan pronto, cuando miraba los árboles desnudos iluminados por las pálidas luces de los edificios yo sabía que estaría pensando en mí mirando aquellos mismos árboles, como tú pensabas en Rüya.
Cuando se sentaron a desayunar la brillante luz del sol entraba por las cortinas abiertas iluminando la habitación.
– Sé lo difícil que es ser una misma -dijo Belkis entrando directamente en materia como aquellos que llevan mucho tiempo dándole vueltas a la misma historia-. Pero es algo que comprendí después de cumplir los treinta. Antes el problema me parecía que se trataba sólo del hecho de poder ser o no otra persona o de simples celos. A medianoche, cuando estaba tumbada boca arriba en la cama sin poder dormir y contemplando las sombras del techo, quería de tal manera estar en el lugar de esa otra persona que creía que podría desprenderme de mi piel como quien se quita un guante, y que luego, sólo por la violencia de mi deseo, podría envolverme en la piel de esa otra y comenzar una nueva vida. A veces sufría tanto pensando en esa otra persona y en que no podía vivir mi vida como si fuera la suya, que se me saltaban las lágrimas sentada en la butaca de un cine o contemplando gente sumergida en sus propios mundos entre la multitud de un mercado.
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