Mijaíl Bulgákov - El maestro y Margarita

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Mijaíl A. Bulgákov

El maestro y Margarita

— Aún así, dime quién eres.

— Una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal y que siempre practica el bien.

GOETHE, Fausto

Traducción de Amaya Lacasa Sancha

LIBRO PRIMERO

1. NO HABLE NUNCA CON DESCONOCIDOS

Ala hora de más calor de una puesta de sol primaveral en «Los Estanques del Patriarca» aparecieron dos ciudadanos. El primero, de unos cuarenta años, vestido con un traje gris de verano, era pequeño, moreno, bien alimentado y calvo. Tenía en la mano un sombrero aceptable en forma de bollo, y decoraban su cara, cuidadosamente afeitada, un par de gafas extraordinariamente grandes, de montura de concha negra. El otro, un joven ancho de hombros, algo pelirrojo y desgreñado, con una gorra de cuadros echada hacia atrás, vestía camisa de cowboy, un pantalón blanco arrugado como un higo y alpargatas negras. El primero era nada menos que Mijaíl Alexándrovich Berlioz, redactor de una voluminosa revista literaria y presidente de la dirección de una de las más importantes asociaciones moscovitas de literatos, que llevaba el nombre compuesto de MASSOLIT; [1] Nombre compuesto que quiere decir «literatura de masas». (N. de la T.) y el joven que le acompañaba era el poeta Iván Nikoláyevich Ponirev, que escribía con el seudónimo de Desamparado.

Al llegar a la sombra de unos tilos apenas verdes, los escritores se lanzaron hacia una caseta llamativamente pintada donde se leía: «Cervezas y refrescos».

Ah, sí, es preciso señalar la primera particularidad de esta siniestra tarde de mayo. No había un alma junto a la caseta, ni en todo el bulevar, paralelo a la Málaya Brónnaya. A esa hora, cuando parecía que no había fuerzas ni para respirar, cuando el sol, después de haber caldeado Moscú, se derrumbaba en un vaho seco detrás de la Sadóvaya, nadie pasaba bajo los tilos, nadie se sentaba en un banco: el bulevar estaba desierto.

— Agua mineral, por favor — pidió Berlioz.

— No tengo — dijo la mujer de la caseta como ofendida.

—¿Tiene cerveza? — inquirió Desamparado con voz ronca.

— La traen para la noche — contestó la mujer.

—¿Qué tiene? — preguntó Berlioz.

— Refresco de albaricoque. Pero no está frío — dijo ella.

— Bueno, sírvalo como esté.

El sucedáneo de albaricoque formó abundante espuma amarilla y el aire empezó a oler a peluquería.

Después de refrescarse, a los literatos les dio hipo. Pagaron y se sentaron en un banco mirando hacia el estanque, de espaldas a la Brónnaya.

En este momento ocurrió la segunda particularidad, que concernía exclusivamente a Berlioz. De pronto se le cortó el hipo; le dio un vuelco el corazón, que por un instante pareció hundírsele; sintió que volvía luego, pero como si le hubieran clavado en él una aguja, y a Berlioz le entró un pánico tal que hubiese echado a correr para desaparecer rápidamente de «Los Estanques».

Miró alrededor con desazón sin comprender qué era lo que le había asustado. Palideció y se enjugó la frente con el pañuelo. «Pero, ¿qué es esto? — pensó—. Nunca me había pasado nada igual. Será el corazón que me falla… Estoy agotado…, ya es hora de mandar todo a paseo… y a Kislovodsk…»

Y entonces el aire abrasador se espesó ante sus ojos, y como del aire mismo surgió un ciudadano transparente y rarísimo. Se cubría la pequeña cabeza con una gorrita de jockey y llevaba una ridicula chaqueta a cuadros. También de aire… El ciudadano era largo, increíblemente delgado, estrecho de hombros y con una pinta, si me permiten, bastante burlesca.

La vida de Berlioz había transcurrido de tal manera que no estaba acostumbrado a ningún suceso extraordinario. Palideciendo aún más y con los ojos ya desorbitados, pensó horrorizado: «¡Esto es imposible!». Pero desgraciadamente no lo era: aquel extraño sujeto, a través del cual se podía ver, se mantenía flotante, balanceándose en el aire.

Le invadió una tremenda sensación de terror y cerró los ojos. Y cuando los abrió de nuevo, vio que todo había terminado. La neblina se había disipado, el tipo de los cuadros había desaparecido y, con él, la aguja que le oprimía del corazón.

—¡Buf! ¡Cuernos! — exclamó el redactor—. Sabes, Iván, por poco me des-mayo de tanto calor. Hasta he tenido algo parecido a una alucinación… — Trató de sonreír, pero todavía le bailaba el miedo en los ojos y le temblaban las manos. Logró tranquilizarse. Se abanicó con un pañuelo y diciendo con una voz bastante animada: «Bueno, como decía…», siguió su discurso, interrumpido para tomar el refresco.

Este discurso, como se supo más tarde, era sobre Jesucristo. El jefe de redacción había encargado al poeta un largo poema antirreligioso para el próximo número de la revista. Iván Nikoláyevich había escrito el poema y en un plazo muy corto, pero sin fortuna, porque no se ajustaba lo más mínimo a los deseos de su jefe. Desamparado describió al personaje central de su poema — es decir, a Cristo— con tonos muy negros. Berlioz consideraba que tenía que hacer un poema nuevo. Y precisamente en ese momento, él, Berlioz, se lanzó a toda una disertación sobre Cristo con el fin de que el poeta se percatara de su principal defecto.

Sería difícil decir qué había fallado en el artista: si la fuerza plástica de su talento o el total desconocimiento del tema. Pero el resultado fue un Cristo vivo, testimonio de su propia existencia, aunque con todos sus rasgos negativos.

Berlioz quería demostrar al poeta que se trataba, no de la maldad o bondad de Cristo, sino de que Cristo como tal, no existió nunca y que todo lo que se decía de él era puro cuento, un mito vulgar.

Hay que reconocer que nuestro jefe de redacción era un hombre muy leído y en su discurso citaba, con mucha habilidad, a los historiadores antiguos, al famoso Filón de Alejandría y a Josefo Flavio — hombre docto y brillante— que no hacían mención alguna de la existencia de Jesús. Exhibiendo una magnífica erudición, Mijaíl Alexándrovich comunicó, entre otras cosas, al poeta, que ese punto del capítulo 44 del libro 15 de los famosos Anales de Tácito, donde se habla de la ejecución de Cristo, no es más que una añadidura posterior y falsa.

Todo lo que decía el jefe de redacción era novedad para el poeta, que le escuchaba atentamente, sin apartar de él sus vivos ojos verdes, con frecuentes accesos de hipo y maldiciendo por lo bajo el sucedáneo de albaricoque.

— No existe ninguna religión oriental — decía Berlioz— en la que no haya, como regla general, una virgen inmaculada que dé un Dios al mundo. Y los cristianos, sin inventar nada nuevo, crearon a Cristo, que en realidad nunca existió. Esto es lo que hay que dejar bien claro…

La voz potente de Berlioz volaba por el bulevar desierto y a medida que se metía en profundidades — lo que sólo un hombre muy instruido se puede permitir sin riesgo de romperse la crisma— el poeta se enteraba de más y más cosas interesantes y útiles sobre el Osiris egipcio, bondadoso dios e hijo del Cielo y de la Tierra, sobre el dios fenicio Fammus, sobre Mardoqueo, incluso sobre Vizli-Puzli, el terrible dios, mucho menos conocido, que fue muy venerado por los aztecas de México. Precisamente cuando Mijaíl Alexándrovich le explicaba al poeta cómo los aztecas hacían con masa de pan la imagen de Vizli-Puzli, apareció en el bulevar el primer hombre.

Tiempo después, cuando en realidad ya era tarde, muchas organizaciones presentaron sus informes con la descripción de ese hombre.

La comparación de dichos informes no puede dejar de causar asombro. En el primero se lee que el hombre era pequeño, que tenía dientes de oro y cojeaba del pie derecho. En el segundo, que era enorme, que tenía coronas de platino y cojeaba del pie izquierdo. El tercero, muy lacónico, dice que no tenía rasgos peculiares. Ni que decir tiene que ninguno de estos informes sirve para nada.

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