Yasunari Kawabata - El Maestro De Go

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Fine. Hacia 1938, el jugador de Go Shúsai Honnimbó, imbatible meijingodokoro, está próximo a morir. Es el Gran Maestro de la época, luego de él no habrá ningún otro jugador de tan alto grado. Los maestros, elegidos en el seno de familias nobles, deben integrar el torneo anual en donde compiten bajo la tutela del shogun. El tiempo de Shúsai, el último de los Honnimbó, estará medido por la partida con el joven maestro Otake, quien simboliza el tránsito ideal de la tradición a un mundo nuevo, diferente y aún indeterminado. Espectador de excepción de la contienda, Yasunari Kawabata asistió al interminable torneo, que duró casi medio año, con una extensa interrupción de tres meses a causa del agravamiento de Shúsai. Derrotado definitivamente el 4 de diciembre de 1938, éste muere un año después. El Maestro de Go es la biografía ficticia de un hombre que va al encuentro de su destino con extraordinaria dignidad, una obra impar del Premio Nobel de Literatura 1968.

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Para la décima sesión, el 14 de agosto, la distancia se había acortado: Blanco había empleado catorce horas y cincuenta y ocho minutos contra las diecisiete horas y cuarenta y siete de Negro. Fue ese día, tras sellar Blanco 100, que el Maestro se dirigió al Hospital San Lucas. Luchando valientemente a pesar de su enfermedad, había utilizado dos horas y siete minutos para una sola jugada, Blanco 90, el 5 de agosto.

Cuando finalmente finalizó el certamen el 4 de diciembre, había una inquietante diferencia de unas catorce o quince horas entre ambos. Shusai, el Maestro, había empleado diecinueve horas y cincuenta y siete minutos, y Otake del séptimo rango treinta y cuatro horas y diecinueve minutos.

17

Diecinueve horas y cincuenta y siete minutos era el tiempo asignado a los jugadores en un certamen común, pero al Maestro le quedaban todavía más de veinte horas. Otake, con sus treinta y cuatro horas y diecinueve minutos, disponía de unas seis horas.

La jugada Blanco 130 del Maestro, un movimiento negligente, resultó fatal. Si no hubiera cometido ese error, y si el encuentro hubiera continuado con ambos parejos, o si la ventaja de uno u otro hubiera sido pequeña, Otake habría tenido que seguir hasta agotar sus cuarenta horas. Después de Blanco 130, ya sabía que iba a ganar.

Tanto el Maestro como Otake eran famosos por su tenacidad, y los dos se caracterizaban por sus largas meditaciones. Otake aguantaría hasta que su tiempo se agotara; y su modo de hacer más de cien jugadas en los últimos momentos le daba a su juego una peculiar ferocidad. El Maestro, formado en una época en que no había restricciones de tiempo, no era capaz de una proeza como ésa. Por el contrario, él probablemente habría resistido por más de cuarenta horas, de modo que la última batalla de su vida resultara lo suficientemente libre de las presiones del tiempo.

El tiempo asignado en los certámenes por el título de Maestro había sido siempre amplio. Eran dieciséis horas cuando en 1926 jugó con Karigané del séptimo rango. Karigané perdió por sobrepasarse en el uso del tiempo, aunque la victoria por cinco o seis puntos del Maestro con Blanco era algo firme. Hubo quienes dijeron que Karigané debería haber jugado como un hombre, y no aducir falta de tiempo como pretexto para su derrota. En el juego con Wu del quinto rango, a cada jugador se le asignaron veinticuatro horas.

Para el certamen de despedida del Maestro, el tiempo era casi el doble que el de estos inusualmente prolongados juegos, y cuatro veces más que el de un juego común. Y hasta casi se podría haber hecho caso omiso de restricciones en el tiempo.

Si esta extraordinaria disposición de tiempo había sido un mandato del Maestro, hay que decir que se había echado un enorme peso a las espaldas. Debía soportar su propia enfermedad y los largos períodos de reflexión de su adversario. Esas treinta y cuatro horas eran convincente prueba de ello.

Por otra parte, el arreglo de jugar cada cinco días se había aceptado en consideración a la edad del Maestro, pero en verdad se sumaba a la carga que había que sobrellevar. Si ambos hubieran usado el tiempo convenido completamente -un total de ochenta horas- y si cada sesión hubiera durado cinco horas, entonces habrían sido dieciséis sesiones, lo cual significa que aun si el juego se hubiera desarrollado sin ninguna interrupción se habría prolongado por unos tres meses. Cualquiera que conozca el espíritu del Go sabe que la concentración necesaria no puede mantenerse o la tensión no puede perdurar durante tres meses enteros. Algo así resulta como una astilla en el cuerpo del jugador. El tablero de Go acompaña al jugador mientras se despierta y duerme, de modo que un receso de cuatro días no significa reposo sino agotamiento.

El receso se volvió más exasperante luego de la enfermedad del Maestro. Él y los organizadores, por supuesto, deseaban terminar con el certamen lo más pronto posible. Necesitaba descansar, y existía el peligro de que se desplomara en el transcurso del juego.

Le había dicho a su mujer, y ella me lo había transmitido con tristeza, que ya no le importaba quién ganara, que lo único que deseaba era terminar con todo.

– Y nunca antes había dicho algo así.

– No mejorará mientras dure el certamen -me contaron que había dicho uno de los organizadores, meneando la cabeza-. A veces creo que debería abandonar todo. Pero es claro que no puede. Su arte significa mucho para él. Y ni me he planteado esa posibilidad seriamente, por supuesto. Es sólo un pensamiento que me viene a la mente en los malos momentos.

Podía ser una observación profesional de naturaleza confidencial, pero habrá habido momentos realmente difíciles. Al mismo Maestro no se le había oído una queja ni una vez. De hecho, a lo largo de su carrera de medio siglo, probablemente había ganado un considerable número de juegos gracias a su paciencia, más afinada que la de los adversarios. Y, por otra parte, el Maestro no era alguien que demostrara su disgusto o incomodidad.

18

Poco después de que el juego se reanudara en Ito, le pregunté al Maestro si regresaría al Hospital San Lucas, una vez finalizado el certamen o, si como era habitual, pasaría el invierno en Atami.

– El asunto es si vivo hasta entonces – me dijo como en secreto -. Me parece raro haber llegado hasta aquí. No soy un pensador, y no tengo lo que podrían llamarse creencias. La gente habla de mi responsabilidad hacia el juego, pero eso no sería suficiente para sostenerme hasta tal grado. Podrían llamarlo fuerza física si quisieran, pero tampoco lo es.

Hablaba lentamente, ladeando suavemente la cabeza.

– Tal vez no tenga nervios. Embelesamiento, ausencia, tal vez eso haya sido algo bueno para mi. La palabra bonyari tiene dos significados distintos en Tokio y en Osaka, como usted sabe. En Tokio significa estupidez, pero en Osaka se habla de embelesamiento en una pintura o en un juego de Go. En este tipo de cosas.

El Maestro parecía saborear la palabra al pronunciarla, y yo disfrutaba al oírla.

No era usual en el Maestro exponer sus sentimientos de manera tan abierta. No solía mostrar sus emociones en el rostro o en su conversación. Más de una vez en mis largas horas de observación del juego, había sentido de improviso que estaba saboreando una palabra o un gesto habituales del Maestro.

Hirotsuki Zekken, que había sido el protector más fiel del Maestro desde 1908 -cuando obtuvo el título de Honnimbo-, y quien colaborara en sus escritos, cierta vez escribió que en más de treinta años de servicios no había recibido la más mínima palabra de agradecimiento de parte del Maestro. Erróneamente había tomado al Maestro por un hombre frío e insensible, agregaba. Y cuando la gente decía que se aprovechaba, cuentan que el Maestro ante esa acusación respondía con una altiva indiferencia, como queriendo decir que el asunto no era algo que le concerniera. Ciertas habladurías de que el Maestro no era muy claro en cuestiones financieras eran también mentira, decía Zekken, y se ofrecía a dar amplias evidencias para refutarlas.

Tampoco en este certamen de despedida manifestó el Maestro algún agradecimiento. Era su mujer la que asumía la responsabilidad por tales delicadezas. Él no presumía por su rango o por su título. Él era simplemente él mismo.

Si otros profesionales del mundo del Go iban a plantearle problemas, gruñía y permanecía en silencio, y resultaba muy difícil adivinar sus pensamientos. Puesto que difícilmente se podía obtener una opinión de una persona tan eminente, se había convertido en una fuente de incertidumbres, se me ocurría pensar a veces. Su mujer actuaba como un apoyo y como moderadora, al intentar atemperar su incondicional silencio.

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