Nozawa Chikucho recordaba historias similares de cómo, durante su etapa en el cuarto rango, tenía juegos en casa del Maestro. Un día en la habitación de los jóvenes, algunos discípulos que se hospedaban en lo del Maestro estaban haciendo un alboroto que podía oírse incluso en la misma sala de juegos. Nozawa salió para amonestarlos. Les advirtió que, sin dudas, el Maestro los reprendería. Pero el Maestro, aparentemente, no había oído nada.
– Durante el almuerzo estuvo sentado con la mirada perdida en el espacio -dijo su mujer-. Debe de haber estado pasando por un momento difícil.
Era el 26 de julio, día de la cuarta sesión en Hakone.
– Le dije que actuaba mal. Que si comía sin interesarse por lo que estaba ingiriendo, su estómago se rebelaría. Le dije que tendría problemas con su digestión, si no cambiaba de actitud. Frunció el entrecejo y siguió con su mirada perdida.
Aparentemente el Maestro no había previsto el violento ataque que sobrevendría con Negro 69. Meditó su respuesta durante una hora y cuarenta y seis minutos. Fue su jugada más lenta desde que se iniciara el juego.
Pero Otake probablemente había planeado Negro 60 durante el receso. Al principio de la sesión había repensado la situación por veinte minutos, como reprimiendo un impulso hacia la prisa. Trasuntaba fuerza, se balanceaba violentamente, y golpeó con una rodilla el tablero. Enérgicamente jugó Negro 67 y Negro 69.
– ¿Una tormenta? ¿Una tempestad? -Y lanzó una risotada.
Precisamente en ese momento aparecieron nubes negras, y la lluvia empezó a mojar el césped, y luego a golpear contra los cristales de las puertas que apresuradamente habían sido cerradas. Hacer chanzas en Otake era algo que lo caracterizaba, pero también tenía, en esta oportunidad, un tono de satisfacción.
Una sombra aleteó por el rostro del Maestro expresando asombro, estupefacción, y al mismo tiempo simulando la sospecha de un presagio, con intención de agradar o divertir. Una expresión de tal ambigüedad no era algo usual en el Maestro.
Negro hizo una jugada muy curiosa durante las sesiones en Ito, una jugada sellada que pretendía sacar ventaja de su índole. El Maestro apenas pudo contenerse hasta el descanso para hacer conocer su indignación. Juzgaba que el juego había sido mancillado y que estaba en desventaja. Sentado ante el tablero, sin embargo, no dejaba que su cara revelara ninguno de sus sentimientos. Y nadie entre los espectadores podría haber adivinado la intensidad de éstos.
Negro 69 tenía el brillo de una daga. El Maestro permaneció en silenciosa reflexión, y llegó así el momento del descanso de mediodía. Otake siguió al lado del tablero aun después que el Maestro se hubo retirado.
– Ahora ha llegado el momento -dijo-. Estamos ante la definición.
Y siguió mirando el tablero como si algo le impidiera separarse de él.
– ¿No es un poco cruel de su parte? -dije.
– Él me obliga siempre a pensar -me contestó Otake con una risa franca.
Pero el Maestro colocó Blanco 70 tan pronto regresó del almuerzo. Era evidente que había aprovechado el receso del mediodía, y que no se valía del tiempo que había acumulado; pues no había en él lugar para la picardía de fingir que meditaba su primera jugada de la tarde. Su castigo había sido tener que pasarse el descanso mirando al vacío.
Ese agresivo Negro 69 fue calificado como "jugada diabólica". El propio Maestro aseguró tiempo después que tenía la ferocidad característica de Otake. Todo dependía de la respuesta de Blanco. Si era inadecuada, Blanco podía muy fácilmente perder el control del tablero. El Maestro reflexionó durante una hora y cuarenta y seis minutos para Blanco 70. Su lapso de reflexión más largo sobrevino diez días después, el 5 de agosto, cuando empleó dos horas y siete minutos para Blanco 90. Su jugada más demorada resultó pues, en segundo lugar, Blanco 70.
Si Negro 69 era diabólicamente agresiva, Blanco 70 fue una jugada de sostén brillante. Onoda, entre otros, estaba mudo de admiración. El Maestro se plantó con firmeza advirtiendo la crisis. Retrocedió un paso y previno el desastre. Una jugada espléndida, de muy difícil realización. Negro se había lanzado a un asalto frontal, y con esta única jugada Blanco lo hizo retroceder. Negro había obtenido ventajas y, sin embargo, parecía como si Blanco, quitando los vendajes de sus heridas, hubiera emergido con mayor luminosidad y libertad de acción.
El cielo se había puesto negro con el chubasco que Otake calificara como tempestad, y las luces estaban encendidas. Las piedras blancas, reflejadas en la superficie casi espejada del tablero, se fundieron con la figura del Maestro, y la violencia del viento y la lluvia en el jardín resaltaron la quietud de la sala.
Pronto pasó el chubasco. Y la niebla flotó sobre la montaña, y el cielo brilló en la dirección de Odawara, hacia el río. Empezó a salir el sol al otro lado del valle, chillaron las cigarras, y nuevamente se abrieron las puertas de vidrio del corredor. Mientras Otake jugaba su Negro 73, cuatro cachorritos negros jugueteaban sobre el césped. Otra vez el cielo resplandecía cubierto de nubes.
A la mañana hubo unos chaparrones. Sentado en el corredor, Kumé Masao había dicho durante la sesión de la mañana:
– Qué sensación se produce al estar sentado aquí. -Su voz era suave pero intensa-. Una sensación límpida, transparente.
Kumé, que recientemente había sido nombrado editor literario de Nichinichi, se había quedado para presenciar la sesión. Era el primer novelista en años que llegaba al cargo de editor literario. El Go entraba dentro de su área.
Él no sabía casi nada sobre Go. Se sentaba en el corredor, observando las montañas o a los jugadores. Una corriente física parecía unirlo a ellos. Si el Maestro se veía sumido en un pensamiento angustiado, una expresión de padecimiento cruzaba el bondadoso rostro de Kumé.
No podría jactarme de saber mucho más de Go que Kumé pero, incluso así, me pareció que las quietas piedras, desde el costado del tablero, me hablaban como criaturas vivas. Su sonido sobre el tablero parecía hacer vasto eco a otro mundo.
El lugar destinado al juego era una dependencia, con tres habitaciones en fila, una de diez tatami y dos de nueve. Había un tokonoma con flores del árbol de la seda en la sala mayor.
– Parecen a punto de deshojarse -dijo Otake.
Blanco 80 era la jugada sellada, y la decimoquinta del día. El Maestro no escuchó el aviso de la muchacha de que las cuatro, la hora convenida para terminar la sesión, se acercaban. Con cierta hesitación, ella se inclinó hacia delante.
– Le corresponde sellar la jugada, señor, si le parece bien -dijo Otake adelantándosele, como sacudiendo a un niño soñoliento.
El Maestro pareció, finalmente, prestar atención. Murmuró algo para sí. Su voz quedó presa en su garganta, y no pude entender lo que dijo. Pensando que la jugada sellada ya habría sido decidida, el secretario de la Asociación preparó el sobre; pero el Maestro seguía sentado ausente, como ajeno al asunto.
– Todavía no la tengo decidida -dijo finalmente. La expresión en su cara mostraba que había estado fuera de la realidad y que no había regresado todavía.
Deliberó durante dieciséis minutos más. Blanco 80 demandó cuarenta y cuatro minutos.
El 31 de julio el juego se trasladó a otro espacio, una suite llamada "nuevos salones superiores", compuesta por tres habitaciones, dos de ocho tatami y una de seis. Las caligrafías que adornaban las paredes eran de Raí Sanyo, Yamaoka Tesshu y Yoda Gakkai [21]. La habitación del Maestro se ubicaba debajo de esta suite.
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