Mario Llosa - El Hablador

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Dos narraciones alternan, en El hablador, para relatarnos el anverso y reverso de una historia singular. Por una parte, un narrador principal (que, al igual que en La tía Julia y el escribidor o Historia de Mayta, parecería identificarse con el autor) evoca sus recuerdos de un compañero de juventud limeño, apodado Mascarita, que siente fascinación por una pequeña cultura primitiva, por otra parte, un anónimo contador ambulante de historias -un `hablador`-, viviente memoria colectiva de los indios machiguengas de la Amazonia peruana, nos narra, en un lenguaje de desusada poesía y de magia, su propia existencia y la historia y mitos de su pueblo. La confluencia final de los dos relatos, al revelar su secreta unidad, muestra las misteriosas relaciones de la ficción con las sociedades y con los individuos, su razón de ser, sus mecanismos y sus efectos en la vida. Por su dominio expresivo y la problemática abordada, El hablador es una de las más significativas y originales aportaciones de la narrativa de Mario Vargas Llosa. (Seix Barral)

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Cuando, al comenzar la tarde, cargábamos ya las cosas para emprender viaje al pueblo donde pernoctaríamos -Nueva Luz-, nos enteramos que Nuevo Mundo, probablemente, tendría que mudarse pronto de ubicación. ¿Qué había ocurrido? Una de esas arbitrariedades geográficas que son el pan de cada día en la selva. El río Mipaya, en la última estación de lluvias, a causa de la gran creciente, había modificado radicalmente su cauce, apartándose tanto de Nuevo Mundo que, ahora, al bajar las aguas a su nivel invernal, los vecinos tenían que hacer una larguísima caminata para llegar a sus orillas. Estaban, pues, buscando otro lugar, sujeto a menos contingencias, para instalar la aldea. No sería complicado para quienes se habían pasado la vida mudándose -sus ciudades, por lo visto, nacían también bajo el signo atávico de la marcha, del destino peripatético-, y, por otra parte, esas cabañas de troncos, cañas y hojas de palmera, eran más fáciles de desarmar y de volver a armar que las casitas de la civilización.

Nos explicaron que los veinte minutos de vuelo que nos tomó ir de Nuevo Mundo a Nueva Luz eran engañosos, pues, andando por la selva, esa distancia exigía cuando menos una semana de viaje, y, en canoa, un par de días.

Nueva Luz era el más antiguo de los pueblos machiguengas -acababa de celebrar su segundo cumpleaños- y tenía algo más del doble de cabañas y de vecinos que Nuevo Mundo. También aquí, sólo Martín, el curaca gobernador y maestro de la escuela bilingüe, vestía camisa, pantalón y zapatos y tenía los cabellos cortados a la manera occidental. Era bastante joven, menudo, de una seriedad funeral, y hablaba un español ágil, suelto y sincopado, lleno de apócopes. Igual que en la aldea anterior, en Nueva Luz el recibimiento de los machiguengas a los Schneil fue exuberante y ruidoso, y todo el resto del día y buena parte de la noche vimos a grupos e individuos esperando pacientemente que otros se despidieran para acercarse a ellos y entablar una conversación crepitante, adornada de gestos y ademanes.

También en Nueva Luz grabamos bailes, cantos, solos de tambora, la escuela, la tienda, los sembríos, los telares, los tatuajes, y una entrevista con el dirigente egresado de la Escuela Bíblica de Mazamari, un hombre joven, muy delgado, con el cabello cortado casi al rape, de gestos ceremoniosos. Era un discípulo aprovechado de sus maestros, pues, antes que de los machiguengas, prefería hablar de la Palabra, del Verbo, del Espíritu Santo. Tenía una manera cazurra de irse por las ramas y eternizarse en vaguedades bíblicas, cada vez que no quería contestar a una pregunta. Dos veces intenté tirarle la lengua sobre el tema de los habladores y, las dos, mirándome sin comprender, volvió a explicarme que ese libro que tenía en las rodillas era la palabra de Dios y de sus apóstoles en lengua machiguenga.

Terminado el trabajo nos fuimos a bañar en una quebrada del Mipaya, a unos quince minutos de marcha del pueblo, guiados por los dos aviadores del Instituto. Era el comienzo del crepúsculo, la hora más misteriosa y más bella de la Amazonía siempre que no haya aguacero. El sitio era un verdadero hallazgo. Un brazo del Mipaya se desviaba, por obra de un arrecife natural de rocas, formando una especie de ensenada, en la que se podía nadar en unas aguas quietas y tibias, o, si uno lo prefería, recibir, protegido por el rastrillo de rocas, el impacto de la corriente. Hasta el lacónico Alejandro Pérez comenzó a chapotear y a reírse, loco de felicidad en ese jacuzzi amazónico.

Cuando regresamos a Nueva Luz, el joven Martín (su cortesía era extremada y sus gestos de una elegancia real) me invitó una infusión de hierbaluisa, en su cabaña, contigua a la escuela y a la tienda del pueblo. Tenía un aparato transmisor de radio, con el que se comunicaba con la Base de Yarinacocha. Estábamos los dos solos en el cuarto cuyo aseo eran tan meticuloso como el del propio Martín; Lucho Llosa y Alejandro Pérez habían ido a ayudar a los pilotos a descargar las hamacas y mosquiteros en que dormiríamos. La luz caía rápidamente y crecían manchas de sombras a nuestro rededor. La selva entera había comenzado a chirriar sincrónicamente, igual que siempre a esta hora, recordándonos que, bajo su maraña verde, miríadas de insectos dominaban el mundo. Pronto, el cielo se llenaría de estrellas.

¿Creían de veras los machiguengas que las estrellas eran el fulgor que despedían las coronas de los espíritus? Martín, inmutable, asintió. ¿Que las estrellas fugaces era las flechas de fuego de esos diosecillos-niños, los Ananeriite, y el rocío del amanecer, sus orines? Martín esta vez se rió: sí, creían eso. ¿Y, ahora que los machiguengas habían dejado de andar, para echar raíces en aldeas, se caería el sol? Seguramente que no: Dios se encargaría de sostenerlo. Me examinó un momento, con expresión divertida: ¿cómo me había enterado yo de esas creencias? Le dije que los machiguengas me interesaban desde hacía casi un cuarto de siglo; que, desde entonces, procuraba leer todo lo que se escribía sobre ellos. Y le conté por qué. Mientras yo hablaba, su cara, benevolente y risueña al principio, fue tornándose grave, desconfiada. Me escuchó con severa atención, sin mover un músculo de la cara.

– Ya ve usted, mis preguntas sobre los habladores no eran una simple curiosidad, sino algo mucho más serio. Ellos son muy importantes para mí. Acaso tanto como para los machiguengas, Martín. -Él permanecía mudo y quieto, con una lucecita vigilante en el fondo de las pupilas-. ¿Por qué no ha querido contarme nada sobre ellos? Tampoco la maestra de Nuevo Mundo quiso decirme ni una palabra. ¿Por qué tanto misterio con los habladores, Martín?

Me aseguró que no comprendía lo que estaba diciéndole. ¿Qué era eso de los «habladores»? Nunca había oído hablar de ellos, ni en este pueblo ni en ningún otro de la comunidad. Quizás existían en otras tribus, pero no entre los machiguengas. Estaba diciéndome esto, cuando entraron los Schneil. ¿No nos habríamos tomado toda esa hierbaluisa, que era la más perfumada de la Amazonía, no? Martín cambió de tema y a mí me pareció prudente no insistir.

Pero, una hora más tarde, cuando nos despedimos de Martín, y, luego de armar mi hamaca y mosquitero en la cabaña que nos habían prestado, salí con los Schneil a tomar el fresco de la noche, paseando por el descampado circuido por las viviendas de Nueva Luz, el tema me vino a los labios otra vez, irresistible.

– En las pocas horas que he estado entre los machiguengas no he podido darme cuenta de muchas cosas -les dije-. Pero, al menos de una sí me he dado. Una cosa importante.

El cielo era un bosque de estrellas y una mancha de nubes ocultaba la luna, a la que sólo se presentía por un difuminado resplandor. En Nueva Luz habían encendido una fogata en una de las extremidades de la aldea, y, en su contorno, se insinuaban de pronto fugitivas siluetas. Todas las cabañas estaban a oscuras, con excepción de la que nos habían prestado, iluminada, a cincuenta metros de nosotros, con la luz verdosa de una lámpara portátil. Los Schneil esperaban que yo continuara. Caminábamos despacio, sobre un tierra blanda, de hierba alta. Pese a las botas, había comenzado a sentir, en los tobillos y empeines, las picaduras de los jejenes.

– ¿Y cuál es? -preguntó, por fin, la señora Schneil.

– Que todo esto es muy relativo -proseguí, atolondrado-. Quiero decir, lo de bautizar a este pueblo con el nombre de Nueva Luz y al curaca con el de Martín. Esto del Nuevo Testamento en machiguenga, esto de enviar a los nativos a las escuelas bíblicas y volverlos pastores. El paso violento de la vida nómada a la sedentaria. La occidentalización y cristianización aceleradas. La supuesta modernización. Me he dado cuenta que es pura apariencia. Por más que hayan comenzado a comerciar, a servirse del dinero, el peso de su propia tradición es mucho más fuerte en ellos que todo eso.

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