Federico Andahazi - El Anatomista

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EI héroe de esta novela es Mateo Colón, un anatomista del Renacimiento que a! enamorarse de una prostituta veneciana, Mona Sofía, emprende la búsqueda de algún tipo de pócima que le permita conseguir su amor. El anatomista da comienzo así, nada más ni nada menos, a la ardua exploración de la misteriosa naturaleza de las mujeres. Es nuestro héroe un verdadero adelantado, y en su audacia decide experimentar con prostitutas y, algo totalmente prohibido en la época, con la disección de cadáveres. Lo que descubre Mateo Colón en pleno siglo XVI es, tal como lo fuera América para su homónimo, una "dulce tierra hallada": el Amor Veneris, equivalente anatómico del kleitoris, hasta entonces desconocido en Occidente. Es una noble señora castellana la que da cuenta del poder de este descubrimiento. Cuando intente hacerlo público, Colón deberá enfrentar otro poder: el de la despiadada Inquisición. A partir de aquí se verá envuelto en un proceso vertiginoso.
Federico Andahazi ha construido una novela apasionante a partir de la historia de uno de Ios médicos más sobresalientes del Renacimiento. Ha recreado la época no sólo en sus costumbres sino en su sistema perverso de pensamiento. El autor le imprime un ritmo sostenido al relato así como al impecable manejo de la intriga -sin soslayar el humor y la ironía- que convierten a El anatomista, y a su autor, en una impactante y bienvenida revelación.

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Desde todos los puntos de Europa llegaban nobles señores hasta la Scuola y pagaban verdaderas fortunas. En menos de seis meses, Mássimo Troglio había recuperado hasta el último ducado invertido en su pupila. En el curso del primer año, el Hacedor quintuplicó el total de su inversión. El cuerpo de Mona Sofía había incrementado el patrimonio de Mássimo Troglio en… ¡dos mil ducados!

LA LIBERTAD

I

Fue durante el segundo año desde el día de su graduación, cuando Mona Sofía se presentó a la lujosa scriptoria de Mássimo Troglio. El Hacedor estaba llevando la contabilidad de la Scuola , doblado sobre un grueso cuaderno de lomo dorado.

– Vengo a anunciaros mi libertad -sentenció Mona Sofía, sin que mediara, siquiera, un saludo.

Mássimo Troglio levantó la vista de los asuntos que lo ocupaban. Escuchó claramente la frase pero no comprendió, como si su interlocutora acabara de hablarle en un idioma desconocido.

– Aquí os dejo el documento que me independiza de vuestro patronazgo -dijo, a la vez que le extendía un pergamino escrito en tinta roja-, no es necesario que os molestéis en levantaros, sólo debéis poner aquí vuestra firma -agregó, dejando el pergamino sobre el pupitre de su protector.

Mássimo Troglio rió con una carcajada franca. En su larga vida nadie le había hecho un pedido -si así pudiera llamarse a la exigencia de su pupila- de semejante descaro. Había sufrido, sí, por la huida de más de una ingrata. Había tenido que emplear castigos ejemplares con alguna prófuga recapturada -la ablación de un dedo del pie era un correctivo usual-; pero que una pupila irrumpiera en su propio despacho con semejantes pretensiones era, lisa y llanamente, descabellado.

– Te recuerdo que la Scuola tiene sus estatutos y sus normas -empezó a decir Mássimo Troglio con una sonrisa cálida y paternal-, de modo que…

Antes de que su maestro pudiera terminar la frase, Mona Sofía extrajo un cuchillo de puño de oro y posó su aguda punta sobre su propio pecho. Con absoluta parsimonia, dijo:

– Mi cuerpo os ha pagado sobradamente la educación que me prodigasteis y, si os complace escucharlo, os agradezco y ofrezco toda mi veneración y mi respeto. Pero ahora os exijo que me otorguéis lo que me corresponde: mi cuerpo.

Mássimo Troglio empalideció e, inmediata-mente, se puso rojo de cólera. Intentando mantener la calma, habló:

– De nada me servirías muerta. Puedo, si así lo quieres, firmar lo que me exiges, pero, ¿Qué te hace pensar que no habré de recapturarte con el derecho que me otorga la ley? Y sabes cuáles son mis correctivos.

Mona Sofía sonrió.

– No os atreveríais a mutilar un ápice de mi cuerpo. Yo soy vuestra creación. Pero no creáis que soy una ingrata, si leéis el pergamino, veréis que me acuerdo bien de vos; os daré la décima parte de todo el dinero que haga con mi cuerpo, hasta el día en que alguno de los dos muera. La opción es el diezmo que os ofrezco o nada -dijo, a la vez que hundió un poco el cuchillo sobre su propio pecho, haciendo que rodara una gota de sangre hasta su vientre.

Mássimo Troglio sumergió la pluma en el tintero y firmó el pergamino. Mona Sofía se arrodilló a sus pies y besó las manos de su maestro, antes de abandonar para siempre la Scuola .

Solo en su scriptoria , Mássimo Troglio lloró desconsolado. Lloraba como un niño.

Lloraba como un padre.

DE CUANDO MATEO COLON CONOCIÓ A MONA SOFÍA

I

Fue durante su breve estadía en Venecia, en el otoño de 1557, cuando el anatomista conoció a Mona Sofía. Fue en el palacio de cierto duque, en ocasión de la fiesta que el propio anfitrión se prodigó con motivo del día de su santo. Mona Sofía ya era una mujer adulta y experimentada. Tenía quince años.

A consecuencia, quizá, de la declaración de Leonardo de Vinci acerca de que no comprendía por qué los hombres se avergonzaban de su virilidad y "ocultaban su sexo cuando debieran adornarlo con toda solemnidad, como a un ministro", acaso por esta razón, aquel año había cundido entre los varones la moda de exhibir y adornarse con pompa los genitales. Casi todos los invitados, excepto los más ancianos, lucían unas calzas de tonos claros que ostentaban las partes de sus propietarios mediante el uso de cintas que se ajustaban a la cintura y las ingles, de modo que resaltaran sus virilidades. Aquellos que tenían más grandes motivos para estarle agradecidos al Creador aceptaron aquella moda de muy buen grado. Los que no, adoptaban diversos métodos para adaptarse a los tiempos sin tener de qué avergonzarse. En la Bottega dil Moro se vendían unos apliques que se colocaban debajo de las calzas y que servían, precisamente, para prestar gracia a los hombres más o menos desgraciados. Entre los múltiples adornos -que iban desde unos ornamentos de piedrecillas que enmarcaban al "ministro", hasta unos atavíos de perlas muy vistosas-, se usaba una cinta que llevaba atadas cuatro o cinco campanitas que delataban los ánimos de "su señoría". Así, las damas podían enterarse de la aceptación que suscitaban entre los caballeros, según tintinearan los cascabeles.

Era aquella una fiesta como todas: primero se bailó la danza del beso que no tenía más reglas ni normas que las de moverse como a cada cual le complaciera, con la única condición de que al constituirse y disolverse las parejas, lo hicieran con un beso.

Mateo Colón permanecía ajeno a los pasos de baile y, aunque aún no era un hombre viejo, vestía el lucco tradicional, lo cual, entre tanta exhibición de nalga masculina, le confería un aire de importancia. Y por cierto se vio premiado con más miradas femeninas que aquellos que ostentaban sus majestuosos campanarios, auténticos o de utilería.

No había promediado la fiesta, cuando se hizo presente Mona Sofía. No hizo falta que fuera anunciada. Sus dos esclavos moros la descendieron del palanquín junto al vano de la puerta del salón. Si hasta entonces tres o cuatro mujeres eran las que concitaban la atención, la más hermosa de ellas no pudo evitar sentirse contrahecha, renga o gibosa en comparación con la recién llegada. Mona Sofía tenía una estatura augusta. Llevaba un vestido cuya falda se abría hasta el comienzo de los muslos. La seda transparentaba perfectamente todo su cuerpo. Los senos se agitaban a cada paso al borde del escote que dejaba ver la mitad del diámetro de los pezones. Desde la frente pendía una esmeralda cuyo objeto no era otro que el de deslucirse comparada con el resplandor de sus ojos verdes.

Mona Sofía fue recibida por un verdadero carillón, por un centenar de viriles campanadas.

II

Mateo Colón permanecía en un rincón solitario del salón. Tampoco el anatomista había podido sustraerse a la belleza de la recién llegada. De hecho, tuvo el atrevimiento de dejar hablando sola a una dama hipocondríaca que no acababa jamás de enumerar sus males y de la cual no sabía cómo desembarazarse.

Mona Sofía fue recibida por el anfitrión, quien, inmediatamente, la sumó al baile del beso. Según indicaba la regla, el caballero debía invitar a la dama con un beso y, luego de trazar unas breves figuras, la dama debía reemplazar su pareja por otra y así sucesivamente. Desde luego que era un baile propicio para la seducción; las reglas eran las siguientes: si una dama no estaba interesada en ningún caballero, entonces la salida de compromiso consistía en invitar a bailar a un hombre casado. Si en cambio la dama escogía un hombre soltero, quedaban claras las intenciones. Por otra parte, existían normas en torno del beso; si la dama rozaba apenas la mejilla del caballero, no tenía otro propósito que el de bailar y divertirse un rato; en cambio, un beso afectuoso y sonoro indicaba intenciones más o menos formales, por ejemplo, de matrimonio. Pero si el beso rozaba los labios del caballero, quedaban claros los propósitos lascivos de la dama: era un invitación lisa y llana al sexo.

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