La masa de hortensias en el balcón del Maestro parecía un enorme globo inflado. Ese día también una negra mariposa cola de golondrina jugueteaba entre las flores, reflejándose claramente en el estanque. La enredadera de glicinas bajo los aleros tenía un pesado follaje.
Sentado ante el tablero, escuché un chapaleo. Era su mujer que estaba en el puente de piedra, lanzando comida al estanque. Y una carpa se había asomado para comer.
Ella me había avisado esa mañana:
– Tuve que regresar a Tokio pues tenía visitas de Kioto. Hacía bastante frío, pero no desagradable -me contó-. La verdad es que cuando empieza el frío, me preocupo pues tengo miedo de que se resfríe.
Cayeron unas tenues gotas de lluvia, y pronto llovía con fuerza. Otake no lo notó hasta que alguien le advirtió.
– También el cielo sufre de los riñones -dijo.
Era una lluvia de verano. No habíamos tenido una sesión despejada desde que estábamos en Hakone. Y las lluvias eran caprichosas. Ese día, por ejemplo, daba el sol sobre las hortensias mientras Otake planeaba Negro 83, y la montaña brillaba con un fresco verde, y luego de inmediato se nubló otra vez.
Negro 83 llevó mucho más tiempo -una hora y cuarenta y ocho minutos- que Blanco 70. Estudiando intensamente el costado derecho del tablero, Otake estiró su pantorrilla junto con el almohadón. Después metió sus manos en el kimono y, con los hombros caídos, parecía estar abrazándose a sí mismo. Era un indicio de que un largo período de deliberación había comenzado.
El juego ingresaba en su fase intermedia. Cada jugada era un desafío difícil. Ya era claro qué territorios habían ocupado Blanco y Negro, y se aproximaba el momento en que el cálculo del puntaje final sería posible. ¿Proceder de inmediato a la confrontación final, invadir campo enemigo, desafiar a una lucha próxima en algún lugar del tablero?… Había llegado el momento de planear y proyectar las etapas por venir.
El doctor Félix Dueball, que había aprendido Go en Japón y que había regresado a Alemania, y a quien llamaban "el Honnimbo alemán", había enviado al Maestro un telegrama de felicitaciones por este certamen de despedida. La foto de ambos jugadores leyendo el telegrama se había publicado en el Nichinichi de la mañana.
Blanco 88 fue la jugada sellada de la sesión.
Yawata, de la Asociación, de inmediato le encontró un significado al hecho.
– Lo están felicitando, señor, por su número de la suerte [22]-dijo.
El rostro del Maestro y su cuello, que uno habría supuesto no podrían adelgazar más, se veían ese día aún más enjutos. Aunque aparentaba más salud que aquel caluroso 16 de julio, y más ánimo. ¿Tal vez con la declinación de la carne los huesos se habían fortalecido?
Ninguno de nosotros preveía su cercano colapso unos escasos cinco días más tarde.
Pero, de pronto, se levantó bruscamente, como si no pudiera esperar ya, cuando Otake había jugado su Negro 83. Todo su agotamiento afloró de golpe. Eran las doce y veintisiete, y obviamente había llegado el momento del descanso de mediodía; pero el Maestro, que nunca había abandonado el tablero en primer término, esta vez lo apartó casi con una patada.
– Rogué y rogué para que esto no sucediera -me dijo la mujer del Maestro la mañana del 5 de agosto-. Quizá mi fe no fue suficiente.
Y luego:
– Me temía que esto iba a suceder, y tal vez sucedió porque me preocupé demasiado. Ahora no queda más que rezar.
Como curioso y atento informante de un combate, había puesto toda mi atención en el Maestro como héroe de la batalla; y ahora las palabras de su esposa, que había estado a su lado a lo largo de tantos años, me revelaban su punto débil. No tenía respuesta.
El largo, extenuante certamen había agravado su condición cardíaca que desde hacía mucho lo hacía padecer, y aparentemente el dolor en su pecho había sido intenso durante algunos días. Pero no se había permitido deslizar ni una palabra sobre esto.
Desde principios de agosto su rostro había empezado a hincharse y los dolores en el pecho habían empeorado.
La sesión estaba programada para el 5 de agosto. Se había decidido que el juego se limitaría a dos horas en la mañana. El Maestro debía ser examinado antes de empezar.
– ¿Y el doctor? -preguntó. El doctor había ido a Sengokuhara para una emergencia.
– Bueno, supongo que hemos de empezar entonces.
Sentado al tablero, el Maestro tomó con calma un tazón de té con ambas manos y sorbió la intensa infusión. Luego colocó sus manos ligeramente sobre las rodillas y se enderezó. Tenía la expresión de un niño a punto de sollozar. Los labios apretados hacían una mueca hacia delante, y las mejillas estaban hinchadas, así como los párpados.
La sesión se inició casi en horario, a las diez y siete. Nuevamente ese día una neblina se convirtió en una densa lluvia. Y luego el cielo río abajo se despejó. Blanco 88, la jugada sellada, fue abierta. Otake jugó Negro 89 a los cuarenta y ocho minutos. Llegó el mediodía, pasó una hora y media, y todavía el Maestro no había decidido su Blanco 90. Con gran incomodidad física, se tomó unas excepcionales dos horas y siete minutos para la jugada. Durante todo el tiempo que estaba sentado se erguía de repente. Parecía que la cara se deshinchaba. Por fin se decidió un descanso para almorzar.
El habitual descanso de una hora se extendió a dos, en cuyo transcurso se procedió a examinar al Maestro.
Otake informó que también él se sentía mal. Su digestión lo estaba molestando. Tomó tres remedios para el estómago y una medicina para prevenir desmayos. Era conocido por haberse desvanecido durante un juego.
– Me sucede cuando estoy jugando mal, cuando me estoy excediendo con el tiempo, y cuando no me siento bien -dijo-. Él insiste en jugar. Yo, por mi parte, no reiniciaría tan pronto.
El Maestro decidió su jugada sellada Blanco 90 mientras regresaban al tablero.
– Usted ha de estar exhausto -dijo Otake.
– Disculpe. He sido demasiado exigente.
No era usual que el Maestro pidiera disculpas. Así finalizó la sesión del día.
– La hinchazón no es algo que me preocupe demasiado -explicó a Kumé, editor literario de Nichinichi-. Sino todas las cosas que suceden aquí -y dibujó un círculo sobre su pecho-. Tengo problemas para respirar, y sufro palpitaciones, y a veces siento como si un enorme peso me presionara. Me gusta imaginarme joven. Pero me he vuelto muy consciente de los años desde que cumplí cincuenta.
– Qué bueno sería que un luchador pudiera combatir los años -dijo Kumé.
– Yo también siento la edad, señor -dijo Otake-, y recién tengo treinta.
– Es un poco pronto para eso -dijo el Maestro.
Por un rato el Maestro permaneció sentado en la antesala en compañía de Kumé y algunos otros. Habló de los viejos tiempos, y de cómo siendo un muchacho había ido a Kobe y en una exhibición de barcos de guerra de la Marina había visto lamparillas eléctricas por primera vez.
– Me han prohibido jugar al billar -se puso de pie riendo-. Pero un poco de shogi se me permite. Vamos a jugar.
La idea de "poco" que tenía el Maestro no resultaba tal.
– Tal vez deberíamos intentar con el mahjong -dijo Kumé, desafiando a otra lucha-. Así no necesita usted pensar tanto.
El Maestro sólo almorzó arroz y ciruelas saladas.
Indudablemente Kumé había venido por las noticias que sobre la enfermedad del Maestro habían llegado a Tokio. También Maeda Nobuaki del sexto rango, discípulo del Maestro, estaba presente. Los jueces, Onoda e Iwamoto, ambos del sexto rango, estaban en funciones ese 5 de agosto. Takagi, maestro de renju, se desvió de su camino para estar en Hakone, y Doi, jugador de shogi de octavo rango, que estaba hospedado en Miyanoshita, fue convocado también. Había partidas de juego por toda la posada.
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