– Imagino que es usted el jugador de shogi más poderoso de la Asociación -dijo el Maestro.
– Eso espero. Usted también es bastante bueno, señor. Pero nadie en la Asociación ha tenido alguna vez el primer rango en shogi. Me imagino siempre como un principiante cuando juego renju con usted. Ni siquiera conozco los movimientos corrientes. Yo simplemente me abro camino. Creo que usted es del tercer rango, ¿verdad?
– Pero dudo que sea capaz de enfrentar a un profesional de primer rango. El profesionalismo le da fuerza a una persona.
– El Maestro de shogi Kimura, ¿qué tal es en Go?
– Probablemente del primer rango. Dicen que ha mejorado mucho últimamente.
Otake tarareaba alegremente mientras luchaba con el Maestro en una partida sin ventajas. El Maestro se sintió tentado a tararear con él. Esa ligereza no era algo habitual en el Maestro. Con una pieza clave promovida, tenía un cierto margen.
En esos días los partidos de shogi del Maestro eran todavía animados y rápidos, pero a medida que la enfermedad se apoderaba de él una calidad fantasmal se hizo evidente. Incluso tras la sesión del 10 de agosto practicó algunos juegos para distraerse. Yo sentía que él padecía los tormentos del infierno.
La siguiente sesión fue programada para el 14 de agosto. Pero el Maestro estaba muy débil y sentía mucho dolor. Los organizadores instaron a suspender el encuentro. El periódico se había resignado a lo inevitable. El Maestro hizo una sola jugada el 14 de agosto y se llamó a receso.
Sentado ante el tablero, cada jugador tomó su tazón con piedras del tablero y se lo colocó sobre las rodillas. El tazón pareció demasiado pesado para el Maestro. Los jugadores, a su turno, siguiendo el curso inicial del juego, extendieron las piedras como al final de la última sesión. Las piedras del Maestro parecían deslizarse entre sus dedos, pero a medida que las hileras iban tomando forma él parecía ganar fuerza, y el golpeteo de las piedras se hacía más violento.
En absoluta inmovilidad, el Maestro meditó durante treinta y tres minutos sobre su única jugada. Se había convenido que Blanco 100 sería sellada.
– Puedo jugar un poco más, creo -dijo el Maestro.
Sin duda estaba con un espíritu combativo. Los organizadores llevaron a cabo una precipitada consulta. Pero una promesa es una promesa. Y se decidió terminar la sesión con una jugada sellada.
– Muy bien entonces. -Incluso tras haber sellado su Blanco 100, el Maestro seguía con la vista fija en el tablero.
– Ha sido mucho tiempo, y le he causado grandes dificultades -dijo Otake-. Por favor, cuídese.
– Sí -fue todo lo que dijo el Maestro. Su esposa contestó más extensamente.
– Exactamente unas cien jugadas. ¿Cuántas sesiones? -Otake preguntó al controlador-. ¿Diez? ¿Dos en Tokio y ocho aquí en Hakone? Exactamente diez jugadas por sesión.
Más tarde, cuando fui a despedirme del Maestro, él estaba mirando absorto al cielo sobre el jardín.
De inmediato debería trasladarse al Hospital San Lucas, pero parecía difícil que consiguiera boletos de tren en esos días.
Mi familia se había mudado a Karuizawa a fines de julio, y yo había estado viajando entre Karuizawa y Hakone. Puesto que el viaje demandaba siete horas cada vez, debía dejar mi casa de verano el día previo a la sesión. Después de la sesión pernoctaba en Hakone o Tokio. Cada sesión me insumía tres días. Con las sesiones cada quinto día, me veía obligado a partir después de dos días de descanso. Después debía redactar mi informe, y era un desagradable verano lluvioso, de modo que al final quedaba agotado. Lo razonable, digamos, habría sido permanecer en la posada de Hakone; pero tras cada sesión yo partía apurado, casi sin terminar mi cena.
Me costaba escribir sobre el Maestro y Otake cuando estábamos juntos en la posada. Incluso si me quedaba hasta muy entrada la noche en Hakone, retornaba a Miyanoshita o Tonosawa. Era incómodo escribir sobre ellos y estar luego con ellos en la siguiente sesión. Como estaba informando sobre un certamen auspiciado por un periódico, debía levantar el interés. Ciertos adornos eran necesarios. Era difícil que mi público de aficionados pudiera entender las más delicadas exquisiteces del Go, y en sesenta o setenta entregas yo debía hacer del aspecto, modales, gestos y conducta de los jugadores mi materia clave. Yo no observaba tanto el juego como a los jugadores. Ellos eran los monarcas; los organizadores y periodistas, los súbditos. Para escribir sobre Go como si fuera una búsqueda de suprema dignidad e importancia -y no pretendía comprenderlo del todo-, tenía que respetar y admirar a los jugadores. De hecho, yo sentía no sólo interés por el juego sino que también veía al Go como un arte, y eso porque me había reducido a ser nada mientras observaba al Maestro.
Me embargaba un humor profundamente melancólico cuando, el día que el certamen finalmente iba a finalizar, abordé el tren en la estación Ueno hacia Karuizawa. Al poner mi maleta en el portaequipaje, un extranjero alto se precipitó por el corredor desde cinco o seis asientos adelante.
– Eso ha de ser un tablero de Go.
– Qué conocedor es usted.
– Yo mismo tengo uno. Es un gran invento.
El tablero era uno magnético decorado con un baño de oro, muy adecuado para jugar en el tren. Con su estuche no era fácil reconocerlo como un tablero de Go. Tenía la costumbre de llevarlo conmigo en mis viajes, pues no pesaba mucho en mi equipaje.
– ¿Y si jugamos? Estoy fascinado con esto. -Habló en japonés. Pronto tenía el tablero acomodado sobre sus rodillas. Como sus piernas eran largas y sus rodillas quedaban altas, era más razonable que el tablero estuviera en sus piernas que sobre las mías.
– Soy grado decimotercero -dijo con cuidadosa precisión, como haciendo cuentas. Era americano.
Primero le di una ventaja de seis piedras. Había tomado lecciones en la Asociación de Go, dijo, y había desafiado a algunos famosos jugadores. Conocía los mecanismos bastante bien, pero jugaba sin pensar, sin entregarse realmente al juego. Perder no parecía importarle lo más mínimo. Pasaba feliz de partida en partida, como diciendo que era una tontería tomarse en serio un simple juego. Alineaba sus fuerzas según patrones que le habían enseñado, y sus aperturas de juego eran excelentes; pero no tenía voluntad de lucha. Si yo lo hacía retroceder un poco o hacía un movimiento sorpresivo, él tranquilamente caía derrotado. Era como si yo estuviera incitando al combate a un grande pero mal equilibrado oponente. En verdad, esta rapidez para perder me hizo preguntarme con cierta incomodidad si no habría algo innatamente perverso dentro de mí. Yo percibía que no había destreza, respuesta ni resistencia. No había tono muscular en su juego. Uno siempre encuentra una urgencia competitiva en un japonés, por inepto que pueda ser jugando. Uno nunca se encuentra con una instancia tan incierta como ésta. El espíritu del Go se había perdido. Me pareció muy extraño, y estaba consciente de que me estaba enfrentando con algo absolutamente extraño.
Jugamos durante más de cuatro horas, entre Ueno hasta casi Karuizawa. Él era jovialmente indestructible, en lo más mínimo enfadado a pesar de todas las veces que había sido derrotado, y parecía gustarle obtener lo mejor de mí a causa de su gran indiferencia. Ante tan honesta incompetencia, me vi a mí mismo como algo perverso y cruel.
Con su curiosidad avivada por la original presencia de un extranjero ante un tablero de Go, cuatro o cinco pasajeros se reunieron a nuestro alrededor. Me pusieron nervioso, pero no parecían molestar al extranjero que tan displicentemente perdía.
Tal vez él sintiera que mantenía una discusión en una lengua extranjera aprendida con libros de gramática. Uno no desearía por cierto tomarse tan en serio un juego y, sin embargo, era muy evidente que jugar Go con un extranjero era muy diferente de hacerlo con un japonés. Me preguntaba si el punto sería que los extranjeros no estaban hechos para el Go. Más de una vez se había destacado en Hakone que había cinco mil devotos del juego en la Alemania del doctor Dueball, y que había empezado a ser noticia también en América. Uno se siente un poco temerario al hacer una generalización a partir del único ejemplo de un aficionado americano, pero quizá la conclusión de que al Go occidental le falta alma pueda ser, de todos modos, válida. El juego oriental ha traspasado lo que significa juego y prueba de fuerza, y se ha convertido en un modo de arte. Hay cierto misterio y nobleza orientales en él. El "Honnimbo", de Honnimbo Shusai, está tomado del nombre de una celda en el templo Jakkoji en Kioto, y el Maestro Shusai había tomado sagradas órdenes. En el tricentenario de la muerte del primer Honnimbo, Sansa [23], cuyo nombre religioso era Nikkai, había adoptado el nombre religioso de Nichion. Mientras jugaba Go con el americano, afirmé mi opinión de que no había una tradición respecto del Go en ese país.
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