Yasunari Kawabata - El Maestro De Go

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Fine. Hacia 1938, el jugador de Go Shúsai Honnimbó, imbatible meijingodokoro, está próximo a morir. Es el Gran Maestro de la época, luego de él no habrá ningún otro jugador de tan alto grado. Los maestros, elegidos en el seno de familias nobles, deben integrar el torneo anual en donde compiten bajo la tutela del shogun. El tiempo de Shúsai, el último de los Honnimbó, estará medido por la partida con el joven maestro Otake, quien simboliza el tránsito ideal de la tradición a un mundo nuevo, diferente y aún indeterminado. Espectador de excepción de la contienda, Yasunari Kawabata asistió al interminable torneo, que duró casi medio año, con una extensa interrupción de tres meses a causa del agravamiento de Shúsai. Derrotado definitivamente el 4 de diciembre de 1938, éste muere un año después. El Maestro de Go es la biografía ficticia de un hombre que va al encuentro de su destino con extraordinaria dignidad, una obra impar del Premio Nobel de Literatura 1968.

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Incluso ahora, transcurridos doce o trece años, ella me dice cada vez que la veo "el niño que usted tuvo la amabilidad de elogiar". Y escuché que le decía al que fuera ese niño:

– ¿Recuerdas los elogios que el señor Uragami tenía para tí en sus artículos en el diario?

Otake resultó persuadido por las observaciones de su mujer. Su familia le importaba mucho.

Aceptó jugar, pero se quedó sin dormir durante toda la noche. Seguía preocupado. A las cinco o seis de la mañana recorría los pasillos. Lo vi a la mañana temprano, ya con vestidos formales, tendido en un sofá cerca de la entrada.

26

No hubo un cambio radical en el estado del Maestro el día diez, y los doctores permitieron que se prosiguiera con la sesión. Sin embargo sus mejillas estaban hinchadas, y era evidente para todos nosotros que estaba débil. Cuando le preguntaron si la sesión tendría lugar en el edificio principal o en las dependencias, dijo que ya no podía caminar. Como Otake se había quejado de la cascada en el edificio principal, quedaba sometido a sus arbitrios. La cascada era artificial, y por eso se decidió desactivarla y tener la sesión en el edificio principal. Las palabras del Maestro me provocaron una punzada de tristeza cercana a la angustia.

Entregado al juego, el Maestro pareció desentenderse del cuidado de su cuerpo. Dejó todo en manos de los organizadores y no reclamó por nada. Aun durante el fuerte debate sobre los efectos de su enfermedad sobre el juego, el Maestro se había mantenido aparte, sentado absorto, como si eso no le concerniera.

La luna había brillado la noche del nueve, y a la mañana la luz del sol era fuerte, las sombras nítidas, y luminosas las nubes blancas. Era el primer día de clima verdaderamente veraniego desde que se iniciara el certamen. Las hojas del árbol de la seda estaban por completo abiertas. El blanco inmaculado del cordel de la chaqueta de Otake capturó mi mirada.

– ¿No es maravilloso que el tiempo se haya compuesto? -observó la mujer del Maestro. Pero algo modificó su expresión.

A su vez la señora Otake estaba pálida por falta de sueño. Las dos se movían cerca de sus maridos, con una mirada en las caras demacradas de manifiesta inquietud. Se veían como mujeres que ya no pudieran disimular su egoísmo.

La luminosidad del verano era fuerte. A contraluz, la figura del Maestro adquiría una oscura grandeza. Los espectadores estaban sentados con sus cabezas inclinadas, y no miraban al Maestro. El mismo Otake, tan dado a bromas, estaba silencioso ese día.

¿Debe el juego continuar hasta tal extremo?, me preguntaba a mí mismo, sintiendo pena por el Maestro. ¿Es esto a lo que llaman Go? Al ver aproximarse la muerte, el novelista Naoki Sanjugo escribió lo que para él era una curiosidad, una historia autobiográfica llamada "Yo". Decía que envidiaba al jugador de Go. "Si uno decide considerar el Go algo sin valor", escribía, "entonces lo será; y si uno elige considerarlo como algo valioso, entonces será algo absolutamente valioso".

"¿Estás siempre sola?" le preguntó a la lechuza que estaba sentada a la mesa frente a él. La lechuza se dio vuelta para rasgar un periódico que reseñaba el juego del Maestro con Wu, suspendido a causa de la enfermedad del Maestro. Naoki intentaba examinar el valor de sus propios escritos a la luz de la poderosa fascinación que sentía por el Go, y su mundo de competencia pura.

"Estoy muy cansado. Debo escribir treinta páginas para las nueve de la noche y ya son las cuatro pasadas. No me importa. Creo que deberían permitirme desperdiciar un día trasnochando. Qué poco he trabajado para mí, cuánto por el periodismo y otras fuerzas tramposas. Y con cuánta frialdad me han tratado".

Se escribía a sí mismo pensando en la muerte. A través de él conocí al Maestro y a Wu.

Había algo fantasmal sobre Naoki en sus últimos días, y había algo fantasmal sobre el Maestro aquí delante de mis ojos.

El juego había avanzado nueve jugadas durante la sesión. Era el turno de Otake a las doce y media, la hora marcada para el descanso. El Maestro abandonó el tablero. Otake permaneció solo para decidir su jugada sellada, Negro 99.

Por primera vez ese día hubo una conversación animada.

– Nos quedamos sin tabaco cierta vez cuando yo era un niño -dijo el Maestro, dando una pitada placentera-. Es claro que todos fumaban pipa en ese entonces. Y hasta se solían rellenar las pipas con hilachas. Y no estaba tan mal.

Se insinuó una corriente de aire frío. Ahora que el Maestro se había apartado del tablero, Otake, siguiendo con su reflexión, se quitó su chaqueta con diseño de tela de araña.

De regreso en su habitación, el Maestro nos sorprendió otra vez desafiando a Onoda al shogi. Después del shogi, dijo, venía el mahjong.

El lugar del enfrentamiento se había vuelto insoportablemente opresivo, y yo me escapé a la posada Fukujuro en Tonosawa. Y después de terminar mi informe diario, me retiré a mi casa de veraneo en Karuizawa.

27

El Maestro era como un chiquillo hambriento en su apetito por los juegos. Encerrado en su habitación con sus juegos, dañaba su corazón. Pero como persona introspectiva, no dada a cambios de humor, tal vez pensaba que sólo los juegos tranquilizarían sus nervios y alejarían su mente del Go. Nunca salía a caminar.

A la mayoría de los jugadores de Go le gustaba otros juegos también, pero la adicción del Maestro era algo especial. Él no podía jugar un partido simple, indiferente, que lo dejara tranquilo. Su paciencia y resistencia no tenían fin. Jugaba día y noche, con una intranquila obsesión. Lo suyo no era jugar para dispersar la tristeza o el ilusorio tedio sino entregarse a los colmillos de los demonios del juego. Se lanzaba al mahjong y al billar del mismo modo que lo hacía con el Go. Sin tomar en cuenta los inconvenientes que causaba a sus adversarios, se diría que el Maestro era siempre verdadero y claro. Al contrario de una persona común con preocupaciones de alguna intensidad, el Maestro parecía perdido en vastas distancias.

Incluso durante el intervalo entre la sesión y la cena, deseaba jugar uno u otro juego. Iwamoto no habría terminado con su botella de sake cuando ya el Maestro vendría impaciente a buscarlo.

Al final de la primera sesión en Hakone, Otake le pidió a la criada que le llevara de inmediato un tablero de Go a su habitación. Podíamos oír el golpeteo de las piedras mientras, según parecía, revisaba el desarrollo del juego. El Maestro, ahora con kimono de algodón, apareció prestamente en la oficina de los organizadores. Con enorme resolución me derrotó en cinco o seis partidos de ninuki renju.

– Qué juego tan ligero -dijo de mal humor cuando salimos-. Jugaremos shogi. Hay un tablero en la habitación del señor Uragami.

Su partido con Iwamoto con una ventaja de dos lugares fue interrumpido por la cena.

Feliz con su trago nocturno, Iwamoto, que se había sentado con las piernas cruzadas y se daba palmadas en sus muslos descubiertos, a su debido turno perdió.

Después de la cena cada tanto llegaba el sonido de las piedras desde la habitación de Otake; pero pronto éste bajó para jugar con ventaja de dos lugares, con Sunada de Nichinichi y conmigo.

– Cuando juego shogi, tengo que cantar. Discúlpenme, por favor. Me encanta el shogi. Me pregunto una y otra vez -y de verdad que no lo puedo entender- por qué me convertí enjugador de Go en lugar de shogi. He estado más tiempo dedicado al shogi que al Go. Debo haberme iniciado en él cuando tenía cuatro, y hasta tal vez antes de cumplirlos, y creo que una persona debe ser más fuerte en el juego que ha aprendido primero.

Después cantaría feliz sus propias versiones de canciones infantiles y populares, punteándolas con bromas e insinuaciones.

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