Federico Andahazi - El Anatomista

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EI héroe de esta novela es Mateo Colón, un anatomista del Renacimiento que a! enamorarse de una prostituta veneciana, Mona Sofía, emprende la búsqueda de algún tipo de pócima que le permita conseguir su amor. El anatomista da comienzo así, nada más ni nada menos, a la ardua exploración de la misteriosa naturaleza de las mujeres. Es nuestro héroe un verdadero adelantado, y en su audacia decide experimentar con prostitutas y, algo totalmente prohibido en la época, con la disección de cadáveres. Lo que descubre Mateo Colón en pleno siglo XVI es, tal como lo fuera América para su homónimo, una "dulce tierra hallada": el Amor Veneris, equivalente anatómico del kleitoris, hasta entonces desconocido en Occidente. Es una noble señora castellana la que da cuenta del poder de este descubrimiento. Cuando intente hacerlo público, Colón deberá enfrentar otro poder: el de la despiadada Inquisición. A partir de aquí se verá envuelto en un proceso vertiginoso.
Federico Andahazi ha construido una novela apasionante a partir de la historia de uno de Ios médicos más sobresalientes del Renacimiento. Ha recreado la época no sólo en sus costumbres sino en su sistema perverso de pensamiento. El autor le imprime un ritmo sostenido al relato así como al impecable manejo de la intriga -sin soslayar el humor y la ironía- que convierten a El anatomista, y a su autor, en una impactante y bienvenida revelación.

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Mona Sofía bailaba una danza que se diría oriental: con ambas manos se tomaba de la cintura a la vez que meneaba las caderas. Todo el mundo esperaba con curiosa ansiedad el momento en que debía elegir una nueva pareja; motivo por el cual todos los jóvenes se disputaban la primera fila, exhibiendo, sin ahorrarse ninguna obscenidad, sus voluminosos ánimos ornamentados. Sin embargo, Mona Sofía había conocido en otras circunstancias a más de uno de esos caballeros sin otros adornos que aquellos con los que habían venido al mundo y que ahora mostraban unas inexplicables virilidades. Miraba a cada uno de quienes esperaban ser los elegidos, se dirigía a alguno de ellos y entonces, cuando parecía estar decidida, giraba sobre sus talones y emprendía en dirección a otro hombre, a quien, también, habría de desairar. Sin dejar de moverse al compás de los laúdes, Mona Sofía se abrió paso entre un grupo de eufóricos galanes hasta trasponer el círculo y, entonces, Mateo Colón pudo ver cómo los senos de Mona, que temblaban al borde del escote, lo señalaban con sus pezones. Mona Sofía caminaba decidida hacia el anatomista. En otras circunstancias, Mateo Colón se hubiera sentido avergonzado; sin embargo, ahora, mientras veía avanzar a aquella mujer que lo miraba como nunca antes se había sentido mirado, no pudo sustraerse a la impresión de que nadie más que ella había en el salón. Sin embargo, podía escuchar el alboroto de los demás y la música de los laúdes; podía, inclusive, ver la multitud de invitados. Sentía, exactamente, lo que un ratón frente a una serpiente. No podía, ni aunque quisiera, mirar otra cosa que no fueran aquellos ojos verdes que hacían empalidecer la esmeralda que llevaba entre las cejas. Mona Sofía aproximó sus labios a los del anatomista -pudo sentir su aliento a menta y agua de rosas- y entonces, como una brisa caliente, efímera, pudo sentir en la comisura de sus labios la breve caricia de la lengua de Mona Sofía. Bailó, sí; no perdió la compostura, no; fue galante. Pudo, incluso, disimular que, desde aquella vez y hasta el día de su muerte, no podría prescindir de aquel aliento de menta y agua de rosas, de aquella brisa caliente y efímera, del cobijo de aquellos ojos verdes. Bailó. Nadie hubiera dicho que, como la víctima de una serpiente cuyo veneno va invadiendo, implacable, la sangre, aquel hombre adusto que bailaba acababa de enfermar definitivamente. Bailó.

Por siempre, hasta el día de su muerte, habría de recordar que bailó bajo el encanto de aquellos ojos maliciosos; hasta el último día, como se conmemora la fecha de un mártir, habría de recordar que anduvieron huyendo por pasillos, jardines y galerías y que, en una alcoba recóndita del palacio, con el lejano susurro de los laúdes, pudo besar sus pezones rosados, duros como perlas pero más tersos que el pétalo de una flor. Hasta el día de su muerte habría de recordar, como una efemérides negra y sin embargo tan dulce, su voz de leño ardiendo, el aquelarre de su lengua cuya materia era la misma que la del fuego del infierno. Hasta el último día habría de recordar que, como aquel que ha cumplido promesa de ayuno y renuncia al manjar permitido para postergar el ansia de comer, así rehusó su cuerpo y en cambio, acomodándose el lucco , le dijo:

– Quiero retrataros.

Y, como el náufrago que confunde las nubes del horizonte con la tierra firme, creyó ver amor en aquellos ojos verdes repletos de pestañas arqueadas. Y no eran más que nubes.

– Quiero retrataros -repitió con el ánimo turbado por la emoción.

Y creyó ver emoción en los ojos de la serpiente. Mona Sofía lo besó con una ternura infinita.

– Podéis venir a verme cuando queráis -dijo y en un susurro agregó:

– Venid mañana mismo.

El anatomista la vio arreglarse el vestido, vio cómo por última vez le ofrecía sus pezones duros para que los besara y la vio girar sobre sus talones en dirección a la puerta. Entonces oyó cómo le decía, antes de perderse al otro lado:

– Venid mañana, os estaré esperando. Y no eran más que nubes.

III

El día siguiente, a las cinco en punto de la tarde, Mateo Colón subió los siete peldaños del atrio del bordello dil Fauno Rosso . Traía consigo su caballete de viaje cruzado sobre las espaldas, el lienzo sobre el pecho, la paleta debajo del brazo derecho y la talega con los óleos colgada del cinto del lucco . Tan cargado venía que a punto estuvo de llevarse por delante a la administradora.

Cuando Mateo Colón se asomó al vano de la puerta, Mona Sofía, cubierta por un tul transparente, acababa de trenzarse el pelo frente al espejo del tocador. El anatomista, que permanecía de pie con todo su equipaje a cuestas, pudo ver en el espejo aquellos mismos ojos en los que ayer había visto el amor. Y allí estaban, ahora, sólo para él, para sus ojos. Entonces se anunció con un carraspeo.

Sin darse vuelta, sin siquiera mirar, Mona Sofía hizo un gesto de invitación con la mano.

– Vengo a retrataros.

Sin darse vuelta, sin siquiera mirar, Mona Sofía declaró:

– Lo que hagáis durante la visita me es completamente indiferente -dijo, e inmediatamente agregó-: por si no lo sabéis, la tarifa es de diez ducados.

– ¿Me recordáis? -murmuró Mateo Colón.

– Si pudiera veros la cara… -dijo a su anónimo interlocutor cuyo rostro quedaba cubierto por el lienzo que cargaba.

Entonces el anatomista dejó sus petates en el suelo. Mona Sofía lo examinó por el espejo.

– No creo haberos visto antes -titubeó, y por la dudas volvió a recordarle la tarifa-: Diez ducados.

Mateo Colón dejó los diez ducados sobre la mesa de noche, desplegó el lienzo, lo alzó sobre el caballete, extrajo los óleos de la talega que pendía desde la cintura, preparó los pinceles y, sin decir palabra, empezó el retrato que habría de titular Mujer enamorada .

IV

Todos los días, cuando los autómatas del reloj de la torre golpeaban la quinta campanada, Mateo Colón subía los siete peldaños que conducían al atrio del burdel de la calle Bocciari, entraba en la alcoba de Mona, dejaba los diez ducados sobre la mesa de noche y, mientras acomodaba el lienzo, sin quitarse siquiera el abrigo, le decía a Mona que la amaba; que aunque ella no quisiera saberlo, él podía ver el amor en sus ojos. Entre pincelada y pincelada le suplicaba que abandonara aquel burdel y se marchara con él al otro lado del monte Veldo, a Padua, que si ella así lo quería estaba dispuesto a abandonar su claustro en la Universidad. Y Mona, desnuda sobre la cama, los pezones duros como almendras y suaves como el pétalo de una fresia, no dejaba de mirar la torre del reloj que se alzaba al otro lado de la ventana, esperando que de una buena vez doblaran las campanas. Y cuando finalmente sonaban, miraba a aquel hombre con los ojos llenos de malicia:

– Tu tiempo terminó -decía y caminaba hasta el tocador.

Y todos los días, a las cinco de la tarde, cuando las sombras de las columnas de San Teodorico y la del león alado se funden en una única y oblicua franja que atraviesa la Piazza de San Marco , el anatomista llegaba al burdel con su caballete, su lienzo y sus pinturas, dejaba los diez ducados sobre la mesa de noche y ni siquiera se quitaba el lucco . Mientras mezclaba los colores en la paleta, le decía que la amaba, que aunque ella misma lo ignorara, él sabía reconocer cuando el amor se instala en la mirada. Le decía que ni la mano de un dios podría imitar tanta belleza, que si la administradora no aprobaba el matrimonio, estaba dispuesto a pagar por ella todo el dinero que tenía, que dejara aquel prostíbulo infame y se fueran juntos a la casa de su Cremona natal. Y Mona Sofía, que ni siquiera parecía escucharlo, se acariciaba los muslos suaves y firmes y torneados como la madera, y esperaba que sonara la primera de las seis campanadas que indicaba que el tiempo de su cliente se había terminado.

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